Triana Navarro
El bullicio en el auditorio era casi ensordecedor. Voces emocionadas, flashes de cámaras, risas nerviosas y un murmullo constante que vibraba en las paredes como si el edificio entero supiera que estaba presenciando un cierre importante. El mío.
Estaba de pie junto a mis padres, con mi toga perfectamente planchada, gracias al talento oculto de Vale con la plancha a vapor, el birrete torcido de forma encantadora (o eso me digo para no enloquecer por la simetría) y los tacones haciendo estragos en mis pies. Pero no me importa. Hoy, cada segundo, cada ampolla incipiente, cada desvelo de los últimos cinco años, vale la pena.
—Hijita —dice mi mamá, tomando mis manos con dulzura—, estamos tan orgullosos de ti. Has llegado tan lejos. Siempre supimos que lo lograrías.
Mi papá, que suele ser más de silencios que de discursos, se aclara la garganta con un carraspeo que le tiembla en el pecho.
—Triana, lo que hiciste no es cualquier cosa. Ser mujer, estudiar lejos, sostenerte sola… tienes una fuerza que no muchas personas tienen. Hoy nos haces el corazón grande.
Y entonces, sin que lo vea venir, pum, lagrimita. No una llantina dramática, no un mar de lágrimas, solo una solitaria gota de emoción que se escapa de mi ojo derecho como si no quisiera perderse el espectáculo.
Antes de que pueda limpiarla, el teléfono de mi mamá vibra. Saca el celular del bolso y sonríe antes de mostrarme la pantalla.
—¡Son tus hermanos!
En cuanto acepta la videollamada, aparecen Andrés y Rodrigo, mis dos hermanos mayores, desde lo que parece ser una sala de juntas y un baño portátil de construcción, lo que me hace reír al instante. Andrés con su corbata torcida y Rodrigo con casco de seguridad y su camisa siempre a cuadros. Clásico.
—¡Pookie! —gritan los dos al unísono, haciéndome reír con un sollozo ahogado.
—¡Ay, los amo! —les digo mientras trato de no arruinarme el rímel—. ¡Me hubiera encantado que estuvieran aquí! Pero entiendo… vida adulta, responsabilidades… construir edificios y cerrar contratos millonarios, ya saben.
—Eso, hermana —dice Rodrigo con una sonrisa enorme—, pero estamos aquí contigo, aunque sea en versión digital. Y te ves increíble, por cierto. Esa toga te queda como si hubieras nacido para usarla.
—Gracias, chicos. Me hacen sentir como una reina.
Nos lanzamos besos a través de la pantalla como si estuviéramos en una película italiana. Cuando la llamada termina, me siento aún más ligera. Más feliz. Más completa.
Tomo asiento con mis compañeros, respirando profundo mientras la ceremonia continúa. Hay discursos, agradecimientos eternos a Dios, a las familias, a los profesores que no sabían prender un proyector... y entonces lo escucho.
—Triana Cecilia Navarro Rivas.
Mi nombre. Mi nombre entero, con todo y el “Rivas” que nunca logran pronunciar bien. Mi corazón da un brinco que me sacude desde los talones hasta el birrete. Camino hacia el escenario como en cámara lenta, sintiendo que cada paso es la culminación de todos mis colapsos existenciales, cafés instantáneos y noches en vela con Vale a mi lado, cantando a Shakira a las tres de la mañana. ¡Shakira!
Cuando llego al centro del escenario, estiro la mano para recibir mi título. En ese momento, justo cuando la cámara apunta directo a mi cara para capturar la foto, lo veo.
Al fondo del auditorio.
Pablo.
Sonriendo. Aplaudiendo. Viéndome con ese gesto orgulloso que solía hacerme sentir como la única persona en la sala. Como si estuviera feliz por mí. Como si nada hubiera pasado. Como si no me hubiera destrozado el alma.
Me congelo. Literalmente. Me quedo tan quieta que el director, un señor con voz de locutor y cara de pan, se inclina hacia mí.
