Capítulo 2

1822 Words
Apenas llegué a mi casa, lo primero que hice fue desvestirme para tomar una siesta. Cuando me estaba quitando el pantalón, el trozo de papel que Marianne me dio se cayó al suelo. Me agaché para recogerlo y lo observé durante un par de segundos. Inevitablemente, empecé a recordar el instante en el que ella entró al salón. No lucía intimidada en lo absoluto; por el contrario, parecía que no lo importaba nada. La forma en la que se dirigió a todos y luego a mí, cuando se atrevió a retarme sin siquiera conocerme… Ella era tan espontánea y segura de sí misma; todo lo opuesto a mí. Quizá por eso nadie la escogió antes de que llegara su turno. Una chica así podía atemorizar a cualquiera. Agarré mi celular y escribí su número para agendarla, pero por error le di a llamar en lugar de guardar. Colgué lo más rápido que pude, pero eso no evitó que segundos más tarde me devolviera la llamada. —¿Katheleen? —preguntó del otro lado de la línea. —Sí. ¿Cómo lo sabías? —No lo sabía. Hubo unos segundos de silencio incómodo. —Yo, uhm, me estaba preguntando cuándo quedaremos en vernos para ponerte al día. —No lo sé… ¿Qué te parece en un rato? —¿En un rato? —pregunté exaltada. —Si no hay problema con eso. —Por mí está bien. Hasta entonces —colgué y me puse a arreglar mi habitación. Mientras estaba tendiendo la cama, una llamada entró a mi celular; era Marianne de nuevo. Contesté extrañada—. ¿Sí? —Katheleen, ¿no estarás olvidando algo? —¿Qué cosa? —Tu dirección. —Ah, claro —me llevé la palma a la cara por mi torpeza. Empecé a dictarle la dirección de mi residencia, pero cuando iba por la mitad, me detuve porque escuché otra voz de fondo. La otra voz era demasiado aguda como para ser de ella. —Disculpa —cortó el silencio—, ¿te importaría mandármela por mensaje de texto? —No, está bien. —Y puede que demore un poco en llegar —colgó. Puse mi celular a cargar y terminé lo que estaba haciendo. También aproveché para acomodar mi ropa recién lavada y los zapatos que estaban fuera del armario. Cuando no tenía nada más que hacer salvo arreglarme, me posicioné frente al espejo, me hice una perfecta cola de caballo y me coloqué un vestido fresco y sencillo. Entonces tomé mis apuntes, un par de hojas, mis libros y unos lapiceros, y me senté en el comedor a esperarla. Los minutos pasaron y se convirtieron en horas. No sabía cuánto tiempo pasó con exactitud porque me quedé dormida. El sonido de una notificación en mi celular fue lo que me despertó. Tenía un simple mensaje en mi bandeja de entrada que decía: Estoy afuera. Tras restregarme los ojos y soltar un bostezo, me levanté a abrir la puerta. Enfrente de mi casa estaba parqueado un carro gris de un modelo sencillo, y en él estaba recostada Marianne. —Pensé que no vendrías —le dije. —Me surgió un asunto de último momento. Acabó con la distancia que había entre las dos acercándose para saludarme. De inmediato, pude percibir un fuerte olor a nicotina. Miré su mano y descubrí que estaba sosteniendo un cigarrillo. —Lo siento, no puedes fumar adentro. —No hay problema —se agachó delante de mí y lo apagó contra el asfalto—. Estás usando un vestido —dijo mirándome desde abajo—. Creo que te queda muy bien. —Lo tendré en cuenta —respondí en voz baja y acomodé un pequeño mechón de cabello detrás de mi oreja. —¿Alguna otra regla que deba saber antes de entrar? —Los zapatos, quítatelos. Mi mamá acaba de encerar el piso y suele ponerse neurótica un par de semanas. Se quitó las botas negras y las dejó a un lado de la entrada. En sus pies pude contemplar otro tatuaje; a diferencia del anterior, ese pude verlo por completo: