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SIN PERMISO DE MORIR

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Ángela Báez, en el final de su vida, se lamenta de haber vivido escuchando y complaciendo a los otros, abandonando sus metas y sueños personales por comportarse como la buena esposa y buena madre que la sociedad le pedía ser.

Pero, tras morir, despierta con veintisiete años, recién casada y confundida por lo que ha ocurrido y, cuando entiende que está reiniciando en la etapa decisiva de su vida, decide que no vivirá para los demás, y que, ya que está SIN PERMISO DE MORIR, vivirá su segunda oportunidad como a ella le plazca.

Las peores páginas de su libro de vida han desaparecido, así que escribirá una mejor versión que le haga feliz.

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CAPÍTULO 1
Miró alrededor de su lecho sin extrañar la compañía de nadie, pues nadie la había acompañado en muchos años. Solo estaba ella, como siempre, sola y sin la atención de nadie a pesar de que en su corazón amaba a tantas personas. Pero esas personas no le querían, y ¿cómo podrían? Si ella misma se había encargado de alejarlas de ella. Se recordaba intentando complacer a todo el mundo, ignorando los deseos y las peticiones de sus pequeños niños, así que poco a poco ellos se inclinaron hacia el padre que sí los escuchaba y le dejaron de dirigir la palabra a sus sordos oídos. Recordaba haber fallado en su misión más anhelada, aquella de ser buena madre y buena esposa, porque, de haberlo sido, en su lecho de muerte no estaría sola como estaba. Su esposo, Carlo Mendieta, el empresario más codiciado en su juventud, no era lo que ella había deseado, pero había estado bien, porque ella no había deseado a nadie, en realidad, y de todas formas se había terminado enamorando de él, alguien que no la amaba ni nunca la amó. Entendía el recelo de su esposo, ¿quién querría entregar a su corazón a esa bonita barbie que siempre solo sonreía? Por supuesto que él deseaba a una mujer de verdad, una de carne, hueso y emociones, no a la complaciente Ángela Báez que solo vivía para hacer lo que los demás decían que era lo correcto. Sí, se había equivocado mucho, pero no podía culparla nadie por ello. Ella había sido educada para obedecer y su encantador marido nunca le dio una sola orden, así que no pudo entablar una relación con él. «¿Qué es lo que debió haber hecho?» Ni siquiera tenía caso preguntarlo ya, pues el tiempo se había agotado, lo podía sentir en su lento respirar y la pesadez de sus parpados. Las cosas pronto terminarían para ella, y entonces todos podrían seguir siendo felices, como siempre, solo que ahora sin una anciana en algún rincón de la casa. Sesenta años de infeliz matrimonio terminarían al fin, y su esposo podría dormir lejos de ese cuerpo marchito que ya nunca miraba. Carlo había aprendido a vivir con ese cada vez menos bonito mueble en su casa, o tal vez ni así la miraba, tal vez, para él, ella era otra simple criada. «¿Qué fui para ti?» Le quería preguntar, pero él tampoco estaba a su lado. Lo entendía, también, quizá porque ese era parte de su trabajo, comprender a las personas y complacer sus necesidades era para lo que había nacido. Su familia no estaba con ella porque tenían mejores cosas qué hacer que ver morir a la mujer que vivía tanto para los demás y tan poco para ellos que llevaban su sangre. Mil pensamientos que llenaban su cabeza y que fueron interrumpidos por la puerta de su habitación abriéndose lentamente. —El médico dijo que no hay más que hacer —informó Carlo algo que ella ya sabía tras llegar a su lado—. Al fin descansarás en paz, al fin te librarás de mí, así que me imagino que ya estarás feliz. Esa respuesta generó mucha confusión en la cabeza de quien la oía. Sus palabras casi sonaban a un reclamo cargado de ironía. «¿Acaso no era él quien estaba feliz de que ella se fuera?» Una pregunta que no pudo hacer, pues ya pocas cosas funcionaban bien con ella. Podía escuchar bien, pero no podía hablar y, aunque sus ojos estaban abiertos, en realidad no podía ver demasiado. Parecía que sus sentidos se estaban apagando uno a uno mientras esa sensación helada iba apoderándose de su cuerpo y la oscuridad de su alma. «¿Terminaría en el infierno?» Probablemente así sería, pues no recordaba haber hecho nada bueno por aquellos que tanto amaba. Se había dado cuenta tarde de todos sus errores, y había concluido que era mejor resignarse que perder el poco tiempo de vida que le quedaba en intentar recuperar una familia que nunca le perteneció, porque nunca la supo amar. » Lamento no haberte podido dejar ir —continuó hablando el hombre que le acompañaba en sus últimos momentos—, pensé en que estuvieras tranquila al final, sin mí, pero no te puedo dejar ir sin disculparme una vez. «¿De qué se estaba disculpando?» Tampoco podía preguntarlo, así