Capítulo 1
Expulsado. Las tan conocidas palabras retumban en mi mente con fuerza.
—A partir de la semana que viene, no hace falta que vuelva— sentencia.
Observo a la que podría ser mi abuela con atención. Ésta se refugia tras el serio escritorio lleno de papeles y esferos desparramados por toda la superficie. Unas extensas gafas de pasta de color n***o me conducirían hasta sus ojos azules, si no fuera porque no me está mirando, si no que está entretenida cogiendo papeles de aquí y de allá y juntándolos todos.
No sé por qué, pero me hago el tonto y no me muevo. Se supone que debo de retirarme, pero simplemente me quedo ahí, mal recostado en el acolchado escarlata sillón del despacho de la directora, mirando con primor que le han salido por lo menos dos o tres canas más desde la última vez que la vi y eso que había sido la semana pasada. O esta mujer está pasando una etapa de su vida muy estresada, o de aquí a dos días tendrá el pelo blanco como la nieve porque así es su organismo.
Repentinamente alza la mirada de los papeles y clava sus ojos encima de mí, con las cejas alzadas de irritación.
—Ya se puede ir señor Miller.
Me levanto con pena. Hora de irse.
—¿Cuánto tiempo?
—¿Cuánto tiempo qué? — suspira cansada.
—¿Cuánto tiempo dura la expulsión?
Hay un largo silencio. Por un momento pienso que no me ha oído, pero es imposible, porque si no, al ver que no respondo volvería a preguntar. No es una mujer a la que le guste perder el tiempo. Cosa rara que lo esté haciendo ahora.
—De momento una semana— hace una pausa, choca los bordes de los papeles contra la mesa, alineándolos— Pero señor Andrew, si sucede algo en los 4 días que le quedan, o se le ocurre pisar las clases durante la semana que tiene estipuladas de expulsión...— deja la frase en el aire unos segundos— Usted y yo no nos vamos a volver a ver el pelo.
En un impulso mis ojos se dirigen otra vez a sus canas, y ella parece captarlo, porque frunce un poco el ceño y me chilla que salga de una vez. No quiero meterme en más problemas, así que doy media vuelta y cierro el despacho tras de mí.
El sonido de una mandíbula cerrándose y abriéndose, masticando un pegajoso chicle, me hace volver a la realidad del pasillo. La secretaria, Marie, me mira.
—¿Qué tal te ha ido?
Todas las secretarias tienen fama de brujas amargadas gracias a las películas, al menos las de las escuelas, si se trata de las oficinas, hay tanto de amargadas como de simpáticas y extremadamente guapas. A pesar de todo eso, he descubierto que esta es una buena chica. Según he averiguado, goza de unos bonitos 26 años y cobra un generoso sueldo que le permite cuidar de su enferma madre ahora que su padre ha muerto. Es soltera, a pesar de que no es fea. Es guapa, pero no atractiva y supongo que es por eso que no ha encontrado pareja todavía.
De tantas veces que he acudido al despacho y me he sentado en aquella salita a esperar a que la directora pudiera recibirme, me parece que es la persona que mejor conozco de todo el complejo.
—Bueno, dos semanas de expulsión a partir del domingo.
—Vaya...
Me acerco y cojo sin permiso del cenicero de la mesa un caramelo de los tantos que hay. Sé que no me va a decir nada, pues parece que para ella soy una especie de hermano menor del que cuidar. Lo desenvuelvo ante ella, me lo meto en la boca y tiro el trozo de plástico que lo recubría en la casi vacía papelera de metal. Suspiro y con un gesto de mano me despido.
—Cuídate— me dice dulcemente, y desaparezco más allá.
Lo bueno de que te manden al despacho de la directora en horario lectivo es que cuando vas por los pasillos están vacíos, no hay absolutamente nadie. Al menos a mí me encanta porque, amo el silencio. Es algo fascinante. Quiero decir, el silencio no existe, pero nada tiene que ver el barullo de voces de un puñado de estudiantes a el suave sonido de la brisa y las hojas de los árboles junto con un pajarito de fondo.
Me detengo.
Otra de las cosas buenas de que te manden a dirección es que el pasillo que hay hasta el despacho es increíblemente bonito. En realidad, todo el internado es increíblemente alucinante, pero este pasillo es uno de mis favoritos.
