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La Que Se Llevó Mi Corazón.

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Blurb

Se criaron juntas en un barrio olvidado de México, compartiendo risas, secretos… y un amor que floreció en medio de la pobreza y el miedo. Su amistad se volvió deseo. Fueron el primer beso, la primera vez, el primer todo.

Pero un día, sin aviso, una de ellas desapareció.

La familia de Valeria huyó rumbo a Estados Unidos, y con ella, se fue el corazón de Alejandra. Los rumores decían que murieron cruzando la frontera. Ale quedó destrozada, sumida en la tristeza más profunda. Años de silencio, de vacío, de duelo sin tumba.

Hasta que, aferrada al recuerdo de ese amor perdido, Alejandra reconstruyó su vida. Consiguió una beca de medicina que la llevó hasta Londres. Una ciudad nueva, un futuro prometedor… y un pasado que nunca soltó.

Hasta que el destino —caprichoso, cruel o milagroso— las vuelve a cruzar.

En uno de los hospitales más prestigiosos Londres, se reencuentran. Ojos con historia, heridas que nunca cerraron. Pero ya no son las mismas niñas del barrio. La vida las cambió. El amor… ¿también?

Una historia sobre amores imposibles, fronteras que separan cuerpos pero no almas, y segundas oportunidades que llegan cuando menos las esperas.

