6.Solicitud de amistad

2272 Words
Triana Navarro Han pasado casi dos meses desde que terminé con Pablo. Al principio, el hombre se aferró más que chicle en zapato nuevo. Me enviaba mensajes casi todos los días: unos cursis, otros con frases motivacionales que seguro encontró en páginas de "hombres que la cagaron y quieren redimirse". Pero finalmente desistió. O tal vez se dio cuenta de que hablarle a una pared tenía más sentido que insistir conmigo. He salido con varios chicos desde entonces. Algunos eran simpáticos, otros solo sabían hablar de sí mismos como si fueran influencers sin seguidores. He intentado olvidarlo, lo juro. Pero ninguno me ha hecho sentir ese hormigueo, esa emoción… ni un cosquilleo. A veces pienso que el amor no está hecho para mí. Y otras veces, que tengo peor gusto que Vale cuando se pone sombras azules. Suspiré profundamente, dejando la laptop sobre la cama como si fuera el peso emocional de mi futuro. Hoy era sábado por la tarde y estaba en pijama desde las diez de la mañana, con una trenza mal hecha y la cara más lavada que mi dignidad después de textearle a Pablo aquella noche borracha. Vale, en cambio, parecía salida de una revista de citas modernas. Estaba frente al espejo, probándose aretes como si su vida sentimental dependiera de ese par dorado con forma de sol. —¿No vas a salir? —pregunta mientras gira la cabeza de un lado a otro, decidiendo entre glamour casual o soy cool sin esfuerzo. —No, me quedaré en casa —le respondí recargándome en la pared del marco de la puerta, cruzada de brazos, más cómoda que sexy. Vale abre los ojos, escandalizada. —¿Y eso? Desde que terminaste con Pablo te volviste la Carrie Bradshaw versión Saltillo. Pensé que serías de las que guardan el luto por el ex… años. Sonreí con resignación. —Pensé que salir con otros chicos me haría olvidarlo, pero la verdad es que me aburren. No siento ese algo, ese no sé qué… que me haga tiritar, ese “woow”. Ella se da la vuelta con una ceja levantada y las manos en la cintura, como una terapeuta emocional improvisada. —Triana… en las citas casuales no necesitas ese “woow”, a menos que estés buscando una relación. ¿No quedamos en que querías divertirte? Fruncí el ceño. ¿Divertirme? Más bien había estado intentando llenar un vacío con conversaciones sobre criptomonedas y crossfit. —No quiero una relación en este momento —dije, aunque ni yo me creí el tono firme de mis palabras. Vale ladeó la cabeza, mirándome como si fuera un proyecto en proceso. —Amiga… te conozco. Tú no eres de las que están hechas para relaciones casuales. Te gustan los detalles, los mensajes de buenos días, los paseos en coche con canciones románticas mal cantadas. Eres de las que se enamoran de las miradas y de los abrazos por la espalda. La miro con la boca apretada, sintiendo que me acaba de desnudar el alma con sus palabras. —Hubo alguien —confesé, bajando la voz y mordiendo mi labio inferior. Los ojos de Vale brillan como si acabara de escuchar la palabra mágica. —¿Quién? Doy un paso hacia atrás, algo avergonzada. —El chico que conocí el día de nuestra graduación… en el antro. Fernando. —¡OH MY GOD! —exclamó dramáticamente, girando como en novela—. ¿El guapo del Mustang rojo con voz de locutor de radio nocturna? ¿Al que le diste el número equivocado? —Sí… —respondí, riendo mientras cubría mi cara con las manos. —¡Ay no, amiga! ¡Tal vez ahí era! —dice señalándome como si acabara de descubrir el secreto de la vida—. Ahí eraaaaaaa. Yo solo me reí, pero en el fondo… sentí un pequeño nudo en el estómago. Porque tal vez tenía razón. Tal vez, Fernando era ese “wooow” que tanto buscaba. Y tal vez, solo tal vez… lo había dejado ir antes de siquiera darle una oportunidad. Y ahora, lo único que tenía era su recuerdo… Me encogí de hombros, tratando de restarle importancia a algo que, claramente, no dejaba de dar vueltas en mi cabeza. —El universo decidió jugarme chueco… o tal vez solo era la patada que necesitaba para mandarlo a volar —dije, fingiendo seguridad mientras me tiraba al drama con una mano al pecho—. A lo mejor Fernando solo era la chispa divina para abrir los ojos y darme cuenta de que mi felicidad definitivamente no estaba al lado de Pablo "el cucaracho" Aranda. Vale