Capítulo 2

2514 Words
Amelia Montserrat 9 de junio, 2016 Detallo al hombre de cabellos negros como la noche. Quien está sentando en la barra, ahogando sus penas en una cantidad insana de alcohol. Los luceros oscuros se despegan durante cortos segundos de la jarra rústica con cerveza que sirven en el lugar. Nuestras miradas se encuentran, esperando con paciencia que la pregunta de hace unos minutos obtenga respuesta. Esa manera de observarme es lo que necesitaba para decidirme aceptar la invitación. No puedo dejar solo a un sujeto que se encuentra en ese estado. Con el corazón fragmentado en finos e irreparables trozos. Un mar de sentimientos en los ojos que son empañados por una tristeza pura que rivaliza con los peros que no se ha atrevido a decir en voz alta. Sonrió alzando el chupito, llevándolo a los labios en solo un trago, donde el líquido picante corre libre por mi garganta. Las penas que le atormentan se fugan de sus labios con facilidad, cuando el alcohol ha remplazado la lógica y la razón. La forma desgraciada en que se enteró de la traición me hace reír en carcajadas fuertes gracias a las cantidades exorbitantes de licor que recorren las venas. Nadie merece descubrir a su pareja colocándole el cuerno al aire libre y verlo menos en primera fila, pero el destino tiene maneras descabelladas de actuar. —¡Dios, aún no puedo creer que me haya dejado! Mierda, gemía como loca en ese lugar—murmura dándole una señal al barman para que rellene la jarra. —Intento explicarme la situación —deja escapar una carcajada ronca y llena de incredulidad. Estruja las mangas blancas pulcras de la elegante camisa de vestir que está luciendo. La tela se amontona en los codos, mostrando los múltiples tatuajes que recorren la piel de los brazos; líneas negras que se entrecruzan, formando imágenes hermosas y cautivadoras. Menea con suavidad la cabeza, quitando algunos mechones de cabello de su frente; los dedos terminan el trabajo, acomodando en su sitio los traviesos hilos negros que no querían sujetarse. Los músculos de los brazos se abultan por la acción, estirando el tejido fino de la camisa sobre ellos, atrayendo mi atención. Músculos, los cuales no habían notado incluso en ese momento. Hasta ahora, decido detallar su apariencia más allá de los múltiples sentimientos en esos ojos oscuros. —Solo déjalo ir. Lo mejor es olvidarlo y actuar como si nunca hubiera existido—sugiero con suavidad, tomando el inicio de la nueva cerveza que acaba de aparecer en mi mano. —Sería fácil —un suspiro desgarrado se escapa de él. —Si no estuviera enamorado de ella. Creí que era la indicada —se ríe con gracia, provocando que la manzana de Adán suba y bajé con cada carcajada. —Lo único que me consuela es el pene. No considero que estuviera enamorado; el amor es una concepción creada por el hombre para la sociedad. Sí, el pelinegro parece a punto de coger un cuchillo y rebanarse las venas de tajo a tajo sin piedad. Pero está acá, en un bar pintoresco de un pueblito tomado, esperando así darle un final a la historia. Tengo que admitir que es fuerte, si es verdad que era la mujer de su vida. —¿Su m*****o? —pregunté con curiosidad. Él sonríe como un gato astuto, el cual ha encontrado una presa; asiente con lentitud. —Esperaba ver algo mejor —suelta con la misma simpleza que si estuviéramos hablando del clima. Toma un sorbo de la bebida—era pequeño y delgado, pero parece que le gusta así. Sus palabras provocan que mi cabeza estalle en cientos de pensamientos innecesarios; recorro con la mirada el perfil de su cuerpo, deteniéndome sobre las caderas, esperando notar un indicio de su pene. La curiosidad me invade; por eso, dejo caer un comentario atrevido sin considerarlo mucho. —Solo estás acariciando tu ego, muchacho—sonrió—hay que observar para creer. No significa que tu pene tenga la culpa del que te hayan engañado —agrego esperando no haber jodido aún más su orgullo. —¿Deseas comprobarlo? —sugiere con suavidad. La mirada oscura y distorsionada del hombre se mantiene sobre la bebida que se dirige a su boca. La tranquilidad que lo rodea no está bien, nadie en su sano juicio propone algo de esa magnitud con aquella actitud. En este momento, una guerra se encuentra desarrollándose en mi interior, entre lo racional e ilógico. No debería considerar aceptar la sugerencia. No está bien. Ambos estamos bajo los efectos del alcohol; nuestro raciocinio se halla de vacaciones. Pero la curiosidad me invade mezclándose con el morbo de querer descubrir qué esconden debajo de esos pantalones negros hechos a la medida. La manera en que habla del pene del otro hombre, con un deje de pesar y cómo no se ofende cuando le dije que podría tener una polla minúscula, avivan el lado incoherente que se quiere lanzar hacia él. No, no está bien… Al diablo, giró, encarando al tatuado, quien me observa por el rabillo del ojo. Abro