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Capítulo1.-Aquellos días de Sol y Polvo.
El sol caía sobre los techos de lámina como una maldición. En las calles polvorientas del barrio San Lorenzo, al norte de la ciudad de Puebla, el calor no daba tregua ni siquiera a las carcajadas de las niñas que corrían descalzas entre charcos resecos, restos de una lluvia pasajera. En medio de ese caos de voces, tierra, reggaetón mal sonando desde una ventana y olor a tortillas quemadas, vivían Alejandra y Valeria. Tenían nueve años cuando comenzaron a caminar juntas a la escuela, compartiendo un cuaderno viejo con dibujos y letras torcidas que intentaban ser poesía. Nadie se los enseñó, simplemente nacía de ellas. Las dos sabían que no tenían nada, y a la vez, lo tenían todo: se tenían la una a la otra. Valeria era la chispa, la que reía más alto y saltaba más lejos. Tenía la piel clara como leche, el cabello largo, rubio y ondulado, que siempre llevaba suelto y despeinado por el viento del barrio. Pero lo que más llamaba la atención eran sus ojos: grandes, de un verde intenso, casi fosforescentes cuando el sol los tocaba. Todos en el vecindario hablaban de su belleza, la llamaban “la güerita de ojos de gato”, y no era raro que los chicos mayores se le quedaran mirando cuando pasaban. Pero Valeria no era una muñeca. Tenía fuego en el pecho y una tristeza vieja en la mirada cuando nadie la veía. Su madre vendía empanadas en la esquina con un delantal manchado de grasa y su padre arreglaba coches, pero a veces desaparecía por días y volvía oliendo a licor y cigarro. Valeria creció entre gritos, golpes de puertas, y promesas rotas. Alejandra, en cambio, era todo calma. Tenía la piel blanca, un blanco que parecía casi transparente cuando se enrojecía por el sol, el cabello n***o como tinta china, lacio y siempre atado en dos trenzas perfectas, que su abuela le hacía cada mañana. Pero lo más hipnotizante eran sus ojos: color ámbar, profundos, casi dorados, como si guardaran secretos de otras vidas. No era la más bonita del barrio, pero tenía una elegancia natural, una dulzura callada que te hacía voltear a mirarla dos veces. Alejandra vivía con su madre y su abuela. Su mamá era enfermera nocturna y la abuela la cuidaba, aunque su forma de amar era a través de oraciones, rezos estrictos y una lista infinita de lo que estaba bien y lo que no. Ale aprendió a no hacer ruido, a no molestar, a leer escondida bajo las sábanas y a mirar el mundo sin que el mundo la notara. Pero Valeria sí la notaba. Desde siempre. Las tardes eran para ellas. Subían al techo de la casa de Alejandra con bolsas de Sabritas robadas del tianguis, una Coca-Cola tibia, y sueños desmesurados. Veían los aviones cruzar el cielo y se juraban que un día una de ellas estaría arriba de uno, rumbo a una vida distinta. —¿Tú a dónde te irías si pudieras? —preguntaba Valeria, echada sobre la losa caliente del techo, con las manos detrás de la cabeza. —A Londres —respondía Alejandra sin pensarlo. —¿Qué hay allá? —No sé… lluvia, puentes, médicos que hablan bonito. —¿Y yo? ¿Tú crees que yo podría irme contigo? —Claro. Yo no me voy sin ti. Entonces se tomaban de la mano, se reían, y guardaban el secreto en el corazón. A los quince años, las cosas ya no eran como antes. La calle seguía siendo la misma: el mismo polvo, los mismos perros flacos, el mismo olor a tortillas de maíz quemadas en alguna cocina. Pero ellas habían cambiado. Valeria era una tormenta. Se teñía mechones del cabello rubio con papel crepé, usaba aretes grandes de plástico que le colgaban como luces navideñas, y andaba con un grupo de chicas mayores que ya hablaban de hombres, de salidas, de escaparse a escondidas con alguien en una moto prestada. A veces la veían fumando en la cancha de fútbol, riendo como si la vida no pudiera tocarla. Alejandra, en cambio, parecía más adulta. Le gustaba estudiar, llevaba sus cuadernos impecables, y cuidaba de su madre enfermera cuando volvía rendida de los turnos nocturnos. A pesar de su carácter tranquilo, tenía una fuerza discreta, esa que no necesita gritar para hacerse sentir. Y aunque muchas veces se alejaban durante el día, cuando caía la tarde, Valeria siempre regresaba a ella. Siempre. —¿Otra vez te peleaste con ese idiota del Oxxo? —le reclamó Alejandra una tarde, cuando Valeria apareció con la blusa rota y el labio partido. —Me quiso tocar, Ale. Le lancé la botella de vidrio en la cara. No me va a volver a ver ni el alma. —Podrías habértelo evitado… —dijo Alejandra, con los ojos ambarinos llenos de rabia y preocupación. —¿Y qué? ¿Me quedo callada? ¿Me dejo? —No. Pero tampoco puedes vivir como si el mundo fuera una guerra diaria. Valeria se sentó en el bordillo de la banqueta, se limpió la sangre del labio con el dorso de la mano y sonrió, esa sonrisa rota y hermosa que solo le mostraba a Alejandra. —Por eso te necesito. Para que me