soltó una carcajada tan escandalosa que el rimel casi se le corre. —¡En eso tienes toda la razón, amiga! —suspiró como quien acaba de ver una escena intensa de telenovela—. Pero bueno, vive en la misma ciudad que nosotras, así que quién sabe… tal vez algún día, el destino nos lo cruce y si soy yo la afortunada, le pido su número para ti. Me guiñó el ojo con complicidad, como si en realidad fuéramos espías románticas a punto de cumplir una misión. Le di un beso en la mejilla, como buena heroína de mi propia historia, y me despedí. Regresé a mi habitación, encendí la laptop y me acomodé en la cama con mi pijama de unicornios. Sí, soy adulta funcional, pero los unicornios son terapéuticos. Elegí una serie ligera para pasar el rato, una de esas que puedes ver con el cerebro apagado y aun así reírte, pero a los pocos minutos una notificación iluminó la pantalla de mi celular. Una solicitud de amistad. Mi corazón, ese traidor sin filtros, se puso a latir como si estuviera corriendo una maratón. “Fernando Lefevre” Tragué saliva. “Debe ser una coincidencia. ¿Cuántos Fernandos Lefevre puede haber en Saltillo?”, pensé, aunque, seamos honestas… ese apellido no suena precisamente a ‘Martínez’ o ‘González’. Más bien parecía sacado de una novela de época: ‘Fernando Lefevre, el heredero misterioso de un viñedo en Burdeos’. Abrí la solicitud con los dedos temblorosos. Y ahí estaba. ÉL. La misma sonrisa encantadora, la barba perfectamente recortada, ese aire de “soy interesante sin esfuerzo”… Dios. Era él. ¿Cómo había dado conmigo? Acepté la solicitud después de dudar unos segundos, con el corazón bombeando fuerte como si acabara de ganar un sorteo millonario. Y entonces, llegó el mensaje. F: Hola Triana, soy Fernando. ¿Te acuerdas de mí? Ese día en el antro… “¿Cómo olvidarte?”, pensé, mordiendo mi labio mientras sonreía como tonta. T: Hola Fernando, sí te recuerdo. ¿Cómo encontraste mi perfil? F: Lo vi por casualidad. Tenemos un amigo en común, Enrique. Creo que estaba contigo en la universidad. Verifiqué y, efectivamente, ahí estaba: Enrique Ramírez, el chico que nunca sabía cuándo callarse en clase. En fin, bendito seas, Enrique. T: Sí, era mi compañero de clases. F: Sabes, te llamé un día después de que nos conocimos, pero creo que anotaste mal el número. Tragué saliva. Mis mejillas se encendieron como faroles. ¡Ups! ¿Cómo le explico que el número me lo inventé en el momento como si estuviera huyendo de un vendedor de seguros? T: Lo siento, tal vez no me di cuenta y lo anoté mal… F: Fue lo que pensé. Pero si aún te interesa, cuando gustes te invito a salir. Creo que eres una chica muy agradable… y, bueno… disfruté muchísimo aquel beso. Abrí los ojos como platos. Literalmente. Como emoji. ¿Perdón? ¿Este hombre era real o lo había invocado mi subconsciente? Jamás en la vida me habían hablado con tanta seguridad y dulzura al mismo tiempo. Y ni hablar de lo del beso… recordarlo hizo que se me secara la boca. Carraspeé, aunque nadie pudiera oírme. Porque, bueno… efecto Fernando. Se suponía que había decidido hacer una pausa de chicos, concentrarme en encontrar un empleo decente y, de paso, desintoxicarme del drama amoroso. T: Gracias… aunque ahora estoy enfocada en buscar trabajo, pero igual un día podemos vernos. Ya sabes, como la vez pasada. Guiño sutil, no tan sutil. Pasaron unos minutos. Casi actualicé el chat veinte veces hasta que llegó su respuesta: F: Yo decía más bien salir a algún lugar. Comer algo, ir al cine, conocernos… de verdad. La verdad es que no he dejado de pensar en ti desde aquella noche. Me quedé mirando la pantalla. Mi estómago hizo mariposas. Luego esas mariposas se emborracharon y chocaron entre sí. Y yo… yo solo pude sonreír con la misma cara boba que pongo cuando me sirven pastel de chocolate doble. … Varios días pasaron y, poco a poco, Fernando y yo fuimos creando una especie de rutina no oficial. Nos mensajeábamos casi todas las tardes, justo cuando comenzaba a bajar el sol, y seguíamos conversando hasta quedarnos dormidos. Bueno, hasta que yo me quedaba dormida con el celular en la mano y la cara embarrada de crema hidratante. Me gustaba contarle cómo había sido mi día, incluso los detalles más tontos como que se me cayó el café