Capítulo 3

2194 Words
No sé si fueron las ganas de llevar a cabo mi primera escapada o si fue la curiosidad que sentía sobre Marianne y su historia lo que me impulso a considerarlo. Quizá fue un poco de ambas, porque era un sábado a las once de la noche y yo estaba usando un short de jean, una blusa negra con rayas blancas y unos converse negros en lugar de estar en pijamas viendo Pequeñas Mentirosas bajo las sábanas. Me estaba mirando al espejo y cuestionando mi vestimenta cuando una piedrecita golpeó la ventana. Con algo de nervios, corrí la cortina para ver hacia el exterior. Ella estaba a unos cuantos metros de mí mirándome fijamente y con una sonrisa de medio lado. Usaba su chaqueta de cuero, una camisa gris, un jean claro y las mismas botas negras de en la tarde. Yo estaba paralizada. Por mi cabeza sólo pasaba un pensamiento y ese era el de abortar la misión, pero pronto me llegó un mensaje de texto que decía: Si Mahoma no va a la montaña… —La montaña va a Mahoma —completé la frase. Para entonces, ella ya se había acercado lo suficiente. —Vaya —me miró de arriba a abajo—, pensé que dirías que no. —Que esté vestida no significa nada. Podría retractarme y quitarme la ropa en menos de diez segundos. —Dejemos eso para después —estiró su mano. No entendía a qué se refería, pero tomé su mano y dejé que me ayudara a salir por la ventana asegurándome de no pisar las plantas favoritas de mi madre. Mi corazón latía con fuerza. Una vez estuve afuera, la saludé con beso de mejilla. —Marianne, no estoy segura de que esto sea lo correcto —susurré aterrorizada mientras caminábamos hacia su automóvil. —No lo es. De otra forma, ¿se sentiría igual? Tragué saliva. —¿Y si me atrapan? —No te preocupes por eso. Yo sé lo que hago. —Puede que tu pasatiempo sea sacar a niñas buenas de sus casas, pero esta es la primera vez que yo hago algo así. Ella se echó a reír. —Vamos, Katheleen —se alejó un poco—. ¿Vienes o no? —Dime a dónde me llevarás. —Por allí —evadió la respuesta. —¿Y si alguien nos ve? —Sé de lugares donde jamás nos reconocerían. Me abrió la puerta para que entrara, le dio la vuelta al automóvil, ocupó el asiento de conductor y empezó a manejar. Condujo durante casi media hora. Con frecuencia despegaba sus ojos de la vía sólo para verme; cuando eso sucedía, yo evadía su mirada. Mantuve mis ojos en las calles y vi partes de la ciudad que nunca antes había visto. No tenía ni idea de a dónde nos estábamos dirigiendo. Antes de que ella pasara por mí, imaginé que iríamos a un lugar que estuviese activo de noche; sin embargo, por donde transitábamos todo estaba oscuro, solitario y silencioso. Empecé a preocuparme. —¿Ya llegamos? —pregunté al ver que reducía la velocidad. —Sí, aquí es. Me asomé por la ventana. El lugar donde nos habíamos detenido parecía una bodega abandonada, y daba muy mal rollo. —¿Qué es esto? —Una especie de bar —apagó el motor y salió del auto. Yo, alarmada, la seguí. —¿Bar? Esto no parece un bar. —Es porque no está abierto para todo público. ¿Entramos? —No traje mi cédula. Pensé que iríamos a comer o… Me interrumpió con una carcajada. Sin pronunciar ni sola palabra, caminó en dirección a la puerta y tocó tres veces. En cuestión de segundos, un hombre robusto con una cicatriz en la cara apareció. Mi acompañante se remangó la chaqueta y le mostró la muñeca. —¿Ella viene contigo? —Sí —le dijo calmada. Me hizo una seña y me acerqué con timidez. Marianne agarró mi brazo y lo volteó exponiendo mi muñeca. El señor, algo irritado, me colocó un sello de un triángulo con dibujo que no alcancé a identificar por la oscuridad. —Adelante. Apenas colocamos un pie dentro, el vigilante cerró la puerta con seguro. No me tomó mucho tiempo atar cabos. La ubicación, el sello, que no solicitaran mi identificación, el matón de la entrada: ese era un bar clandestino. Marianne, de lo más serena, me tomó de la mano y me guió a través de un largo y oscuro pasillo. Tenía mucho miedo, pero me esforcé en aparentar que estaba de maravilla. —¿Lista? —preguntó al topamos con otra puerta. —Dijiste que no está abierto a todo público. ¿A quiénes sí? —Prostitutas, travestis, drogadictos… toda clase de personas que suelen ser excluidas, aunque no molesten a nadie. No tienes por qué temer, no muerden —me guiñó el ojo y abrió la puerta. Un gran resplandor de luces de colores me cegó por unos segundos. Adentro había música a todo