en el derecho tenía una rosa y en el izquierdo un colibrí. Me llamaron la atención, pero no quería incomodarla con mis preguntas, así que alcé la mirada y con un gesto le pedí que entrara. Al entrar a la sala, como me lo temía, ella se quedó viendo una gran fotografía enmarcada de mí, en traje de ballet, que había sido tomada durante una premiación. —Wow. —¿Qué? —pregunté a la defensiva. —Te ves bonita. Descrucé los brazos. —Gracias, supongo. Mi intención era que estudiáramos en el comedor, pero tan pronto como nos sentamos, empezó a sonar el molesto ruido de construcción que provenía de la casa de al lado. Mi vecino recién jubilado hacía remodelaciones cada vez que le daba la gana. Tuvimos que pasarnos a mi habitación. Cerré la puerta intentando aislar el ruido lo más posible. Cuando me giré, encontré a Marianne sentada en el colchón analizando todo a su alrededor. Ella debía sentirse fuera de lugar. Las paredes estaban pintadas de un rosa viejo, en mi mesa de noche tenía una bailarina de ballet de cristal que me regaló mi papá y en el suelo, en una esquina, había un montón de osos de peluche de cuando era pequeña. —Vamos, dilo —dije resignada. —¿A qué te refieres? —Di lo que estás pensando. Di que crees que soy una niña buena de papi y mami. Di que no combino con tu rol de chica mala. —Vaya… “Chica mala”, ¿así es cómo me ves? —no respondí y ella continuó hablando—. No pensaba eso… —debí haberle lanzado una mirada muy seria porque se retractó de inmediato— Bueno, quizá lo primero. Pero sobre lo último… no lo creo —evocó una sonrisa—. ¿Desde hace cuánto haces ballet? —Ya lo dejé. Empecé a los siete, pero en realidad lo odiaba. —¿Por qué lo hacías si no te gustaba? —Por la misma razón que ese retrato sigue en la sala y esa bailarina junto a mi cama: por mis padres —contarle mi vida a esa extraña, por alguna razón, se me hizo demasiado fácil—. Empezó como “una actividad para distraerme”. Los certámenes empezaron, gané algunos premios y los dos se obsesionaron con ello. Luego se divorciaron. Al principio se peleaban por estar en primera fila observándome, pero eventualmente mi papá dejó de asistir. —Y tu mamá se aferró más a ello —concluyó. —Hasta hace un año estuve yendo a la academia, pero no podía soportarlo y usé la excusa de que necesitaba dedicarme a mis estudios. Así fue como logré salir de allí. —Imagino toda la presión que debiste sentir. El ballet es un arte precioso pero esclavizante. —Y bastante elitista —me senté a su lado. —Encima lo de tus padres. Es injusto que te hayan obligado a hacer algo que no querías en lugar de solucionar sus propios problemas. Me quedé sorprendida con su respuesta. Pensaba igual, pero era la primera vez que escuchaba eso en boca de alguien más. La gente solía lamentarse por “el talento que desperdicié”.  —¿Qué hay de ti? —me atreví a preguntarle lo que todos querían saber—. ¿De dónde eres? —Soy de la capital —empezó a contar—. Hace años varios años que me fui de la casa de mis padres. Estaba estudiando Literatura, pero tuve que dejarlo. Desde entonces me la he pasado de ciudad en ciudad buscando trabajos. —¿Hace cuánto tiempo estás aquí? —Cuatro meses. —¿Y por qué decidiste volver a estudiar? —Me encontré con un conocido. Me ofreció un empleo, ayuda económica y me insistió en que terminara la carrera —no sonaba muy feliz con eso—. No sé cómo hizo, pero logró matricularme y que me validaran la mayoría de las asignaturas. Sólo tengo que cursar ocho asignaturas y al final del semestre tendré mi diploma. —Espera, ¿cuántos años tienes? —Veinticuatro. —¡Dios mío! Se echó a reír. —No es para tanto. ¿Cuántos años tienes