Triana Navarro
Durante el trayecto a casa, trato de mantener la compostura… trato.
Lo miro de reojo, como quien no quiere la cosa, aunque por dentro estoy haciendo una lista de todas las formas en las que podría besarlo sin parecer desesperada. Muerdo mi labio inferior, no por coquetería, sino porque mi cabeza no para de fabricar pensamientos que no son aptos para un horario familiar.
Fernando va serio. Ni muy distante ni particularmente simpático. Solo ha lanzado una que otra pregunta trivial: que si estudio o ya trabajo, que si me gusta la ciudad, que si el tequila de fresa que pedí estaba bueno. Sí, Fernando, pero no más bueno que tú, gracias por preguntar.
Y como si el silencio empezara a volverse incómodo, enciende la radio. Lo agradezco. En parte porque me distrae, en parte porque ya empezaba a preguntarme si me había quedado sin voz de la nada.
En ese momento suena una canción que reconozco al instante. La voz de Belinda flota en el aire, dulce y dolorosa al mismo tiempo, cantando:
"Dime por qué. Me dices siempre. Solamente mentiras. Dime por qué. No dices nunca la verdad… "
¡Por supuesto! Mentiras.
La versión moderna de esa canción de Daniela Romo que mi mamá solía cantar con dramatismo frente al espejo mientras se rizaba el fleco. Y aquí estoy yo, treinta años después, en el asiento de un coche, vestida como si la vida me importara, con el corazón apachurrado por un patán que me engañó… escuchando la misma canción. ¡Qué cliché tan delicioso!
No puedo evitar soltar una pequeña risa amarga. El universo tiene un sentido del humor muy retorcido. Belinda, gracias por el soundtrack involuntario de mi decepción amorosa.
—¿Te gusta esta canción? —pregunta Fernando, sin apartar la vista del camino.
—La amo —respondo, con más honestidad de la que esperaba. Le lanzo una mirada rápida—. Es el himno nacional de las mujeres que han sido timadas por hombres que se creen irresistibles.
Él se ríe bajito, pero no dice nada. Aun así, siento que sonríe. Lo presiento, lo sé. Su perfil iluminado por las luces de la calle se ve más guapo que nunca. Esa barba recortada, esos labios carnosos que parecen hechos para arruinarme la vida… ¿Cómo se supone que no piense en besarlo?
¿O será que bebí demasiado? ¡Ay… Triana!
Intento enfocarme en otra cosa. Miro por la ventana. Contemplo el tráfico, las luces, los letreros de comida rápida. Pero mi mirada vuelve a él como imán. Me lo imagino tomándome por la cintura, acercándose lentamente, respirando cerca de mi cuello… ¡Ya basta!
¿Estará pensando lo mismo? ¿Le parezco guapa? ¿Sexy? ¿Medianamente besable?
Mis manos están sudando. Sudo yo entera, y no por el calor.
Pero, ¿hacer el primer movimiento? ¡No, qué horror! ¿Y si me rechaza? ¿Y si cree que soy una loca intensa que se quiere encamar con cualquier hombre que le regale una margarita? … Aunque técnicamente fueron como quince. Pero ese no es el punto.
Tal vez solo quiero sentirme deseada otra vez. Tal vez no quiero que esta noche termine con la sensación de que solo Pablo puede hacerme temblar.
Fernando cambia la estación. Pasa por una con reguetón, luego otra con rock clásico, y vuelve al pop. Mi canción ha quedado atrás, pero la escena ya está grabada en mi cabeza.
En mi interior, me hago una promesa: No me voy a enamorar. No otra vez. Pero un beso no es amor. Un beso puede ser terapia. Una mini venganza. Una medicina temporal con sabor a tequila.
Justo cuando detiene el auto frente al departamento. Vuelvo a mirarlo, esta vez sin disimulo.
—Fernando… —digo, bajito.
Él gira un poco la cabeza, curioso.
Estoy a un centímetro de lanzarme sobre él. Solo necesito una señal. Una mirada.
Una razón estúpida.
Pero él solo sonríe.
Y entonces… estornudo.
Fuerte. Escandaloso. Y con un poco de saliva.
Adiós momento sexy.
—¿Estás bien? —pregunta entre risas.
Asiento, deseando que me trague la tierra.
Triana: 0. Universo: 400.
Bajo del coche tan rápido que casi me enredo con el cinturón.
—G… gracias por traerme, Fernando. Buenas noches —disparo la frase sin mirarlo siquiera y echo a caminar hacia la puerta del edificio, deseando desaparecer en una nube de humo.
Pero el portazo apenas resuena cuando escucho la otra puerta cerrarse. Paso, paso, paso… y él ya me ha alcanzado. Rodea el auto con zancadas largas y, antes de que consiga teclear el código del portón, me corta el paso.
—Triana. —Su voz es suave, casi un murmullo que se disuelve en la brisa nocturna.
Levanto la vista. Nos quedamos a un suspiro de distancia. Los faroles de la calle bañan su rostro; el destello dorado resalta la línea firme de su mandíbula y esos ojos verde-miel que ya no deberían estar permitidos a estas horas.