que solo utilizó lo último de sus fuerzas para escuchar una despedida que no se había esperado. » Perdón por estar contigo hasta el final —dijo Carlo comenzando a llorar—, sé que nunca me quisiste en tu vida, pero soy demasiado egoísta, por eso te amarré a mí y fingí que no veía todo lo que te molestaba... incluso odiaste tanto a mis hijos, pero te agradezco que los criaras con respeto. «¿De qué estás hablando?» La desesperada pregunta en su mente. Jamás había odiado a nadie, amaba a todos con toda su vida, a sus hijos más que a nadie, aunque no lo hubiese sabido demostrar. Sí, recordaba no haber podido sonreír al ver a su primogénito, tampoco recordaba haber estado feliz con la noticia, pero era su primer embarazo, estaba tan asustada y tan sola que no podía más que preocuparse por todo lo que no sabía hacer y a lo que se tendría que enfrentar. Luego, cuando su pequeño hijo nació, sus preocupaciones se tornaron en una profunda tristeza que no le permitió disfrutar de su bebé como debería, pero escuchó a todo el mundo y se convirtió en la madre que le sugerían. Con su segundo hijo se repitió la historia, y no fue diferente con la menor de los tres. Los había educado con respeto, porque eso era lo que debía de hacer, pero no logró lo que todos prometieron. Hijos perfectos y agradecidos por todo lo obtenido no habían sido el resultado. Ellos habían huido de ella en cuanto su padre se los permitió. No había sabido demostrar amor, ahora lo confirmaba, pues de haber sido así ese hombre que tanto había amado, y por cuyo desprecio había llorado tanto, no se estaría disculpando por haberla mantenido a su lado. «Soy yo quien lo lamenta» pensó para sí misma entendiendo que todo había sido un enorme malentendido. No sabía cuándo, pero, al parecer, en el corazón de ese hombre, en algún punto de su historia, ella había dejado de ser su mejor opción para convertirse en la única opción porque era a ella a quien amaba; igual como había pasado con ella. Pero ya era tarde para aclarar el malentendido, tanto que no había forma de deshacerlo y, envuelta en arrepentimientos, Ángela dio su último suspiro y se dejó abrazar por la muerte que tenía rato llamándola. De pronto todo se convirtió en nada, inclusos sus preocupaciones y arrepentimientos desaparecieron en esa profunda y helada oscuridad que la envolvió de pronto. Ángela Báez agradeció no haber terminado en el infierno y creyó que la muerte solo era dormir para siempre en paz. Pero descansar en paz no era lo que ella haría para siempre, lo supo cuando comenzó a sentir un sofocante dolor en el cuerpo, como si alguien la estuviera presionando por el torso y partiéndola a la mitad. Abrió los ojos desesperada, incluso abrió la boca intentando alcanzar un poco de aire porque sentía que no podía respirar; algo tonto e ilógico, pues se suponía que en la muerte no se respiraba ni se sentía dolor; y vio una luz incandescente que la deslumbró y encegueció momentáneamente, invitándola a cerrar los ojos de nuevo y provocando que sus otros sentidos despertaran también. —Eres una exagerada —dijo una voz que conocía bastante bien, pero que poco recordaba—, todavía estás viva, así que no está tan apretado como para que no puedas respirar. Ángela abrió los ojos otra vez, viendo sus manos sujetas al respaldo de un sillón, que recordaba vagamente, mientras sus costillas eran comprimidas por el corsé que su madre le intentaba poner. «¿Estoy soñando?» Se preguntó sintiendo esa gran sensación de deja vú. La escena que atestiguaba era una que definitivamente ya había atestiguado antes, estaba casi segura de ello. «¿Cuándo había sido?» No lograba recordarlo. Había pasado tanto tiempo de ello que lo había olvidado por completo, pero lo recordó cuando alzó la cabeza y puso sus ojos en el enorme y bello vestido de novia extendido en la cama de su habitación de juventud. —¿Voy a casarme? —se preguntó en voz alta y su madre se burló de ella. —No, vas a ser la pajecita. Por supuesto que te vas a casar, Ángela, así que deja de llorar por un corsé ajustado y comienza a acostumbrarte al poco aire que deja entrar a tus pulmones. Ángela no dijo más. No entendía lo que pasaba. Recordaba haber muerto poco tiempo atrás, así que, «¿por qué estaba viva a sus veintisiete años de edad?» No era un sueño, estaba segura de ello, porque ese maldito y ajustado corsé dolía como todos sus arrepentimientos juntos. «¿Podría ser que, en un desmayo por falta de aire, había tenido una visión de su futuro?» Eso sonaba mucho peor, así que pensaría que tenía una segunda oportunidad mientras descubría lo que pasaba, y definitivamente no la desaprovecharía. Si de verdad estaba destinada a volver a vivir, elegiría lo mejor para ella esta vez, y sería feliz ahora sí. Ya que no tenía permiso para morir, viviría plena y feliz.    

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