volumen y una gran barrera de personas moviéndose con frenesí al son de ella. Nos costó un poco atravesar la multitud, pero pudimos llegar a un rincón más tranquilo y calmado donde había mesas y sillas. —¿Crees poder esperar aquí? —¿A dónde vas? —pregunté angustiada. —Por un par de cervezas. ¿Cuál es tu marca favorita? —Trae de la que sea, pero no demores, ¿sí? —Vale —se fue. Observé con disimulo a mi alrededor. Cuatro mesas a la izquierda había una pareja besándose como si estuviera en un motel y cerca de ellos estaba una chica en minifalda enrollando un papel. A mi derecha, en una esquina, tres hombres estaban besándose a la vez y, más tarde, turnándose una botella de vodka. —Lograste sobrevivir, ¿uh? —colocó dos botellas de Budweiser sobre la mesa y se sentó a mi lado. Exhalé aliviada. —Por fin llegaste. —¿Asustada? —Un poco —admití—. Jamás había estado en un lugar así. Quiero decir, he ido a bares y discotecas, pero este es muy diferente. —Eso es bueno. Estás saliendo de tu zona de seguridad —agarró su cerveza—. Brindemos por ello. Le seguí la corriente y choqué mi botella con la suya. —¿Crees que las personas noten que estoy fuera de lugar? Ella le dio un gran sorbo a su bebida. —Digamos que aquí te ves bastante angelical. No va a ser fácil camuflarte, pero quizá esto podría ayudar —agarró mi cinta y la soltó liberando mi cabello—. Mucho mejor. Sonreí algo avergonzada. —Gracias —murmuré. —No estás acostumbrada a los cumplidos, ¿cierto? —¿Por qué lo dices? —Porque te sonrojas cada vez que te hago uno. Pude sentir mis mejillas ardiendo. Agarré mi botella y bebí un poco para ganar tiempo mientras el rubor se disipaba. Cuando terminé de beber, cambié de tema. —Algo quedó pendiente de esta tarde. —¿Qué? —dio otro sorbo. —Ibas a contarme por qué te fuiste de tu casa. —Katheleen, es una larga historia. —Tenemos tiempo —insistí. —Y es que no me gusta hablar sobre eso. —¿Quieres que adivine? —Puedes intentarlo si quieres, aunque no creo que lo logres. —Mhm, veamos… —hice una pausa mientras pensaba— ¿Fue por algún novio? —¿Novio? —ella se rio—. Oh, no puedes estar hablando en serio. —¿Por qué no? Me miró sorprendida. —Creí que sabrías. —¿Saber qué cosa? Una chica de tez morena, con el cabello rapado de un lado y teñido de verde del otro, se acercó a nuestra mesa. Marianne se levantó y la saludó apenas la vio. Pese a que la música estaba fuerte, desde donde estaba podía escuchar lo que hablaban. —Tengo lo de siempre. ¿Me vas a comprar? —Sí —me miró—, pero que sea la dosis más suave. —No te va a pegar en nada. Marianne se encogió de hombros. —No importa. La chica me miró. —¿Vas de niñera? —soltó una risa exagerada—. Parece que no tendrás mucha diversión. ¿Quieres que te lo compense? —le mostró la lengua en un gesto sugestivo. —No hará falta —le dio algo de dinero. A cambio, recibió una bolsa pequeña que escondió en su palma. La chica se aproximó a ella, le agarró la cara y le plantó un beso burlesco en la boca frente a mi mirada atónita. Después de presenciar eso, no hacía falta tener más de dos dedos de frente para saber qué era lo que ella pensaba que yo sabría. —Si cambias de opinión, ya sabes dónde encontrarme. Marianne se despidió y volvió a tomar asiento. Hubo un largo e incómodo silencio entre las dos. Intenté mirarla, pero acabé desviando mi vista a la etiqueta de la cerveza que estaba sosteniendo. —A Tami le encanta molestar —se apresuró a decir como si me debiera una explicación por aquel beso. —¿Qué son las pastillas? —Éxtasis —me dio la bolsa para que las viera. Eran redondas, pequeñas y de diferentes colores. —¿Es decir? —La llaman la droga del amor. Te da un estado de euforia, agudiza tus sentidos y te hace sentir plena. Es como si lo malo no existiera. Esa pequeña pastillita sí que hace maravillas. —Así que te drogas. —A veces. —Y también fumas. —En ocasiones especiales. —Marianne. —Kathe, no quiero un sermón. Las compré para mí. No voy a obligarte a hacer algo que… Un impulso precipitado que nunca antes había experimentado me llevó a tomar la maldita pastilla roja, ponerla en mi boca y tragarla. Tras verme hacerlo, ella se quedó atónita. —No me pasará nada malo, ¿cierto? —No, aunque deberías dejar esto —señaló la cerveza y procedió a calmarme—. Es mejor no mezclarla con alcohol, pero no está mal si te tomas una cerveza o dos. —Pues termina tú la mía porque yo no pienso beber ni una