Capítulo 4

2178 Words
Marianne me llevó al centro de la pista de baile y yo no puse resistencia, sólo me reía sin parar. Estaba sonando una electrónica que hizo que la gente enloqueciera. Todos empezaron a saltar de un lado a otro; bajo las luces intermitentes, el movimiento se veía robótico. De repente, la DJ mezcló la pista con un reguetón viejo provocando un aullido del público. Las luces bajaron de intensidad dejando nuestros rostros apenas iluminados por un foco azul oscuro que alternaba entre uno verde y uno blanco. Cuando menos lo esperaba, ella me tomó del brazo y me pegó a su cuerpo. Acomodó sus manos en mi cintura. Bailamos lento, muy de cerca a la otra. Entre ambas hubo una intensa y prolongada sesión de miradas. Ella me miraba como si pudiese devorarme sólo con sus profundos ojos negros, y lo lograba, espiritualmente lo lograba.  Yo sentía un hormigueo esparciéndose por todo mi organismo, invadiéndome de pies a cabeza, como… como miles de palomas liberadas del cautiverio; no saben qué demonios hacer ni a dónde ir y, aun así, vuelvan sin rumbo saboreando la efímera libertad. Era una experiencia única. Y la música… puedo jurar que la música penetraba los poros de mi piel y que mi corazón bombeaba sangre a su ritmo. No recuerdo cómo sucedió, pero me dejé llevar e hice algo que estando en mis cinco sentidos nunca habría hecho: bailé de forma descontrolada como si no hubiera un mañana. No pensaba en si mis movimientos eran demasiado arriesgados o si lucía bien ejecutándolos. Simplemente me moví cómo se me antojaba y disfruté de cada una de las canciones que la DJ colocaba. Cada cierto tiempo, mi acompañante me obligaba a parar y tomar agua para evitar que me diera un golpe de calor. Ella antes me había explicado que era algo de lo que nos debíamos cuidar, pero incluso a sabiendas de eso, era difícil controlarme. Allí estaba yo, empapada en sudor y despeinada, pero eso no importaba. Todo era un cóctel de estados de felicidad y plenitud que no sabía que existían. Las personas que bailaban junto a mí se veían tan libres y sueltas; pero, entre todos ellos, quien se robaba mi atención era la chica del cabello corto. —Tiempo de tomar agua —susurró en mi oído. Me tomó de la mano y me llevó a la barra de tragos. Hizo que me sentara en un banquillo y vigiló que acabara el contenido de la botella. Después de eso, le pedí que fuéramos al baño. Nos encontramos con que la puerta estaba cerrada con seguro. Tocamos un par de veces, pero no funcionó, así que nos dispusimos a esperar. Minutos más tarde, cuando mi vejiga ya estaba a punto de explotar, la puerta se abrió y salieron dos chicas. —Todo suyo —una chica de cabello rosa le lanzó una mirada cómplice a Marianne. Su pareja, otra chica más bajita y de maquillaje colorido, nos sonrió con picardía. Me quedé observando cómo se alejaban tomadas de la mano. Para cuando regresé la mirada al frente, descubrí que Marianne ya había entrado al baño. Desde afuera, toqué con fuerza y le rogué que me abriera la puerta. —¿No puedes esperar un poco? —preguntó desde adentro. —¡No! —exclamé—. ¡Por favor, ábreme! Acabó por dejarme entrar. De inmediato me dirigí al retrete y, sin reparar en su presencia, me bajé el short y oriné. Marianne estaba concentrada lavándose las manos. Al terminar, me levanté y le di la espalda para subirme el pantalón. Sentí cómo sus manos me rodeaban por detrás y me detuve antes de abrochar el botón.  Hizo que me diera la vuelta y quedamos frente a frente. Sus ojos contenían la máxima expresión de lujuria que alguna vez he visto. Entonces alzó mi mentón con suavidad, colocó su mano detrás de mi cuello y me besó. Sólo puedo decir que lo que sentí en ese momento superó, por mucho, lo que había sentido en la pista de baile. —Marianne… —Shhh —colocó su dedo índice entre mis labios y los acarició para después lanzarse a ellos una vez más. Minutos más tarde, me encontraba sentada sobre el lavabo con mis piernas abiertas y la chica que apenas había conocido entre ellas. Nos besábamos con tanta pasión y tantas ganas, como si el mundo entero dependiera de ello. Solía pensar que los besos con lengua eran desagradables, pero esa noche mi lengua jugaba con la suya y yo no lo aborrecía; por el contrario, me encantaba. En la mitad del beso, se alejó dejándome entre