la boca, dejando salir un suave sí, que nos sorprendía a ambos. —Sí, quiero verlo —demandó con impaciencia. —A tus órdenes —sonríe sujetando mi muñeca entre la palma de su mano, arrastrándome fuera del bar. —Muéstralo ya —farfullé impaciente. —Mujer desesperada —murmura paseándome por todo el pueblo. Vuelvo a insistir, ganándome una sonrisa de su parte, la cual se curva con un toque leve de irritación y sensualidad. El pelinegro tatuado con apariencia de chico malo me empuja cerca de la entrada del hotel. Recorremos los pasillos estrechos del lugar entre miradas incesantes que compartimos. La complicidad que nos rodea se puede apreciar desde metros de distancia. Un tintineo suave sigue el curso de un par de llaves maestras; llaves metálicas de tonos cobrizos aparecen ante mis ojos abriendo la puerta de la habitación cincuenta y cinco. El hombre trajeado abre la puerta, dejándome entrar primero. Doy pasos cortos y seguros hacia adentro. Nunca demostrando algún sentimiento de miedo o inseguridad delante de un desconocido, permanezco con la cabeza en alto, recorriendo con la mirada las cuatro paredes de la estancia. Él entra observándome con una sonrisa enigmática; sus ojos se iluminan con un brillo de diversión; encuentra la situación surrealista; a mí también me lo parece. Pero él se lo está pasando en grande, por primera vez en estas horas una sonrisa real surca sus labios. Las manos callosas del tatuado se dirigen a la camisa de vestir, quitando hábilmente los botones de un ligero color coral. Más tatuajes aparecen acompañados por un conjunto de músculos flexionados bajo la piel tintada; intento no quedarme viéndolo embobada. —Muchacho, es lo de abajo, no el abdomen. Aunque no me quejo —susurré con descaro, dando un paso hacia él. —Sé lo que quieres descubrir, rubia —anuncia con la voz ronca, provocando que mi cuerpo se estremezca. La camisa fina termina en el piso en una bola sin forma. Atrapé el labio inferior entre los dientes, ahogando un gemido; el cual delataría lo agradecida que me encuentro por el despojo de la prenda. Su abdomen es perfecto para morder, lamer y arañar; dejar marcas de pasión sobre él. La idea no me desagrada. Las manos se dirigen a la pretina del pantalón, tirando de este hacia abajo con fuerza. Un sonido agudo se escapa de mi boca al notar el contorno de su m*****o. Mordisque el interior de la mejilla, disfrutando la vista que me está proporcionando. Él tenía razón; es una polla excelente. Uno muy bueno. Los dedos jalan una vez más, deshaciéndose de la última prenda de vestir sobre su cuerpo, quedando como llegó al mundo. Desnudo. —¿Qué piensas? —cuestiona con altanería, mostrándose seguro de lo que posee. Lucho contra el tono arrogante de la pregunta. No quiero responder y decir en voz alta que él tenía razón. No por vergüenza, esa emoción no tiene lugar en esta habitación, pero la arrogancia de su postura y voz me obligan a mentirle. —Normal —deslizé la mirada hacia arriba, centrándola en sus ojos negros. —Mientes —asegura con la misma arrogancia y seguridad. Frunzo el ceño, dejándome escudriñar bajo esa mirada, colocando una máscara sobre mis pensamientos. El pelinegro avanza, acorralándome entre su cuerpo y el orillo de la cama. No retrocedo ni un paso, no cedo ante su presencia; solo mantengo la vista sobre los ojos color carbón, esperando saber quién dará el primer movimiento. Su pecho sube con lentitud, en un ritmo calmado que sintoniza con el mío. Nuestros cuerpos se rozan, pero no llegan a tocarse lo suficiente para desencadenar la lujuria y el deseo. Él me reta con la mirada, posicionándose al otro lado de la recta. Esa línea donde uno es la presa o el depredador. Ambos queremos ser el depredador. Sus luceros negros me miran fijamente, aguardando que me rinda ante ellos, que ceda el poder. Doy el último paso que nos separa, lanzándome hacia sus brazos. —No lo hago. Ya lo había dicho; es un pene normal —repito contra su boca. Nuestros labios se unen en un beso corto, pero desenfrenado. Mordiscos y succiones de lenguas se unen a la danza descoordinada de nuestras bocas. No tenemos suficiente; los pulmones arden, impidiéndonos seguir cerca, unido al otro. —No interesa si es normal o no. Lo primordial acá es descubrir cuánto vas a gritar esta noche —promete contra mis labios hinchados por el beso, suspiró, dejándome seducir con sus palabras. Deslizo las manos desde los pectorales, rodeando la nuca con lentitud, enredando los dedos detrás del cuello. No soy la única que aprovecha para tocar al otro; las manos callosas del tatuado recorren la fina curva de mi cintura con pericia, dejando un camino de caricias hasta el centro de la espalda. Nuestros cuerpos se acercan por inercia, buscando el calor y cercanía del otro. Suspiro alzando la barbilla, clavando la vista grisácea sobre la oscura suya; mantengo la mirada a medida que