encima de la blusa en plena entrevista o que me había inscrito a un curso de inglés para el que apenas dure mi primera clase porque la miss era demasiado intolerante quería que no habláramos español solo inglés y se supone que íbamos a aprender, era el primer día, por Dios. Cosas de la vida. Fernando siempre respondía con atención, con preguntas lindas, con emojis graciosos que me hacían sonreír más de lo que estaba dispuesta a admitir. Pero había un pequeño gran problema: cuando hablaba en serio, cuando se ponía dulce y directo, algo dentro de mí se tensaba. Todo mi cuerpo se estremecía como si alguien tocara una alarma interna. Me asustaba pensar que Fernando fuera de esos hombres buenos que realmente buscan algo serio. Porque si ese era el caso... yo no sabía si estaba lista para recibir eso. No ahora. Pablo me había dejado el corazón destrozado, como una piñata después de una fiesta infantil: vacía y tirada en el piso. Y entonces, una noche cualquiera, mientras hablábamos de una serie que ambos queríamos ver, él lo soltó. F: Triana, ¿puedo preguntarte algo? Tragué saliva. Lo supe desde que lo vi escribir: algo viene. T: Sí, Fer, dime. F: Siempre que te invito a salir, cambias el tema... ¿Es que no te intereso como algo más que un amigo con quien platicar por f*******:? Me gusta hablar contigo, de verdad, pero también me gustaría salir a pasear, vernos en persona. No es como si no nos conociéramos… digo, ya hasta nos hemos besado. Leí el mensaje tres veces. Luego una cuarta, por si había entendido mal. Un nudo enorme se formó en mi garganta. Quería responder, pero mis dedos se quedaron congelados sobre la pantalla. ¿Qué le digo? ¿La verdad? ¿Una excusa diplomática? ¿Un sticker de perrito triste? La realidad es que me gustaba mucho hablar con él. Fernando era, sin lugar a dudas, el único con el que había conectado de verdad desde que terminé con Pablo. Pero la sola idea de empezar algo serio de nuevo me aterraba. Apenas comenzaba a reconstruirme. Me había acostumbrado a estar sola, a llenar los espacios vacíos con series, Vale, pizza y conversaciones nocturnas que no implicaban comprometer el corazón. Suspiré. No quería lastimar a Fernando. No se lo merecía. Tampoco quería que él me lastimara sin querer por entrar en un territorio para el que yo todavía no estaba lista. Y entonces escribí, con los dedos temblorosos y el corazón un poco apachurrado: T: Fernando, creo que eres un hombre muy atractivo. Me encanta platicar contigo, pero hace poco terminé una relación de muchos años. Y aunque intento seguir adelante, por ahora… no me siento preparada para comenzar algo nuevo. Es muy pronto para mí. La respuesta no tardó: F: No tenía idea. No te preocupes, Triana, no volveré a insistir con ese tema. Mi intención nunca fue molestarte. Y ahí fue cuando me cayó la tristeza encima como una cobija pesada en verano. ¿Qué acababa de hacer? Porque sí, me asustaba comenzar algo… pero también sabía, con ese instinto traicionero que nunca falla, que Fernando no era como los demás. Me gustaba. De todos los hombres que aparecieron en mi radar después de Pablo, él era el único que me hacía sentir algo más que “meh”. Apreté el celular contra el pecho mientras suspiraba como si estuviera en una novela dramática de sobremesa. Pensé en escribirle de nuevo. Algo ligero, algo que mantuviera el hilo. Algo como “¿y tú cómo supiste que los aguacates estaban listos para comer?”, lo que fuera con tal de que no se alejara. Pero cuando volví a abrir el chat, él ya se había desconectado. Los días siguientes fueron diferentes. Fernando seguía siendo amable, pero algo había cambiado. Ya no era él quien iniciaba la conversación. Ahora era yo la que escribía primero. Él respondía con cortesía, incluso con su toque divertido, pero las conversaciones duraban apenas cinco o diez minutos, cuando antes se alargaban como películas con escena postcréditos. Y ahí estaba yo, viendo cómo lo que teníamos, eso indefinido pero bonito, comenzaba a enfriarse como café olvidado en la taza. Me sentía como si estuviera perdiendo algo que ni siquiera había tenido del todo. Y lo peor era que en esta ocasión… no sabía si tenía derecho a reclamarlo.
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