Todo está hecho de piedra perlita, aunque un poco oscurecida. A mi derecha, la pared se extiende hasta la entrada al vestíbulo, pero a mi izquierda hay una hilera de columnas unidas una tras otra por bellos arcos, un románico tardío. A través de los arcos, se puede ver un hermoso jardín bien regado y podado. Hay un césped de unos 4 o 5 centímetros y un gran roble rodeado por pesadas piedras en el centro. Ese jardín sólo es accesible a la vista desde este pasillo. Es comprensible que un pájaro haya decidido anidar ahí junto con sus polluelos.
Inspiro profundamente, llenando mis pulmones. Me mantengo unos segundos así, y luego lo expulso. A pesar de estar frío, es puro. Sonrío y sigo mi marcha.
A penas hace unas semanas que es primavera, pero todo tiene el aspecto de que hiciera meses que lo fuera. Me gusta la primavera. La primavera es la estación que más adoro, y después el verano. La que menos me gusta es el invierno. El encuentro fastidioso, todo lo contrario, a la primavera, que es cuando todo se despierta y florece un estallido de colores.
Pero a nadie le importan esas cosas, nadie se fija tampoco. Yo tampoco lo haría si no tuviera tanto tiempo libre.
Me apresuro y me dirijo hasta la cafetería antes de que la hora del almuerzo llegue y todos corran como una manada de elefantes y arrasen la comida. La máquina expendedora me intercambia mis monedas por un bollo de pan y un batido de melocotón.
—Menuda mierda.
No he probado en mi vida el batido de melocotón. Seguro que está asqueroso, pero no quedaba de chocolate, y la traidora de la máquina no me ha avisado. De todas formas, no pienso desperdiciar el dinero, así que me lo tomaré.
Con sobriedad, me voy hasta el pasillo de la biblioteca. La estructura de aquel pasillo se parece mucho al de dirección, sólo que, en este, si quieres pasar por debajo de los arcos tendrías que saltar por los pequeños muros de medio metro que rellenan el hueco. Me siento de un salto en uno de ellos y abro la bolsa del bollo. Suelo desayunar aquí porque por este pasillo tampoco suele venir mucha gente.
Bueno, quizá va siendo hora de que explique bien quién soy, dónde estoy y por qué. Ni siquiera he dicho por qué me habían enviado al despacho de la directora todavía. Vayamos por partes, es una historia larga y tediosa.
Para empezar, no tengo muy buena fama. Apenas hace un mes que estoy en este internado. Me expulsaron de dos institutos antes y mis padres me metieron aquí pensando que como es una escuela medio rica y estricta, mi actitud mejoraría, pero creo que eso no está funcionando para nada.
Pues bien, a algún gracioso le ha dado por hacerme una broma y poner de página de inicio en el ordenador en el cual me siento en clase de informática, una página porno a todo volumen, obviamente, el muerto me lo he cargado yo. Es por eso que he tenido que ir a ver a la directora y me ha expulsado una semana porque ya está harta de mí.
Me pregunto, cuándo fue que me convertí así. La verdad es que lo sé, todo empezó hace poco más de un año. En el invierno pasado no, el otro. Quizá es otro de los motivos por los que odio el invierno; tan sólo pensar en aquella noche que me cambió la vida, se me revuelve el estómago.
Tengo una pregunta clave que me gusta hacerle a la gente. Siempre que congenio con alguien, o quiero hacerlo, les hago la misma pregunta. Creo que no puedo vivir si no lo sé, lo necesito. Lo curioso del caso es que esa pregunta ha ido evolucionando con el paso del tiempo. Al principio era una tontería, además, era sólo por curiosidad, pero luego me di cuenta de qué era lo realmente importante de esa pregunta y la modifiqué.
Primeramente, era un: “Si pudieras tener un súper poder, ¿cuál sería?”. Todo el mundo tenía el suyo, y la gran mayoría se repetían. Luego comprendí que eso me importaba un reverendo rábano. La pregunta correcta era: “¿Crees que estaría bien tener un súper poder?”. Llegados a este punto, me pregunto qué es un súper poder. ¿Es un don o una maldición? Todos me responden que les encantaría tener uno, claro, ellos creen que es un don. No nos confundamos, es una maldición, o una pesadilla, me da igual; es una mierda. ¡Al principio puede parecer wow!, pero no lo es en absoluto.
¿Y por qué estoy hablando de súper poderes y cosas raras? Como he dicho, todo se remonta a un pálido invierno y a un vaso de tequila...
Al poco, el timbre suena, y lejanos ruidos de sillas, libros y voces resuenan. Es la hora de comer y todos se van a la cafetería o al exterior para hacerlo. Me sorprende cuando la puerta de la biblioteca se abre y sale un montón de gente que estaba dando clase allí. Maldigo interiormente, pues pensaba que allí encontraría serenidad como cada día. Como sé que tardarán poco en irse, me mantengo en el sitio, viendo como los alumnos se van riendo y hablando sobre qué van a hacer este fin de semana.
