Capítulo 5: Tensión en la casa de Mauricio

979 Words
El almuerzo había sido un desfile de sonrisas forzadas y comentarios triviales que Antonella apenas pudo soportar. Se sentía como un peón en un tablero donde cada movimiento estaba planeado de antemano por los adultos. Sus padres hablaban de trabajo y de las próximas vacaciones familiares mientras Ignacio reía con sus hermanas mellizas y su tío Sergio contaba historias de su juventud. Antonella, sin embargo, no podía dejar de mirar de reojo a Mauricio y Gonzalo. Siempre habían sido los "intocables", los que parecían brillar con luz propia. Para el resto de la familia, ellos representaban el orgullo, los hijos "perfectos" que nunca daban problemas. Para ella, solo eran una herida abierta, un recordatorio de la soledad que había sentido cuando más los necesitaba. Después de ayudar a su tía Cecilia a recoger los platos, Antonella escapó con la excusa de que quería descansar un rato. Caminó por el pasillo con paso firme, hasta llegar a la habitación de Ignacio. Era un lugar que conocía bien: con pósters de bandas de rock, libros de ciencia y el inconfundible aroma a desodorante de adolescente. Cerró la puerta con cuidado y se dejó caer en la cama de su primo. Sacó el celular del bolsillo y marcó el número que había estado grabado en su mente toda la mañana. —Hola —susurró en cuanto escuchó la voz de Alejandro al otro lado—. Te necesito, Ale. No aguanto más. La voz de Alejandro la calmó de inmediato. —¿Estás bien, Anto? ¿Dónde estás? —En la casa de Mauricio... con toda mi familia —respondió, bajando aún más la voz—. Me siento atrapada, como si nunca pudiera ser yo misma. —Te entiendo —dijo Alejandro—. Pero tranquila, estoy acá. Estoy escuchándote. El simple hecho de hablar con él la hacía sentir menos sola. Alejandro era su secreto, su refugio. —Quiero verte —dijo ella con un tono cargado de deseo y tristeza—. Siento que me estoy volviendo loca en esta casa. —No puedo ahora, pero pronto —prometió Alejandro—. Y no dejes que nadie te haga sentir menos, Anto. Vos sos más fuerte que todo esto. Ella cerró los ojos, como si pudiera imaginarse en otro lugar. —Lo sé —susurró—. Pero a veces siento que no tengo a nadie. —Tenés a mí —dijo él con firmeza. Un golpe seco en la puerta la hizo sobresaltarse. Antes de que pudiera reaccionar, la puerta se abrió y aparecieron Mauricio y Gonzalo. Ambos la miraban con esa mezcla de curiosidad y juicio que la sacaba de quicio. —¿Con quién hablabas? —preguntó Gonzalo, con el ceño fruncido. Antonella se incorporó de golpe, guardando el celular como si escondiera un arma. —Eso no te importa —espetó, la voz firme y fría. —¿Alejandro? —dijo Mauricio, con una sonrisa apenas perceptible—. ¿Quién es ese? ¿Tu nuevo juguete? Antonella sintió cómo la rabia le subía desde el estómago. —Cállate, Mauricio. No es asunto tuyo. Gonzalo se cruzó de brazos, mirándola como si fuera una niña caprichosa. —Sabés que no podés mentirnos, Anto. Te escuchamos decir que nadie debía enterarse. Ella lo miró con fuego en los ojos. —Porque ustedes no entienden nada. Solo viven para demostrarle al mundo lo perfectos que son. —¿Perfectos? —repitió Mauricio, inclinándose hacia ella—. Solo queremos saber con quién te estás metiendo. No queremos que arruines tu vida por un capricho. —¿Un capricho? —Antonella se levantó, temblando de furia—. ¡Ustedes no estuvieron cuando murió Santiago! ¡No se aparecieron ni una sola vez cuando yo los necesitaba! Y ahora se creen con derecho a opinar sobre mi vida. Gonzalo parpadeó, sorprendido por la dureza de sus palabras. Mauricio no se inmutó. —Eso ya pasó, Antonella. No podés vivir en el pasado toda la vida. —¿Y ustedes quiénes son para decirme eso? —espetó ella—. Para ustedes siempre fui invisible. Ahora que finalmente tengo algo que me hace sentir viva, no voy a dejar que me lo quiten. —¿Alejandro te hace sentir viva? —preguntó Gonzalo con un tono de duda—. ¿No ves que estás jugando con fuego? —¡Prefiero jugar con fuego antes que morirme de asco en este teatro familiar que ustedes montan! —gritó Antonella. El silencio en la habitación era tan denso que parecía que se podía cortar con un cuchillo. La respiración agitada de Anto llenaba el cuarto. —No voy a decirle nada a nadie —dijo Mauricio finalmente, con la voz más calmada, aunque cargada de veneno—. Pero pensalo, Antonella: un secreto así puede romperte. —No necesito sus consejos —replicó ella, con el corazón desbocado—. No necesito nada de ustedes. Y sin esperar respuesta, salió de la habitación, cerrando la puerta de un portazo. Se apoyó un momento contra la pared del pasillo, respirando hondo. Su corazón latía con fuerza, pero sentía que, por primera vez en mucho tiempo, había dicho lo que realmente pensaba. Volvió al living con una sonrisa fingida, como si nada hubiera pasado. Sus padres seguían conversando animadamente, ajenos a la tormenta que acababa de sacudir su mundo. Nadie supo nada. Solo ellos tres, encerrados en un cuarto donde se enfrentaron no como primos, sino como enemigos. Antonella se sentó junto a Ignacio, que le sonrió con ternura. Ella le devolvió la sonrisa, aunque por dentro estaba hecha un torbellino. Porque sabía que ahora tenía aún más razones para mantener su relación con Alejandro en secreto. Porque para ella, la única verdad que importaba era que nadie —ni siquiera su familia— iba a decidir cómo debía vivir su vida.
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