PRELUDIO
¿Te imaginas despertar de un coma después de dos años, solo para darte cuenta de que estás casada con un completo desconocido y que, además, ese desconocido es el mismo hombre que un catastrófico día destruyó todo tu prometedor futuro?
🩰 ~AILÉN MITCHELL~ 🩰
Oscuro. Todo es una completa oscuridad y silencio. De repente, un molesto pitido comienza a resonar en mis oídos. Luego, otra vez me embarga una gran nada durante bastante tiempo. Otra vez el pitido. Luz. Se me nubla la vista y se me abren los pesados párpados.
Jadeo para respirar mientras el entumecimiento del sueño se desvanece de mis miembros. Pero no sale aire, y me atraganto con mi lengua seca. Una luz blanca y cegadora me golpea desde todos los ángulos, invadiendo mi visión con una luminosidad antinatural. No tengo un espejo, pero sé que mis ojos de párpados pesados están hundidos.
Otra vez ese pitido resonando en mis oídos y en mi cabeza, y siento que esta me va a estallar por el insoportable martilleo.
Oigo mi propio quejido retumbando en mi cabeza. Parpadeo rápidamente, recuperando la visión.
Me quedo mirando el entorno que no me resulta familiar. Las brillantes paredes blancas son poco acogedoras. Me froto los ojos con el dorso de las manos y me estremezco al darme cuenta de que he tirado demasiado fuerte. Mi mirada se dirige a las vías intravenosas de mis brazos.
En el hospital. Estoy en un hospital.
Mi cuello y mis brazos se mueven, doliendo como si no se hubieran movido en años. Un gemido sale de mi garganta seca y me froto la frente palpitante.
La luz artificial sobre mi cabeza no ayuda en absoluto. Una tela rasposa me roza la piel y miro la bata de hospital blanca y azul que llevo. Frunciendo el ceño, aprieto los puños hacia dentro y hacia fuera, intentando devolver la sensación de usarlos.
Unos pasos crujen cerca y me detengo.
Mis ojos, aún somnolientos, se alzan para ver de quién se trata y apenas escucho una voz, diciendo algo que no entiendo, antes de que mi visión se vuelva negra otra vez.
Creo que me he desmayado.
—La señora Drayton ha despertado. —Esas palabras quedan resonando en mis oídos.
«¿La señora Drayton? ¿Quién es la señora Drayton?»
Todavía perdida en mis pensamientos, caigo en un sueño sin sueños.
[...]
Cuando me vuelvo a despertar, no tengo ni idea de cuánto tiempo ha pasado. Levanto mis ojos cansados y cuatro personas me saludan.
Entre los cuatro se encuentra un médico.
La etiqueta que cuelga de su pecho dice Doctor Faberman.
El doctor Faberman es un hombre de mediana edad, de piel morena y bronceada. Es alto y tiene los hombros anchos. Una bata de laboratorio blanca le enmarca los hombros y lleva un traje azul debajo. También lleva un estetoscopio colgado del cuello. Después de estudiarme por un momento, sonríe suavemente.
Su sonrisa es tranquilizadora, reconfortante, y calma mi corazón enloquecido. El mismo corazón que está jugando con mi cuerpo como un yoyo.
No puedo ver las caras detrás del médico, pero puedo ver la silueta de una mujer. Tres mujeres en realidad.
Abro la boca para volver a hablar, pero no logro hacerlo.
Pasan varios segundos, que me parecen una eternidad. Finalmente, encuentro las palabras.
—¿Por qué estoy aquí? —No reconozco mi propia voz. Se escucha rasposa y demasiado tensa, y mi garganta arde, como si por ella pasaran pequeños objetos filosos. Mi lengua es gruesa y pesada en mi boca. Me pesa, y las palabras son extrañas y ajenas a mi lengua, como si no hubiera hablado en mucho tiempo.
Todavía aturdida y entumecida por el sueño, miro las vías intravenosas en mi piel, recordando que todavía estoy en el hospital. Mi mente está aletargada y confusa.