Y entonces, con la yema de su pulgar, roza mi mejilla. Un gesto mínimo, casi reverente. El contacto me enciende la piel como si me hubiera pasado corriente. ¡Ay, Señor!
—Eres muy tierna —murmura, sonriendo como si guardara un secreto divertido.
—¿Tierna? —pregunto, con la dignidad colgando de un hilo—. Después del escándalo del estornudo, lo único tierno aquí es mi ego magullado.
Sus labios se curvan aún más. El muy bribón disfruta de mi mini tragedia.
—Sé lo que pretendías hace un rato, Triana, no soy un niño —confiesa, acercándose un poquito más. Su aliento huele a menta y tequila—. Y, para ser sincero, yo estaba pensando exactamente lo mismo.
Parpadeo, sorprendida. ¿Cómo…? ¡Ay no! ¿Tan obvia fui?
—¿Puedo besarte? —pregunta en voz baja, sin apartar la mirada de mis ojos.
Mi pulso se dispara. Podría fingir que lo pienso, pero mi cabeza ya asiente antes de que alcance a procesar la pregunta. A estas alturas quiero ese beso con urgencia clínica.
Él sonríe, apoya una mano en mi cintura y me atrae despacio, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Su otra mano se enreda en mi cabello, y entonces nuestros labios se encuentran.
¡Bang! Fuegos artificiales. Banda sonora de violines. Tiempo a cámara lenta. El beso es profundo, ardiente, de los que te pliegan las rodillas y te roban el aire, como una escena de película que alguien puso en modo “alta definición emocional”.
Yo le respondo con la misma hambre: dedos aferrados a su polo, corazón latiendo desbocado.
Cuando nos separamos, apenas unos milímetros, apoyo mi mano en su pecho para robarme un respiro. Él suelta una carcajada bajita que me vibra contra la piel.
—Para ser la chica más tierna que he conocido, besas increíble —susurra.
—Y tú, para ser un desconocido con GPS a domicilio, no estás nada mal —contesto, aún mareada.
Nos reímos los dos: la comedia romántica perfecta en la acera de mi edificio.
—¿Mañana te escribo? —pregunta, deslizando un mechón de mi cabello detrás de la oreja.
Me muerdo el labio y asiento.
—Sí. Mañana.
Me regala otra sonrisa de esas que deberían venir con advertencia de “alto contenido calórico” y, tras un último roce de sus dedos en mi mejilla, se aleja hacia el coche.
Lo veo marcharse y, cuando la luz roja de sus luces traseras se pierde en la esquina, apoyo la espalda en la puerta, respirando hondo.
Vale nunca me va a creer esto.
Al fin, mi puerta se cierra con un suave clic. Me quito los tacones como si estuviera abandonando una guerra, dejo el bolso en cualquier lugar y me arrastro, literalmente, hasta mi habitación. El vestido se desliza por mi piel en un movimiento digno de comercial de suavizante, y me dejo caer de espaldas sobre la cama con un suspiro largo y profundo.
—Estoy viva… —murmuro al techo, que me observa con esa indiferencia típica de los techos de solteras, porque ahora estoy soltera sonrío con ironía.
Cierro los ojos. Todo mi cuerpo flota en una mezcla de margarita, adrenalina y ese beso. Ese beso. Señor bendito del romance y las malas decisiones, ¿qué acaba de pasar?
Sonrío. Sonrío como boba, como niña con juguete nuevo. Aún puedo sentir el roce de sus dedos en mi mejilla y el calor de su boca en la mía. Fernando… suspiro otra vez como en telenovela.
Y entonces, como si un rayo de realidad me cayera directo en la frente, abro los ojos de golpe.
—¡No! ¡No, no, no, no, nooo! —gimo tapándome la cara con ambas manos.
Me incorporo de un brinco y me siento en la cama como si hubiera recordado que dejé el gas abierto, pero no. Es peor.
—¡Le di un número falso! —me lamento, cayendo dramáticamente sobre las sábanas. Pataleo como si el colchón tuviera la culpa—. ¡Le di un maldito número falso a un hombre que besa como si supiera coreografía de película francesa!
La ironía me golpea con elegancia y sin remordimientos. Claro, justo cuando creo que podría interesarme por alguien que no sea un imbécil infiel con nombre de verbo, voy y me pongo en modo FBI encubierto y saboteo todo.
Miro el techo, como si esperara que una voz divina me dijera: “Tranquila, Triana, él es tan encantador que igual no le importará que le hayas dado un maldito número falso a propósito, ya sabe donde vives, te buscará ¿Y si no? ¡Demonios!”.
Nada. Ni siquiera un zumbido místico. Solo yo, el silencio… y una margarita imaginaria que ahora definitivamente me hace falta.
Suspiro, esta vez largo, derrotado y melodramático.
—Muy bien, universo. Juegas sucio.
Con el corazón al galope y las emociones bailando una salsa en mi estómago, me enredo en las cobijas, decidida a no pensar más. Pero lo último que cruza mi mente antes de dormir es su voz.
¿Puedo besarte?