—¿Se encuentra bien, señorita?
Parpadeo. ¿Estoy bien? ¡Claro que no estoy bien, señor! ¡Mi ex infiel está aquí mirándome como si todavía fuera su persona favorita! ¿Lo es?
—Sí… sí, estoy bien —respondo con una sonrisa temblorosa que no engañaría ni a un pez distraído.
Tomo el título, casi lo abrazo como si fuera una tabla de salvación, y bajo del escenario, con pasos torpes, como si en cualquier momento fuera a desmayarme. ¿Qué hace él aquí? ¿Después de todo lo que pasó? ¿Después de su “agradece que acepté mi error”? ¿Se cree que puede aparecer y actuar como si fuera parte de mi historia feliz?
Me dejo caer en mi asiento con urgencia y el corazón me late como si corriera una maratón.
Una vocecita interna da saltitos de emoción: ¡Está aquí! ¡Vino a verte, porque te ama!
Pero otra, mucho más sensata —y con voz de Vale enojada— me grita: ¡No seas ridícula! ¡Ese idiota te rompió el corazón y ahora aplaude como si fuera el novio del año! ¡Es una escoria miserable!
Y ahí estoy, entre el orgullo más grande de mi vida y el lío emocional más ridículo del siglo, mientras sostengo mi título con las manos sudadas y una mezcla de amor, rabia y algo parecido a esperanza me revuelca por dentro.
Qué raro es crecer.
Y qué complicado es amar.
…
El último nombre fue llamado, el último aplauso estalló, y de pronto todo el auditorio se transformó en un mar de abrazos, birretes lanzados al aire y flashes por doquier. El caos hermoso de un día inolvidable. Respiré profundo, conteniendo las emociones que me tenían al borde de otro lagrimón. Lo lograste, Triana, me repetí, abrazando con fuerza mi título.
Escaneo la multitud hasta encontrar las caras que más quiero en este mundo. Ahí están. Mis padres. Mi mamá agitando un globo metálico en forma de estrella que dice “¡Eres la mejor!” y mi papá con una sonrisa de oreja a oreja sosteniendo un enorme peluche color crema vestido con toga y birrete. El peluche tiene mis iniciales bordadas en una cinta alrededor del cuello. Casi lloro otra vez, pero me trago la emoción mientras me acerco a ellos.
—¡Mi niña! —exclama mi mamá, dándome un abrazo de esos que huelen a casa.
—Estamos tan orgullosos, hijita —dice mi papá, con voz temblorosa y los ojos brillantes—. ¡Lo lograste!
—Gracias… gracias por todo su apoyo, siempre —les digo haciendo un puchero, y por un segundo, deseo que este momento se congele para siempre.
Pero la realidad me llama de nuevo cuando mi radar de peligro se activa. Pablo. No lo he visto desde ese breve instante en el escenario, pero no quiero arriesgarme. No quiero arruinar el momento. No ahora.
—¿Qué les parece si salimos al jardín? Hay menos gente, más aire… y así evitamos el tráfico de gente saliendo —sugiero con una sonrisa apurada, casi empujándolos con el cuerpo.
—Ay, sí, buena idea, mis pies ya no sienten los tacones —dice mi mamá, mientras mi papá acomoda el globo y el peluche en un solo brazo como un héroe multitarea.
Damos media vuelta. Estoy a segundos de escapar con dignidad.
Pero el destino es un chismoso sin compasión.
Ahí está.
Parado justo frente a nosotros como si supiera exactamente por dónde saldríamos. Como si hubiera planeado esta emboscada.
Trae un ramo de rosas rojas. En su cara, esa sonrisa encantadora que solía derretirme... antes de que me destrozara el corazón con su "agradece que acepté mi error".
—Felicidades a la graduada más hermosa —dice, y sin darme tiempo de reaccionar, se inclina y me da un beso breve, justo en los labios.
Me quedo de piedra. ¿Qué... acaba... de pasar?