—Soy el doctor Faberman. Tu médico. Estás en el Hospital General de Nueva York y estás a salvo. —Me da otra de sus suaves sonrisas—. ¿Puedes decirme tu nombre?
Ha ignorado por completo mi pregunta. «¿Por qué me ha preguntado eso?». Me quedo mirando sin comprender.
—Necesito saber cuánto recuerdas —dice.
«Oh». Parpadeo un par de veces, tratando de recordar una respuesta.
—Ailén... —respondo después de un momento—. Mi nombre es Ailén Mitchell.
El médico asiente, complacido.
—¿Cuántos años tienes?
Me está poniendo a prueba.
—Diecinueve —respondo.
Solo asiente, pero esta vez pierde la sonrisa.
—¿Sabes en qué año estamos?
Mi frente se arruga.
—2022.
—¿Cuál es el último recuerdo que tienes?
Cierro los ojos con fuerza, intentando recordar, pero me quedo en blanco.
—Tengo la mente nublada —admito, abriendo los ojos.
El médico guarda silencio mientras me estudia, como si fuera un experimento científico. Pasan unos instantes y permanece mudo. Un destello de fastidio me recorre cuando me doy cuenta de que se está demorando. Lo miro, con odio en los ojos. Ya no parece tan amable como al principio.
—¿Qué está pasando? —pregunto, un tanto desesperada—. No puede ocultarme cosas. Tengo todo el derecho del mundo de saber si algo malo está ocurriendo. ¿Qué demonios está pasando? —Mi voz se hace más pesada y ronca, y también me empiezo a sentir mareada.
El doctor frunce el ceño y con semblante afligido, me observa y abre la boca para finalmente hablar:
—Ailén, tuviste un accidente. ¿Lo recuerdas?
Mi mente empieza a trabajar tan rápidamente que se intensifica el dolor en mi cabeza y la sensación de mareo. Pero allí están. Pequeños fragmentos de recuerdos.
Al fin obtuve el protagónico en la compañía. Fuimos a celebrar con las chicas. Salí de allí para regresar a casa. Y a los minutos... Algo pasó. Algo golpeó mi coche y no recuerdo más nada que escuchar ruidos.
—Sí. Lo recuerdo —respondo.
El doctor asiente.
—A raíz de eso, estuviste en coma durante un largo tiempo —explica.
Trago y siento cómo mis ojos se abren, con terror, a la vez que un abatimiento y angustia me embargan.
—¿Qué? ¿En coma? —farfullo, sintiendo unas inmensas ganas de llorar.
—Sí. El accidente fue bastante aparatoso y tuvo graves consecuencias para ti.
—¿Cu... Cuánto tiempo estuve en coma? —pregunto, con la respiración agitada y el pulso acelerado, presintiendo que la respuesta no me gustará.
El doctor guarda silencio y mira de soslayo a las enfermeras, como si temiera mi reacción. Eso solo agrava mi preocupación por su respuesta.
—Dígamelo, por favor. —Mi voz sale estrangulada. Una opresión me comprime el pecho y la garganta. Detrás de mis ojos pican lágrimas amargas, porque...
—Poco más de dos años —responde al fin y el alma se me cae a los pies, a la vez que siento que el mundo se derrumba a mi alrededor.
Trago profundamente, pero la salvia se ha secado en mi lengua. No me queda nada para tragar. Un escalofrío me recorre la columna.
Realmente esperaba que dijera que solo habían sido unos cuantos días. Una cantidad considerable de tiempo que me permitiera retomar mi vida con normalidad, justo desde dónde ha quedado pausada. Pero... ¿Dos años?
Siento que no puedo respirar. Que me ahogo como si estuviera sumergida en la parte más profunda de un océano. Las lágrimas comienzan a colarse por mis ojos y mi labio tiembla.
«¿Cómo es esto posible? ¿Y mi carrera de bailarina? ¿Mi protagónico? Lo perdí todo, porque nada de eso se puede recuperar ya. ¿Dónde quedó todo mi esfuerzo, mi arduo trabajo, mi vida disciplinada..? ¿Para qué sirvió, si en un abrir y cerrar de ojos lo he perdido?».