—¿Estás segura de que quieres hacerlo sola?
—Sí, no se preocupe.
El profesor Mendoza sale de la biblioteca seguido de una alumna. Parecen ser los últimos. Se quedan conversando en la puerta con cierta inusual complicidad. Conozco a la chica de vista, sé que va a mi curso, pero no tengo ni idea de quién es.
—De acuerdo, entonces. De todas formas, hacer el trabajo sola quizá sí que te vendrá bien para mostrar tu gran potencial. Eres mi mejor alumna al fin y al cabo...— la elogia— Ah y siento tener que pedirte tantos favores.
—No se preocupe, está bien, me cae de paso— sacude la mano en el aire, desechando la idea de que sea desagradable— ¿Cuántas copias ha dicho que quiere que pida? ¿20?
—Sí, por favor.
Antes de que la chica le pueda responder algo, Mendoza alza la cabeza y me ve observándolos. Obviamente, como me temía, hace una mueca y junta el entrecejo.
—¿Qué hace aquí, señor Miller?
Ella se gira y me mira, asustada por el cambio en la conversación.
Sin prestarle atención, mantengo mis ojos clavados en el rostro enjuto y malhumorado del profesor y le muestro el jugo de melocotón sin pronunciar palabra. Él se da por vencido con un suspiro y vuelve a mirar a la otra chica con una sonrisa amable.
—Está bien entonces, tráemelas cuando puedas.
Cierra tras de sí y ella se vuelve para irse, indecisa. Nuestras miradas chocan. Es como si tuviera miedo de pasar por mi lado en el pasillo y no quisiera moverse de allí. En su chaqueta del uniforme hay una bien cosida y blanca “K”. En la mía llevo una “M”, por mi nombre, Miller; así que ella una “K” ¿de qué? ¿Katrina, Karen, Katherine, Karoll...? Intento hacer memoria, pero no me parece que haya escuchado nunca cómo se llama y no creo que ninguno de esos nombres le pegue.
—¿Pasa algo? — pregunta al fin.
La miro con detenimiento. Tiene unos rasgos muy delicados y femeninos, incluso más perfectos que los de un retrato. La piel tersa y suave sobre unas mejillas definidas. Es una belleza, una de aquellas mujeres a las que les pedirías ser tu inspiración. Por otra parte, me está mirando como si yo fuera un alíen, aunque no con sorpresa, sólo con curiosidad y eso hace que sus azulados ojos brillen. Aunque lleva el cabello recogido en un cómodo y desaliñado moño, el extravagante color de éste me llama la atención. Es de un marrón rojizo, muy extraño. Más bien de un color cobre, pero muy apagado, como si le hubieran echado gris al ver que el cobre era demasiado brillante.
Me sorprende por unos instantes que no lleve casi nada adornándola. Quizá lleva un poco de labial y brillo de labios, pero no puedo jurarlo y pendientes no se le asoman en ninguna oreja.
—¿No puedo mirar? — respondo secamente.
Sé que no le va a gustar, a nadie le gusta nunca ese comentario. No entiendo por qué se lo toman a mal, en serio, pues sólo digo la verdad. Sin embargo, ella no parece incomodarse en absoluto, simplemente se queda unos segundos callada y responde, como si fuera obvio.
—No, claro que puedes, mirar es gratis todavía.
Parpadeo sorprendido dos veces con rapidez.
—Eso es inesperado.
Esta vez es ella la que se queda sorprendida unos instantes, pero en seguida se recobra y me sonríe.
—Me alegro entonces.
Mi mente de repente sigue queriendo saber cómo se llama. ¿Kathleen, Koraline, Kim, Kate...?
—¿Por qué? — inquiero aturdido pregunto.
—Porque te he conseguido quitar esa cara de muermo que tenías hace un momento.
¿Keisha, Katia, Katrina, Kelly...? Maldición, ¿cómo se llama?
Dicho esto, se encoge de hombros sonriente y se despide con suavidad. Observo con atención cómo zumba alguna canción mientras camina por el pasillo feliz. El zumo de melocotón se acaba.
Esa chica..., es rara.
El jodido zumo estaba..., bastante bueno en realidad.