¿Me besó? ¿Él, el exnovio infiel con memoria selectiva? ¿Estoy soñando? ¿Desmayada? ¿Muerta y esto es el infierno glamuroso de las graduaciones frustradas?
—¡Pablo! —dice mi mamá, emocionada como si acabara de ver a Ricky Martin en versión yerno—. Sabía que no ibas a faltar, sabía que estarías aquí.
—Claro que no me perdería la graduación de osita —responde él con voz segura, como si fuera el novio modelo del año.
—Triana, de verdad que tienes mucha suerte de tener a alguien como él —dice mi papá con una sonrisa tan cálida que me parte el alma en dos—. Te mira como yo miraba a tu madre cuando éramos jóvenes… con ese brillo en los ojos que no se puede fingir.
Y pum.
Mi mundo colapsa.
Todo el esfuerzo de los últimos días por mantenerme firme, por no venirme abajo, se tambalea con un solo comentario. Porque no es solo lo que dice. Es que mis papás se lo creen. Lo admiran. Y yo… yo no sé si quiero gritar o salir corriendo.
No lo pienso dos veces. Tomo a Pablo de la muñeca, ni muy brusco ni muy suave, como quien arrastra una bomba que no quiere explotar y lo jalo fuera del salón, a través del pasillo decorado con flores de papel y letreros de "¡Felicidades Graduados!", hasta que encontramos un rincón medio vacío en el jardín lateral.
La música y los aplausos se oyen de fondo, y por un segundo, me quedo mirándolo como si pudiera entender algo. Como si pudiera ver una explicación tatuada en su frente.
—¿¡Qué demonios estás haciendo!? —le suelto, al fin.
Él frunce el ceño, como si de verdad no entendiera.
—¿Qué pasa?
—¿Qué pasa? —repito, incrédula—. Me besaste frente a mis papás, actuaste como si fuéramos novios todavía, como si no me hubieras roto el corazón hace dos semanas, ¿te suena?
Él baja la mirada por un segundo, pero vuelve a subirla con esa mezcla molesta de seguridad y ternura que alguna vez me enamoró.
—No podía dejar que este día pasara sin verte. Sin decirte lo orgulloso que estoy de ti, además dudo mucho que le hayas dicho a tus padres que terminamos, te conozco Tri.
Mi pecho se aprieta.
—¿Orgulloso? ¡No me vengas con eso, Pablo! No puedes aparecer así, como si nada. No después de lo que hiciste y si no le dije a mis papás que terminamos fue para no preocuparlos, porque ellos te adoran, pero tú…
Siento que no puedo continuar.
—Triana, yo… sé que me equivoqué. Sé que lo arruiné. Pero no quiero perderte. No quiero que esto sea el final, olvidemos el pasado y comencemos de nuevo, anda amor, di que sí.
Me dan ganas de llorar, gritar, reír de lo absurdo que es todo esto. ¡Dios! Quería una película de graduación, sí. Pero no una tragicomedia romántica dirigida por la vida misma.
Lo miro. No digo nada por un instante. Porque mi corazón grita que lo extraña, y mi cerebro le lanza piedras por traidor.
—No tienes derecho a decidir cuándo apareces en mi vida —le digo finalmente, con voz baja, pero firme—. No puedes besarme, no puedes sonreírle a mis papás, no puedes pretender que esto… nosotros… aún existe. Porque tú lo rompiste.
Por primera vez, veo el golpe en sus ojos. Como si las palabras finalmente le llegaran donde duele.
—Solo… vete…
Me doy media vuelta antes de que mis propias emociones me traicionen, antes de que caiga de nuevo en sus brazos como la estúpida ingenua que soy. El título aprieta bajo mi brazo. El peluche espera en los brazos de papá. Y yo tengo que decidir si esta historia será un recuerdo o un segundo acto.
Pero no hoy.
Hoy, yo soy la protagonista. Y él… bueno, él tendrá que esperar.