—Ailén... Ailén... —Las manos del doctor se posan en mis hombros, de forma controladora y tranquilizadora a la vez—. Tranquila. Todo estará bien.
Mi rostro se desencaja y me entra una rabia tremenda.
—¿Cómo puede decir eso? —rebato—. Claro que no estará bien. Mi mundo se ha derrumbado, toda mi vida ha sido echada a la basura. Aunque...
Veo una luz esperanza al final del túnel. Si han pasado solo dos años, eso quiere decir que solo tengo 21 años. La carrera de una bailarina profesional dura hasta los 30 o más, dependiendo de lo buena que seas y yo estoy segura de que soy muy buena.
Si ya lo logré una vez, puedo volver a lograrlo. Sé que sí. La compañía volverá a aceptarme, pues no me he ido por gusto y ellos saben muy bien lo dedicada que soy; siempre me han alabado por ello. No hay nadie más disciplinada y dedicada que yo. Si lo retomo ahora, solo me llevará unos meses volver a lo que antes era. Solo debo esforzarme mucho más, matarme mucho más y dejar el alma y la piel en el estudio de baile, mientras practico hasta quedarme sin aliento y hasta que se me ampollen los pies.
—Lo estará, Ailén. Te lo prometo —asegura—. Lo importante es que tienes vida.
Sin embargo, yo no estoy para quedarme solo con las promesas de otras personas. Si lo quiero conseguir, debo ponerme a trabajar en ello ya, sin perder ni un solo segundo más.
De un tirón me arranco los catéteres de las muñecas y brazos, provocando que mi sangre salpique y tiña las sábanas blancas.
El doctor intenta detenerme. Las enfermeras se abalanzan sobre mí, para ayudarle. Apoyándome en mis brazos, me doy impulso, tratando de ponerme en pie. Algo raro sucede, algo que no puedo explicar. Es como si mis piernas fueran de palo o no me pertenecieran, porque no logro moverlas.
«Quizá solo siguen dormidas por el nulo movimiento que han tenido estos dos años», pienso y me arrastro sobre el colchón, escabulléndome de las manos que intentan detenerme.
—No lo haga, señora Drayton —dicen las mujeres.
Que me llamen así, otra vez, no hace más que desconcertarme, pero me concentro en mi propósito, por lo que termino cayendo al suelo.
El dolor en mi columna es insoportable, pero estoy un poco familiarizada con el dolor, por la infinidad de veces que mi cuerpo se entumeció y dolió, luego de grandes jornadas de entrenamiento, realizando piruetas.
—Señora Drayton, por favor. —Vuelven a llamarme de esa forma, mientras se amontonan a mi alrededor, dizque para ayudarme.
Estoy aturdida porque me sigan llamando así, pero tengo problemas mucho mayores de los cuales preocuparme.
Intento levantarme, pero mis piernas siguen sin responder y eso me frustra y me aflige.
—¿Qué pasa? ¿Por qué no puedo mover las piernas? —lloriqueo, histérica.
Entre dos de las enfermeras me sujetan y me ayudan a levantarme. Intento dar un paso, mover siquiera el dedo gordo de alguno de mis pies, pero nada pasa. Siguen siendo de palo. Inertes.
—¡No puedo caminar! ¡No puedo caminar! —bramo, sintiendo que me da un ataque de ansiedad.
Me vuelven a acostar en la cama y deben sujetarme entre las cuatro, mientras el doctor me inyecta algo; un tranquilizante, supongo, porque de repente, empiezo a calmarme y el mundo vuelve a ponerse oscuro para mí.
Vuelvo a despertarme un tiempo después y el doctor vuelve a venir, para darme una explicación de lo que está pasando.
No voy a decir que estoy calmada, porque eso sería mentir. Sin embargo, al menos no estoy intentando volver a caminar. No lo haré, sino hasta que me diga qué sucede.