tú? —Veinte. —Tampoco hay mucha diferencia entre nosotras, ¿eh? Evoqué una ligera sonrisa. —Tienes razón —hice una pausa—. ¿Puedo preguntarte por qué te fuiste de tu casa? Su expresión cambió por una más amarga. —Es, es complicado… En ese momento, mi mamá entró a la habitación sin previo aviso interrumpiendo nuestra charla. Apenas vio a Marianne, se paralizó por un par de segundos y después recobró el habla. —Katheleen, cariño, no me dijiste que tenías visitas —sonrió como si se esforzase por mostrar su sonrisa más falsa. —Es sólo una compañera de la universidad. —¿Podrías salir un momento? La obedecí para que no montara un escenario. —Cariño, ¿con qué clase de gente te estás relacionando? Esa chica parece una vándala. —¿Vándala? —Sí, como esas personas que hacen grafitis y destrozan la propiedad pública. Me aterra pensar que hay más personas como ella en tu universidad. Quiero decir, no estamos pagando tanto dinero para que te eduques con esa gente. —¡Mamá! —bajé la voz—. ¿Puedes calmarte? —No me hables así. Soy tu madre, no una de tus amigas. —Lo siento —dije a regañadientes. —¿Por qué estabas con ella en tu habitación? Ya sabes que no me gustan ese tipo de visitas. Además, no es muy seguro… quién sabe qué estará haciendo esa chica ahora mismo. Marianne salió del cuarto. —Ya me voy —dijo sosteniendo su maletín. —Pero si aún no hemos empezado. —Será en otra ocasión. —Quéd… —¡Qué pena! —mi mamá me interrumpió—. Estaba a punto de hacer té de romero y servir galletas. ¿Qué esperas, cariño? Acompáñala hasta la puerta. Una vez más, me crucé de brazos y obedecí sus órdenes. La llevé hasta la entrada, pero, en lugar de devolverme, me quedé allí con ella mientras se colocaba sus botas. —Lo siento por lo que sucedió adentro —dije avergonzada. —No tienes que disculparte por ella. No le agrado y está bien; no suelo agradarles a muchas personas —se encogió de hombros. —Ojalá pudiera compensártelo de alguna forma. —De hecho, ya se me había ocurrido algo. Quiero saber más de ti, Katheleen —me dio otro papel doblado—. Nos vemos. Cuando se montó al carro y arrancó, aproveché para abrirlo. Allí había un mensaje que decía: Paso por ti a las 11:30 de la noche. Posdata: no seas una niña buena de papi y mami. —¿Ya se fue? —preguntó mi mamá desde adentro. Guardé el papel y entré a la casa. —Sí —suspiré—, ya se fue. —Cariño, no quiero que vuelvas a verte con esa mujer. Y mucho menos en esta casa. No es una petición, es una orden. —Pero si no has hablado con ella. Ni siquiera sabes su nombre. —No me importa. Me bastó con sólo verla. Esa vestimenta y esos tatuajes… No es para nada el tipo de chica con quien te juntabas en la academia de ballet. —Mamá, por favor, no empieces. Ya hablamos de eso. Agarró su taza de té y se fue. No era la primera vez que me dejaba hablando sola cuando daba mi opinión en una discusión. Ya estaba acostumbrada a eso, así que agarré unas galletas de mantequilla y fui a mi habitación. Me acosté en la cama y empecé a darle vueltas en mi cabeza al mensaje que aquella chica me dejó. En mis veinte años, jamás me había escapado de casa y hacerlo no estaba entre mis planes. De hecho, nunca había hecho algo malo. Siempre había sido una niña callada, tranquila y dedicada a complacer a los demás. Mi mayor y único acto de rebeldía fue dejar la academia de ballet y tuve que escudarme en otras razones. Sin embargo, de la noche a la mañana, apareció una chica a la que no llevaba ni un día de conocer y me ofreció escaparme con ella a quién sabe dónde. Y lo peor de todo era que yo lo estaba considerando.
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