gota. Sacó su lengua, colocó la pastilla que quedaba sobre ella, agarró mi cerveza y se bebió todo el contenido. —¿Cuándo empezará a hacer efecto? —En treinta o cuarenta minutos. —Dios mío —me llevé las manos a la cara. —Vas a estar bien. Sólo tienes que relajarte. ¿Cómo es que de un momento a otro había pasado de realizar mi primera escapada a drogarme por primera vez? No tener control sobre lo que estaba sucediendo me estaba poniendo nerviosa. En media hora estaría fuera de mis cabales, con una chica a la que acababa de conocer y en un lugar del que ni siquiera sabía dónde quedaba. Mi lado racional me pedía a gritos que fuera al baño e intentara vomitar la pastilla antes de que mi estómago la disolviera. Sin lugar a dudas eso habría sido lo más lógico, pero tiempo después descubriría por qué no le hacía caso a mi conciencia. Del otro lado de la balanza, haciendo peso silencioso, se encontraba mi hambriento lado irracional con antojos de experimentar algo de insensatez y locura. —¿Te gustan las mujeres? —me atreví a preguntarle. Además, así evadía pensar en lo que había hecho. —Me encantan —ella sonrió. —¿Por qué lo dices? —El cuerpo femenino es la mayor obra de arte de la mismísima naturaleza. Los senos, la v****a, la cintura, las piernas, la espalda, el trasero; todo es puramente erótico. Volví a sentir el calor en mis mejillas. —Vaya… nunca había escuchado a nadie hablar de esa forma, ni siquiera a un hombre. —Los hombres no saben apreciar la belleza. Ellos creen que el sexo es sólo penetración. Entrar, salir y venirse. Mientras tanto, las mujeres no reclaman su placer porque no saben que pueden hacerlo. Muchas desconocen lo maravilloso que es el orgasmo. —Ya veo —no sabía qué decir. Se sentía raro estar hablando con tanta soltura sobre el sexo. —Lo siento si te hice sentir incómoda. —No te preocupes. Yo… sólo he tenido un novio a los quince y nunca llegamos a tener relaciones. —¿Eres virgen? —arqueó las cejas, pero luego sacudió la cabeza—. Olvídalo, no sé por qué me sorprende. —¡Oye! —le di un codazo. Empezó a reírse. A pesar de que broma era a costa mía, su risa era tan contagiosa que yo me le uní. Estuvimos así por varios minutos. Cuando nos calmamos, seguimos hablando. —Cuéntame sobre tu exnovio. —Bueno, nos conocimos en la academia —apenas terminé la frase, soltó otra carcajada—. No te rías —le di un golpecito—. Él era guapo, tenía un buen cuerpo y bailaba como no tienes idea. —¿Y qué pasó con Sr. Perfecto? —Una chica estirada me quitó el papel protagónico en una presentación importante de fin de año. Él era el único hombre, así que debía bailar con ella. Practicaron juntos, empezó a evitarme y creo que el reto de la historia es bastante obvio. —Qué idiota. Me encogí de hombros. —A decir verdad, no me importó. —Por lo menos —se inclinó más hacia mí. —¿Qué hay sobre ti? ¿Alguna vez has tenido novio? —No, creo que siempre supe que eso no era lo mío. —¿Y novia? Guardó silencio. —Pues… sí. —¿Por eso te fuiste de casa? —Algo así. Decidí no volver a preguntarle al respecto porque, cada vez que lo hacía, su actitud cambiaba. La chica interesante, espontánea y segura pasaba a mostrar una actitud más amarga y reflexiva. No me gustaba verla de esa forma, así que cambié de tema. Con el pasar del tiempo, hablamos sobre todo tipo de cosas. Le estaba contando cómo conocí a Dafne cuando de repente sentí cómo empezaba. —¡Marianne! —¿Sí? —Estoy empezando a sentir… No tuve que continuar la frase porque ella sintió lo mismo. Al principio fue como… fue como cuando hay un profundo silencio ensordecedor y se va subiendo el volumen de una canción lentamente hasta llegar al máximo, pero en cuestión de segundos. La miré. Ella estaba con los ojos cerrados, tenía la cabeza en alto y sonreía de oreja a oreja. Observé a ambos lados. La pareja que había visto antes estaba bailando como si estuviesen solos en el mundo; al mismo tiempo, la chica de la minifalda se movía de manera provocativa a pesar de no tener un acompañante. De los tres chicos, dos estaban besándose y tocándose mientras que el otro tenía sus ojos puestos en el horizonte y se reía. No tardé en entender que nosotras no éramos las únicas que estaban drogadas. —Joder, amo esta sensación —dijo abriendo sus ojos—. ¿Qué estamos haciendo sentadas? ¡Bailemos! —me extendió su mano y yo, sin dudarlo, la agarré.
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