desconcertada y con ansias de más. Me miró durante un par de segundos, posó sus manos sobre mi rostro y lo mantuvo fijo. Sin advertirme, se dirigió a mi cuello y me besó debajo de la oreja de una forma tan intensa que hizo que me estremeciera. Enseguida, sus traviesas manos ganaron terreno sobre mi cuerpo. Recorrió cada parte a su alcance por encima de mi ropa; era tan hábil en lo que hacía que me tenía justo donde quería. —¡Joder! —tocaron con desespero—. ¡Abran la puerta! —Búsquense un motel —refunfuñó otra voz. Las dos nos separamos. —Debemos salir —dije luchando contra mí misma. Ella asintió algo desanimada. —Pero aún no hemos acabado —se acomodó la chaqueta. Me peiné a ciegas con mis dedos y arreglé mi ropa. Al salir, nos encontramos con una pequeña fila de siete personas. Algunos nos miraron con enojo y otros con la misma actitud cómplice de las dos chicas anteriores. Bajé la cara para no cruzar miradas. —¡Eh, guapas! —exclamó un hombre intentando llamar nuestra atención—. ¿Necesitan compañía? —le ofreció la mano a Marianne, pero ella pasó de él con desdén. Volvimos a sentarnos donde estábamos en un principio. Puse mi cabeza sobre su hombro y me percaté de que las personas que antes estaban allí ya se habían ido. Estábamos completamente solas. De la nada, me entró un ataque de risa. —No sé qué estoy haciendo —confesé. —Disfrutando. De eso se trata. —Ni en mis sueños más alocados me habría imaginado en un lugar como este, contigo y haciendo esto —bajé mi mirada a su boca y la examiné: se veía tan provocadora que no pude resistir. Esa vez yo me lancé a sus labios. —Vaya —dijo tras separarse—, me has sorprendido bastante. —Oh, créeme, yo también me he sorprendido —a lo lejos vi a un chico utilizando su celular. Eso bastó para que la noción de realidad volviera a mí en cierta medida—. ¿Qué hora es? Marianne miró su celular. —4:27 a.m. —¿Qué? —pregunté sorprendida. Tuve que revisar por mí misma para creerlo. Mi percepción del tiempo se había alterado tanto que pensaba que, por muy tarde, iban a ser las dos. Sin embargo, afuera de esa discoteca, en el mundo real, faltaba poco para que se hicieran las cinco de la mañana. En cuestión de nada amanecería y yo me encontraba lejos de casa. —¡Dios santo! —exclamé asustada. —¿Qué? —¡Tenemos que irnos ya! —Tranquila —me tomó de la mano. —¿En qué estaba pensando? —me llevé la mano a la frente—. ¿Por qué no me dijiste nada? Ay no… ¡me van a atrapar! —Katheleen, cálmate —me agarró de los hombros—. Si te pones paranoica, puedes arruinar el viaje y esta se convertiría en la peor experiencia de tu vida. No estoy bromeando. Te puede dar un ataque de pánico si no te tranquilizas. —¡Estupendo! —crucé mis brazos—. Ahora resulta que además de todo, ¡puedo perder lo que queda lo que me queda de cordura en cualquier momento! —Eso no va a pasar. —Necesito cortar la acción de esa pastilla rápido. Tiene que haber algo que pueda hacer. ¡Vamos, piensa! Tú debes conocer algún truco. —No soy una especie de maga. —Como sea. —Vamos por algo de comer —se levantó—, eso ayuda. Me puse de pie y la seguí. Atravesamos la multitud, buscamos la puerta y caminamos por aquel largo pasillo. Al final estaba el tipo de la cicatriz. Sin pronunciar una sola palabra, revisó el sello en nuestras muñecas antes de permitirnos salir. Una vez afuera, ubicamos su auto, nos subimos a él y abrochamos nuestros cinturones. —Espera un momento —la detuve antes de que encendiera el motor—. ¿Vas a manejar así? —Lo he hecho antes. —¿No es peligroso? —Estoy bien —me aseguró—. La dosis que consumimos era leve para mí. Además, estamos cerca del lugar. —Podríamos pedir un taxi. —Si lo que quieres es llegar a casa pronto y que nadie se entere, soy tu única esperanza. ¿Lo tomas o lo dejas? No me quedó más opción que aceptar. Ella estaba manejando más concentrada de lo usual, pero no podía quejarme porque lo hizo bien. Aunque no había tráfico, respetó cada una de las señalizaciones e hizo que llegáramos sanas y salvas a nuestro destino: un restaurante de comidas rápidas que estaba abierto las veinticuatro horas. Allí pedimos dos hamburguesas con doble queso, salsa barbacoa, tocino, papas a la francesa y dos malteadas de chocolate. Como había pocos clientes, nuestra orden no demoró en llegar a la mesa. —¿Segura de que es una buena