Aprieto mi puño alrededor del tetrabrik y lo rompo. No sé cuánto rato llevo allí pensando. Quizá ya ha pasado la hora del almuerzo y no me he dado cuenta; tampoco me importa. La cuestión es que mi cabeza no puede parar de darle vueltas a dos cosas. La primera: que el zumo estaba bueno y la segunda: que no tengo ni idea de cómo diablos se llama aquella chica. No puede haber tantos nombres con K.
Unas pisadas me hacen alzar la cabeza. Es la chica de la K con las fotocopias de Mendoza. Debe de haber pasado un buen rato, porque no se tarda poco en que te hagan las fotocopias. Quizá 15 minutos.
Al pasar me mira un momento, me sonríe y sigue su camino, cosa que hace que irremediablemente no pueda detener mi lengua.
—Oye.
La de la K se gira indagadora. Me siento estúpido refiriéndome a ella así, pero no sé su nombre a pesar de que ella sí sabe el mío porque lo ha escuchado de Mendoza. Por un momento varias preguntas me vienen a la cabeza, ¿pero ¿cuál le hago primero? Todas son importantes y me carcomen por dentro... Al final, ganan mis principios y le pregunto la típica.
—¿Crees que estaría bien tener un súper poder?
Por un momento creo que me va a mirar como si estuviera loco y se va a ir. Sé que no lo hace porque habíamos mantenido una previa conversación y se podría decir que nos “conocemos”; o al menos somos algo más que dos desconocidos.
—¿Un súper poder? — frunce el ceño— Mmmm.... supongo que depende de cuál.
Asiento. Tampoco sé qué esperaba. No es como si ella me fuera a dar una respuesta diferente a la de los demás, aunque no ha sido el típico y entusiasmado sí.
—Por cierto— añado antes de que se vaya— ¿Cómo has dicho que te llamabas?
Tanto ella como yo sabemos que no lo ha dicho, pero ya sé que me ha entendido. Lo sé porque sonríe pícara y se mete en la biblioteca sin responderme en absoluto.
Escucho una débil conversación al otro lado de la puerta con Mendoza. Seguramente le está dando las gracias por las fotocopias y halagándola, poco me importa eso. Tan sólo necesito que salga para responderme a la pregunta.
Al momento sale mientras se despide y pasa a por mi lado sin mirarme.
—¿Katherine, Karoll, Kate...? — repito al aire unos cuantos nombres.
—Hanna— responde mirándome por encima de su hombro.
Y se va.
Esa tampoco me la esperaba.
Aquí algo más sobre mí: La verdad es que soy un tipo muy normal. Tanto intelectualmente, como físicamente.
Intelectualmente soy del promedio, no suspendo, pero no saco notas de ensueño; bueno, eso es mentira, creo que soy más inteligente de lo que pienso y aparento, pues casi nunca estudio y siempre me las arreglo para pasar de curso. Eso me hace pensar en qué ocurriría si estudiara un poco.
Físicamente no hay mucho que contar. Cabello marrón oscuro, casi n***o, y unos ojos de un castaño muy claro, tanto que a veces cuando le da el sol parece dorado. Por otra parte, no sé por qué, incluso cuando yo pienso en mí, me imagino alto y delgado como un fideo, pero en realidad, aunque soy un poco alto, no soy delgado. Quiero decir, no estoy gordo, pero no soy un fideo. Soy un poco fornido o musculoso digamos. Si eso ayuda para algo, le diré que antes jugaba al fútbol en el equipo de mi pueblo y era bastante bueno. Después del trágico invierno ya mencionado, lo dejé. Es lo que hubiera hecho cualquier persona normal, claro que nadie lo entendió porque no sabían lo que me pasaba.
En conclusión, soy lindillo. Al menos, es lo que me han dicho alguna vez, aunque también es cierto que me han dicho que soy más atractivo que guapo en realidad. La verdad es que nunca me he preocupado por eso, siempre que he querido a una chica la he tenido.
Tampoco quiero decir que chasquee los dedos y las tenga a todas, quiero decir que cuando me lo he propuesto, lo he hecho. Menos una vez, que me rechazó porque ya tenía novio, aunque ya lo sabía, pero necesitaba decírselo o reventaría.
La cuestión es que soy normal. Quizá con secretos, pero todo el mundo tiene de esos, ¿no? Bueno, pues mi secreto todavía no es conocido por nadie, a no ser que mi perro cuente.
Mis padres sabían que me pasaba algo, aunque no el qué. Me llevaron a una psicóloga. Obviamente no funcionó. Ellos tuvieron que pagar un riñón y yo tuve que tragarme unas cuantas sesiones sobre cuán bueno sería que le contara qué me pasaba; pero no había forma de que yo les contara una mierda. Me asusta incluso a mí.
