Pedí el mismo taxi de siempre, ese Toyota viejo que conocía más mis lágrimas que mi propia almohada. El chofer, como siempre, sin hablar mucho, solo con su música de bachata de fondo que me sacaba de quicio. —Al club, por favor —le dije seca, mientras miraba por la ventana como si la noche quisiera tragarme entera. Llegué al Éxtasis Nocturno y directo me fui a la oficina de Ismael. Ahí estaba él, el mismo maldito maricon de siempre, solo que esta vez no con el moreno de la otra noche, sino con un gringo americano. Sí, así como lo oyes: el dueño del club convertido en prostituto en su propio negocio. Lo miré y me reí sola, porque la imagen era tan absurda que parecía chiste. —¿Y a ti qué te causa tanta gracia? —me dijo, frunciendo el ceño. —Nada, un chiste que me contó Mali —respondí,