combinación? Siento que podría vomitar en cualquier momento. —Hay un baño al final del pasillo —le dio una mordida a su hamburguesa de lo más tranquila. —Estoy hablando en serio. —Relájate, vas a estar bien. La leche ayuda a corta el efecto. La hamburguesa y las papas, bueno, sólo son ricas. Miré mi plato: lucía delicioso. —Tendré que comprobarlo —agarré la hamburguesa, que casi no cabía entre mis manos, y le di un mordisco. Ella tenía razón; estaba jodidamente estupenda. —¿Y bien? —Nada mal —coloqué cara de engreída. —Pff, acabas de tener un orgasmo y no quieres reconocerlo. Me reí como una niña pequeña al escuchar eso. Las pocas personas que estaban allí voltearon a vernos. —¿Crees que se nos note? —pregunté en voz baja. —A ti sí. —¿Qué? —me exalté—. ¿Por qué? —Son tus ojos. —¿Mis ojos? Asintió tras beber un sorbo de la malteada. —Se nota a leguas que tus pupilas están dilatadas. Desventajas de tener los ojos claros. —¡Mierda! —bajé la mirada. —¿La niña buena de papi y mami ha dicho una mala palabra o estoy teniendo alucinaciones? —La niña buena de papi y mami es humana. —De eso me di cuenta hace un rato —me miró con picardía y se acercó para besarme, pero yo se lo impedí volteando mi cara en la dirección opuesta. —Aquí no —susurré. Ella se alejó. —Como quieras. Guardamos silencio y nos enfocamos en nuestros platos. Intenté comer tranquila, pero no podía evitar sentir la mirada de unas cuantas personas sobre nosotras. —¿Tienes gafas de sol? Se llevó una papa a la boca. —Usar gafas de sol en la madrugada, ¿por qué no? No levantará sospechas ya que es muy común —dijo con sarcasmo. Resoplé con fuerza. —Tienes razón. Sonrió a medio lado y devolvió su atención a lo que quedaba de su hamburguesa y su malteada. A medida que los minutos pasaban, me hacía más consciente de todo lo que había hecho en las últimas horas. Sentía tanta vergüenza que ni siquiera podía sostenerle la mirada a mi compañera. Asimismo, sentía la necesidad de evitar cualquier tipo de contacto físico de su parte. —Ya debemos irnos —dije sin despegar los ojos de la mesa. —Aún no has acabado. —Por favor, sólo llévame a casa. —Está bien —respondió con desgana. Pagamos la cuenta y salimos del restaurante. Sentí que el camino de regreso a casa fue más corto que el de la ida, pero no porque estuviéramos más cerca o porque Marianne condujera más rápido. Cuando se desea que el tiempo pase más lento, sucede lo opuesto. Una parte de mí no quería regresar a casa porque sabía que en el momento en que me bajara del carro y cruzara la ventana, la droga ya no sería una excusa para mi comportamiento; tendría que enfrentar la realidad y manejar las consecuencias. —Ya estamos aquí. Me desabroché el cinturón. —Gracias por traerme. —Puede que tengas problemas para dormir. Tengo unas gotas de valeriana por si quieres. —No hará falta —la miré a los ojos. Una última probada, eso era todo lo que quería. Una última probada de sus labios antes de que mi mundo entero enloqueciera. Por primera vez, cedí ante mis deseos y le di un beso. Ella, con un sólo movimiento, rodó su silla hacia atrás. Sin separarme de ella, me senté sobre su regazo. Hubiéramos seguido así un buen rato, pero a medida que el efecto del éxtasis disminuía, mi sentimiento de culpa se desbordaba. Terminé el beso sin decirle nada y me bajé del carro. Me percaté de que ella también tenía la intención de bajarse, quizá para ayudarme a entrar, pero decidí ignorarlo. Caminé rápido sin mirar atrás y crucé la ventana sin mayor cuidado. Desde adentro, la observé por última vez y cerré las cortinas. Me desvestí, doblé la ropa como si estuviese limpia y la volví a meter en el armario. Me puse un pijama y, aunque mi cabello estaba hecho un desastre, me hice una cola de caballo. Entonces me lancé a la cama y evité pensar en lo que había sucedido. ¿Por qué se sentía tan bien besarla? ¿En qué me convertía eso? ¿Estaba bien o estaba mal? ¿Lo que sentí era un efecto más del éxtasis? ¿Por qué había tomado esa pastilla? O, en primer lugar, ¿por qué demonios había aceptado escaparme con ella? Toda esa cascada de preguntas podía esperar hasta el día siguiente. En ese momento no era una buena idea iniciar un dilema moral en mi mente, así que cerré mis ojos y me preparé para dormir.
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