La muralla que bloquea el paso a Délamir se planta como un gigante macizo ante sus pies, es imposible de pasar, pero Kublai ya lo ha hecho una vez.
La entrada que él conoce no es la puerta en sí. A unos dos kilómetros de la gigantesca pared, en el suelo cubierto por un contenedor de desechos químicos se encuentra oculto un túnel a medio construir que ha descubierto por accidente junto a Onan, su compañero de juerga.
A ambos les ha costado un año entero de arduo trabajo abrirse paso, pero ha valido cada gota de sudor que derramaron en todo ese tiempo.
Ahora, el gran día ha llegado.
Kublai pasa primero.
Al otro lado de la muralla, a simple vista no hay nada nuevo, parece la extensión de Gardh, nada más.
—Esto es más de lo mismo… —piensa en ese momento, pero se siente hambriento de aventura, es como si toda su vida se hubiera mantenido en letargo y ahora siente que debe avanzar.
Caminan varios kilómetros en línea recta hasta que dan con un camino iluminado con pálidas luces naranjas. Es la entrada a la soñada ciudad de Délamir.
Los ojos brillosos de Kublai se clavan en ella.
Ambos amigos sin escuchar razones y advertencias siguen el camino hasta allá.
Délamir es otro mundo.
La gente transita sin prestarles atención, van y vienen ocupados en sus asuntos. Las calles pulcras y alborotadas por ruidos que provienen de todos lados parece darles la bienvenida.
Llevado por la multitud, Kublai lo contempla todo con muda fascinación. Siente la cálida briza acariciándole las mejillas, y no se da cuenta que de un momento para el otro está a punto de ser arrollado por las ruedas de un carro.
Kublai se hace a un lado ágilmente.
Ambos saben que de lo único que tienen que cuidarse es de la policía, por fortuna, en ese momento no hay ninguna patrulla cerca.
Cuanto más tiempo transcurre, más relajados y cómodos se sienten.
—Algún día viviré aquí. —Kublai está completamente seguro de eso. Se imagina a sí mismo lleno de riquesas y con un puesto importante en alguna empresa.
Onan sustrae algo de comer de un abarrotado negocio de comidas. Debe ser la hora pico ya que las personas comienzan a salir de los negocios. En ese momento, una patrulla pasa muy cerca de ellos.
—Ps... Será mejor que volvamos otro día —dice Onan, con un gesto de precaución. Si fuera por Kublai se quedaría ahí para siempre pero no es tonto como para hacerlo en ese momento.
—Hoy no… pero algún día viviré aquí — se dice en medio de la ensoñación.
Desde luego que no son los primeros en salir de Gardh, hace un año, Jao, un chico grande con cara de niño regresaba luego de perderse una temporada del barrio, entre borracheras les contaba cómo era Délamir, las palizas que les propinaba la policía a los que encontraban merodeando sin motivo. Les cuenta todo con lujo de detalle, y él, junto a los otros chicos le escuchaban solo porque no tenían otra cosa que hacer, pero un día, Kublai se le plantó en frente preguntado si todos esos cuentos eran ciertos o simples fanfarronadas de borracho.
Pero Jao se mantuvo firme con sus palabras.
—Como te dije, he estado allá, si te ánimas y sales, ve y busca a Tell, ese fadeí es genial, mira —le enseña las tres monedas. Cad una vale un millón, esa suma en Gardh es una pequeña fortuna—. Te lo muestro a ti que eres de confianza.
Kublai se queda deslumbrado por el brillo de aquellas monedas y por el valor, es indiscutiblemente dinero de Daltos.
Desde aquella vez, de forma esporádica sus amigos comenzaron a desaparecer pero Jao ya no daba más explicaciones a nadie, hasta que un buen día nadie más supo de él. Y desde entonces Kublai se ha quedado con la idea fija de salir de Gardh a cualquier precio.