Como he dicho, al principio todo pareció genial, pero..., a veces me odio a mí mismo.
Es por culpa de este... secreto mío, que suelo estar sólo. Lo prefiero así. Si fraternizo con alguien se acabaría enterando de lo que me pasa, tendría que contárselo y no sé cómo reaccionaría, ni él, ni yo.
¿Qué es ese secreto? Creo que todavía no diré nada. Ya he explicado que me falta coraje para poder contárselo a alguien; pero aseguro que, es increíblemente alucinante. Ni yo me lo creí al principio... Bueno, ¿y quién se lo creería?
Las clases han volado. Las nueve y media y todo el mundo ya empieza a dirigirse a sus dormitorios. Claro, sigo a la marea de gente, pues no soy una excepción; además, no quiero que la directora me llame la atención y me acabe expulsando permanentemente. Esta, de las últimas escuelas por las que he pasado, es la que más me gusta. Bueno, ¿he dicho ya que es un internado bastante bueno?
De repente, mi vista encuentra involuntariamente la chaquetilla granate del uniforme de las chicas acompañada de un color de cabello muy característico. Una palabra me viene a la mente: Hanna. Me suena raro el nombre. Me da la impresión de que le pega. Hanna me suena a ángel acabado de caer del cielo, y ella ciertamente tiene toda la pinta de serlo, aunque no lo sea. Es una chica rara porque, a pesar de que tiene ese rostro inocente y bello, presientes que por dentro es un terremoto, que no es inocente para nada.
La aludida está caminando con un chico de un curso por debajo. También le conozco de vista, pero no tengo ni idea de cómo se llama. Parece que se lo pasan bien, pues sonríen todo el rato. ¿Quizá le guste? El tipo es bastante guapo al fin y al cabo...
Unos amigos lo llaman metros más allá y él parece tener que irse para ver qué quieren. Se despide y ella asiente, para nada molesta. Y entonces, no sé por qué, quizá porque le estaba clavando la mirada como un taladro, se gira y me ve. Me alucina como con una sonrisa se para, espera hasta que mis pies están a la altura de los suyos y camina a mi lado.
Silencio. Ninguno mira al otro. Simplemente miramos hacia delante; ella con una sonrisa, yo con mi habitual aburrida seriedad.
—No soy buena compañía— digo algo al fin.
Ella me mira dos segundos y vuelve la vista al frente, negando con la cabeza.
—No sé por qué. No me has causado ningún problema como para que tenga que alejarme de ti, Miller— se encoge de hombros.
Dos sensaciones me recorren, una buena y una mala. Buena porque se acuerda de mi nombre, mala porque no quiero llamarme así. Lo odio, aunque no lo hubiera dicho antes. Sí… Miller no me gusta. Miller es una mierda. Miller debería desaparecer.
—Andrew— corrijo— Me llamo Andrew.
Ella me mira con el ceño fruncido y, si parece que va a comentar algo sobre cómo me llaman los profesores, se lo calla. Al fin y al cabo, ella se llama Hanna y su chaqueta no parece indicar lo mismo.
—Está bien, Andrew.
¿Alguna vez has pasado que no puedes quitarte una pregunta de la cabeza y has pensado como... medio minuto, o incluso varios minutos planeando cómo la preguntarías hasta que dé el coraje suficiente para hacerlo? A mí sí, bastantes veces y ésta es la que más me ha costado. Lo digo porque claro, no encontraba muy normal estar hablando de mí y de cuán malo soy de compañía y de repente...
—¿Has probado alguna vez el zumo de melocotón de la cafetería? El de la máquina expendedora— inquiero al fin.
Ella ladea el cabeza tan rápido que temo que le haya dado una rampa y al momento siguiente ríe. Su risa es como... No lo sé, lo mismo que meterte bajo el agua. Tus oídos no escuchan más, te aísla y te encanta la sensación, es cosquilleante. Entonces me mira con una sonrisa divertida y sacude la cabeza, no sé si en respuesta a mí pregunta, o diciéndome que piensa que estoy como una cabra.
—Sí— contesta, así que su negación anterior sólo podía significar que me cree un caso perdido— Está bueno. Yo era más del de chocolate, pero cuando probé el de melocotón...— se encoge de hombros— No sé qué tiene ese zumo, pero cuanto más lo pruebas, más enganchado te quedas.
Y acabado de decir esto, se apresura y gira hacia el camino del dormitorio de las chicas con una sacudida de mano como despedida. Ahora, no puedo dejar de pensar que el zumo de melocotón es igual que ella.