su boca se acerca a la mía con calma. Da un tentativo toque con la punta de la lengua, pidiendo que abra los labios para él. Su lengua se une a la mía en movimientos rítmicos y tentativos. Los labios se mueven sobre los míos como si estuviera follándome en un simple beso. —Déjate de juegos —demandé rompiendo el beso entre gemidos. Arqueo el cuello hacia atrás, siendo recompensada con besos húmedos y cortos. Un gruñido distorsionado brota desde su garganta, siendo ahogado contra la carne de mi pecho. Jadeo ante la nueva sensación húmeda y rasposa que se posa sobre mi pezón, envolviéndolo en caricias calientes y rápidas. Cada toque que deja en mi cuerpo es una sobrecarga a las terminales nerviosas; su boca y lengua no tienen piedad. No hay ni un toque de dulzura o suavidad en las caricias que recibo; todo es carnal, lujurioso y desenfrenado. Es solo una noche caliente de sexo. Las manos callosas abandonan el centro de la espalda, bajando más allá del inicio de las nalgas. Apretando cada curva y carne que encaja a la perfección en su palma, gimo entre lágrimas al sentir cómo mi clítoris ruega por atenciones y un calor atroz brota de mi entrada. Estoy desesperada para que esto avance. La punta de los dedos se engancha en el dobladillo del vestido rojo, deshaciéndose de él con un movimiento rápido; la prenda cae al suelo en una montaña sin forma. —¿Está segura? —pregunta una vez más, esperando una respuesta de mi parte. Asiento, pero se mantiene estático sin seguir adelante, desesperándome. Sus manos se deslizan por los muslos cuando abro la boca, dejando salir un ligero sí, dándome un impulso hacia arriba. —Sí, estoy jodidamente segura. Ahora, follaje, muchacho —jadeó enganchando las piernas en su cintura, meciéndome contra su despierta y juguetona polla. Un grito desgarrador sale de mi cuerpo con fuerza; lágrimas se escapan de los lagrimales, recorriendo un camino curvo por las mejillas, perdiéndose en las comisuras de los labios. Mi cuerpo tiembla resentido por la brusca intrusión. Él entró en mí de un solo embiste. El maldito tatuado metió toda su polla de un golpe; me penetró como si esta no fuera la primera vez que lo hacía. Da un último empuje, clavándose hasta la empuñadura; sisea con cada mínimo movimiento. No importa si trato de quedarme rígida como una estatua, su pene no permite que me relaje. No puedo con esto. Decido rindiéndome. No, si puedo. Gimo, escondiendo la frente en el espacio del cuello y del hombro. Sus caderas se mueven, retirándose pocos centímetros cada nueva embestida que da; sus movimientos son delicados y meditados, previniendo no hacer más daño del necesario. El ritmo se incrementó con cada embiste y gemido que dejé escapar. Entierro las uñas en la carne tatuada de su espalda, descargando parte del éxtasis que me provoca. —Más rápido —pido meciéndome sobre su erección. Muerdo con fuerza la carne del hombro, silenciando los ruidosos gemidos y jadeos. Cierro los ojos, sintiendo cada movimiento y pequeño cambio que hace en las penetraciones. Lágrimas recorren mis mejillas y la piel del hombro del pelinegro. No puedo hacer nada más que gemir y lloriquear, dejándome llevar en sus brazos y el ritmo con el que entra y sale. Me mantiene apresada entre sus brazos, sosteniendo mi peso como si fuera una pluma liviana la que está cargando. Él sigue con empujes violentos, haciéndome gritar cada vez que su pene toca mi punto más sensible. Llevándome a ver las estrellas, aunque no haya ninguna. Gimo al sentir la primera onda del orgasmo, liberando la carne magullada de su hombro. Los gemidos descoordinados y jadeantes inundan la habitación, haciéndole competencia al sonido de la carne, chocando contra carne sin cesar. —Apenas estamos comenzando —murmura con la voz ronca caminando hacia la cama. Me deposita con suavidad sobre ella, dejando atrás los salvajes movimientos de hace unos minutos. Si esto continúa por más tiempo, dudo que pueda distinguir la luz del amanecer. Inhalo con fuerza, arrastrando grandes cantidades de oxígeno a los pulmones; el sonido jadeante de mi respiración es sofocante. Demostrando cuán mal me ha dejado este primer orgasmo. El pelinegro sonríe, deteniendo durante unos minutos los movimientos de su cadera; sus labios se curvan hacia arriba con una malicia y sensualidad que roba el poco oxígeno reunido en mis pulmones. Él es un demonio, una criatura hecha para el sexo. La sonrisa que me dedica me hace creer que conoce lo que estoy pensando. La mirada oscura y dilatada se desvía hacia la notoria marca que adorna un costado del cuello. Se nota contento con su obra de arte. — ¿Lista? —asiento, abriendo las piernas a su encuentro. Posó una mueca torcida en los labios antes de gemir por sus movimientos audaces. Santa mierda, es el último pensamiento coherente que tengo en la noche.
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