—¿Cómo estás, Ailén? ¿Te sientes mucho mejor? —pregunta al entrar a la habitación y acercarse a mi cama.
—¿Por qué no puedo caminar? —le pregunto, yendo directo a lo que me interesa.
Otra vez vuelve a guardar silencio, como si no quisiera decírmelo, cosa que me desespera.
—Hable, por favor. Necesito saber qué es lo que me pasa.
Su semblante grave y formal, me augura noticias muy muy malas.
—Ailén, durante el accidente sufriste una grave lesión en la columna.
—¿Qué?
—Te realizamos varias operaciones, tratando de volver a acomodarla, pero no tuvimos éxito.
Esto no me puede estar pasando. Tiene que ser una pesadilla. Seguramente, volví a quedarme dormida y estoy soñando todas estas cosas. Ya saben, como cuando uno va a empezar algo importante: su primer día de escuela, de trabajo... Y tienes esos sueños en los que todo te sale mal; te despiertas temprano y te agarra la tarde, corres y corres a tu destino y nunca llegas... Sí. Tiene que ser una maldita pesadilla.
El doctor sigue hablando, dándome una explicación científica a la que no le presto atención, mientras me ahogo en mi llanto.
—¿Significa que no voy a poder bailar otra vez? —farfullo.
—No. Ailén, no podrás caminar otra vez, mucho menos bailar.
El llanto amargo y doloroso se hace presente. Siento que mi pecho se quema y mi corazón se desgarra. Hubiera preferido morir en ese accidente, que esto. El ballet era mi vida y lo único bueno que tenía; mi refugio, mi anhelo más grande. Si ya no puedo hacerlo más, ¿qué será de mi vida?
—¿Dónde está mi padre? —cuestiono, recordando que hasta ahora no he visto ni sus luces. Lo necesito. Quiero que me consuele. Qué esté conmigo, con su hija que, ahora más que nunca lo necesita—. ¡Quiero verlo!
—Ailén, tu padre solo vino los primeros días al hospital. Después de eso, no ha vuelto a venir. Lo hemos llamado para decirle que has despertado, pero no ha venido.
Más llanto. Esto no puede ser posible.
¿Tan poco le importo? ¿De verdad me ha abandonado a mi suerte en este lugar?
—Sin embargo, tu esposo está aquí y va a pasar en unos momentos, para hablar contigo.
Bato las pestañas para despejar la confusión y la contrariedad de mi rostro.
—Disculpe, ¿qué? Ha dicho... ¿Mi esposo?
—Sí. Tu esposo, el señor Drayton.
Debe de estar bromeando.
—Yo no tengo ningún esposo —refuto y vuelvo a parpadear—. ¿O es que a parte de la lesión en la columna, también he perdido la memoria, que no lo recuerdo? Yo tenía solo 19 años al momento del accidente. Y mi única prioridad era el ballet. ¡No tengo ningún esposo!
Estoy desesperada. Es como una maldita locura.
—Ailén, será mejor que hables con él, para que te lo explique —dice y sin más, sale de la habitación y le da entrada a otra persona.
Con mis ojos bien abiertos, observo la puerta y escucho la voz de un extraño, proveniente de afuera.
De repente, un hombre entra a la habitación, un hombre que en toda mi vida, jamás había visto. La expresión de su rostro me dice que quisiera estar en cualquier otro lado, excepto aquí.
—¿Quién eres tú? —le pregunto.
Hay un par de segundos de silencio. Agacha la mirada, como si sus ojos huyeran de los míos. Luego, finalmente me mira, con culpa y arrepentimiento, pero también, hay una chispa de odio en sus ojos.
—Soy Viktor Drayton —murmura—. Tu esposo.
—Déjese de bromas. Yo ni siquiera lo conozco —murmuro—. ¿Cómo va a ser mi esposo?
—Sé que esto es difícil de asimilar, pero así son las cosas. Estamos casados. Nos casamos hace dos años... Mientras estabas en coma.