Quedamos al atardecer, en el mismo claro donde toda esta locura empezó a tener nombre. Avisé en casa que salía a despejarme; Jack respondió con un “lleva el móvil” y un emoji que juzga. Lo llevaba. Silenciado. No pensaba huir, pero había decidido irme si algo me cruzaba una línea. Thiago ya estaba allí, de pie junto al tronco caído con las cuatro marcas antiguas. Sudadera oscura, mangas remangadas, la atención anclada en mí. —Gracias por venir —dijo. —Prometiste luz y cero sustos. He venido a cobrar eso. Asintió, sin ironías. —Te debo algo que no sea un discurso. Si en algún momento dices “alto”, paro. Te quedas donde te sientas segura. Se descalzó con calma, dobló la sudadera sobre el tronco y me miró por última vez con ojos de humano. No pidió permiso otra vez. Empezó. No fue un t