digas cuándo parar. Aunque nunca te haga caso. Alejandra se agachó junto a ella y le sostuvo el rostro entre las manos. La miró largo, con ternura. —No quiero perderte, Val. —Entonces no me sueltes —susurró ella. Esa noche no hubo besos, ni promesas, ni palabras románticas. Solo la certeza de algo más profundo: una dependencia, una lealtad feroz, como si se hubieran elegido mucho antes de nacer. Eran fuego y calma. Caos y orden. Una guerrera rubia con ojos de tormenta, y una curandera de mirada dorada. Y aunque aún no lo sabían con claridad, lo suyo ya no era solo una amistad. Era amor, con todas sus luces y sus sombras. El sol apenas se asomaba por el horizonte cuando Valeria se despertó sobresaltada. Por un segundo no supo dónde estaba, hasta que sintió el olor a café colado y tortillas recién hechas. Estaba en la cama de Alejandra, con una sábana delgada cubriéndolas hasta la cintura. Ale dormía aún, con una mano bajo la almohada y el cabello n***o esparcido como tinta sobre la sábana. Valeria sonrió. —Ya levántate, floja —murmuró, empujándola suavemente con la rodilla. Alejandra gruñó algo ininteligible, luego se giró y la miró entrecerrando los ojos. —¿Qué hora es? —Hora de que me hagas compañía en esta miseria de mundo —respondió Valeria con una media sonrisa. Se levantaron. Alejandra se puso su uniforme planchado, el que su abuela había dejado colgado en la puerta. Valeria usó uno prestado de Ale, más ajustado de lo que debería, pero ella lo llevaba como si fuera de pasarela. Bajaron juntas a la cocina. La abuela de Alejandra ya estaba allí, con la mesa puesta: pan tostado, queso fresco, huevos revueltos con jitomate, y dos tortas de jamón envueltas en servilletas para llevar. —Ya era hora, muchachitas —dijo la anciana sin mirarlas directamente—. Coman y no se vayan sin sus tortas. Dios las bendiga y las libre de malas compañías. Valeria soltó una risita. —Demasiado tarde para eso, abue. La mujer no respondió, pero una ceja levantada fue suficiente advertencia. Después de desayunar, tomaron sus mochilas y salieron caminando rumbo a la secundaria, cruzando las calles con cuidado entre los baches y los perros callejeros. —¿Tú crees que algún día podamos vivir en una ciudad sin cables colgando y sin miedo de pisar una jeringa? —preguntó Alejandra. —¿Con cielo limpio, avenidas grandes y tacos que no te den salmonela? Sí. Algún día. —Cuando tú no lances piedras, tal vez. Valeria soltó una carcajada y le dio un empujón juguetón. —¡Uy! Mira quién habla. La niña perfecta que nunca rompe un plato. Pero bien que me sigues el ritmo. Alejandra iba a responder, pero entonces los vieron. Dos chicos venían hacia ellas por la acera contraria. Uno de ellos era Marco, el ex novio de Valeria, un tipo bajo, musculoso, con la camiseta sin mangas llena de manchas y la cara roja del alcohol. A su lado iba un amigo flacucho, con ojos vidriosos y una botella medio vacía de tequila en la mano. —¡Mira nada más quiénes vienen! —gritó Marco, tropezando con su propio pie—. Mi ex la lesbiana y su amante la nerd. —Sigue caminando, Ale —dijo Valeria en voz baja, con la mandíbula tensa. —¿Y tú qué, güerita? ¿Ya no te gustan los hombres o qué? —agregó el otro, cruzando hacia ellas. Alejandra sintió que el corazón se le subía a la garganta cuando el flacucho intentó acercarse demasiado. Su mano, sucia y temblorosa, se estiró hacia su brazo. —No me toques —dijo firme. Pero el tipo no se detuvo. Y entonces, sin pensarlo, Valeria saltó entre ellos. —¡Te dijo que no la tocaras, cabrón! —le gritó, y le dio un puñetazo en la nariz que hizo que el chico cayera de espaldas contra un bote de basura. Marco, enfurecido, intentó lanzarse sobre ella, pero Valeria esquivó el golpe con la agilidad de quien ha peleado toda su vida. Agachó el cuerpo, tomó una piedra del suelo con una rapidez felina, y la lanzó directo a su frente. El golpe fue seco. Marco cayó hacia atrás con un gemido, la cara llena de sangre, los ojos en blanco. —¡Corre! —gritó Valeria, tomando la mano de Alejandra. Y corrieron. Atravesaron callejones, brincaron charcos, esquivaron coches, y no pararon hasta llegar a la puerta trasera de la escuela. Se recargaron en la reja, sin aliento, sudando, con los corazones latiendo al ritmo de la locura. Y entonces, como si todo fuera una escena de película absurda, se echaron a reír a carcajadas. —¡Valeria! ¡Le partiste la frente! ¡Lo mataste! —¡No lo creo! Ese idiota tiene el cráneo más duro del barrio. Lo mata primero el agua ardiente que yo. Alejandra no podía dejar de reír. Tenía las mejillas rojas y los ojos llorosos. —¿Cómo es que siempre acabamos huyendo de algo contigo? —Porque tú eres la sensata y yo el caos, ¿recuerdas? Y juntas, todavía con los pulmones ardiendo, entraron al colegio como si nada hubiera pasado, como si no llevaran la revolución tatuada en la piel.

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