CAPITULO 2

1967 Words
El sonido de un mensaje me despertó antes que el despertador. A tientas, encontré el móvil en la mesilla. Era Izan. IZAN: “Planazo de sábado: si te aburres me llamas y te rescato con churros.” YO: “Si te presentas con churros, igual te adopto.” IZAN: “Reservo derecho a réplica.” Sonreí y dejé el móvil boca abajo. El día pasó tranquilo hasta que llegó la hora de ir a casa de Kyleigh, en las afueras, “la única que hay por allí”. El estómago me hizo esa pequeña torsión que no es nervio ni miedo: curiosidad concentrada. Me vestí con ropa cómoda: sudadera gris, vaqueros, zapatillas. Mientras me recogía el pelo, Rocky asomó la cabeza por la puerta, pelota en la boca, la mirada suplicante. —No puedo jugar ahora, señor —le dije—. Tengo deberes sociales. Dejó la pelota en el suelo con un suspiro perruno que me dio risa. Bajé a la cocina. Jack estaba apoyado en la encimera, cuchara en mano, mirando el móvil como si fuera a descifrar un misterio. —Te veo demasiado productiva para ser sábado —comentó. —Trabajo en equipo. Con la chica nueva. —¿La del instituto? —alzó una ceja—. Ten cuidado. A veces la gente nueva trae historias viejas. —Y a veces traen buenos apuntes —repliqué. Él sonrió sin humor. Con Jack, nunca sabías si estaba bromeando o lanzando advertencias envueltas en frases casuales. —Mamá dijo que no vuelvas tarde —añadió, inclinándose para darle a Rocky un pedacito de pan—. Y que avises si te quedas sin batería, “como una persona civilizada”. —Se nota que no me conoce. Hice dos tostadas y me serví café. Mandé un mensaje rápido a Kyleigh: YO: “Confirmo: 17:00.” KYLEIGH: “Te espero!” Listo. El día podía empezar. El aire olía a tierra húmeda; había llovido a ratos durante la noche y la mañana. Saqué la bici del garaje y pedaleé hacia el norte. A medida que avanzaba, las calles se despejaban, los jardines se volvían más grandes, las vallas más altas. Al tomar el desvío que me había indicado, el paisaje cambió: menos farolas, más árboles. El silencio no era incómodo, pero tenía ese peso de los lugares que prefieren observar antes que presentarse. La casa apareció al final de un camino flanqueado por pinos. Dos plantas, fachada clara, ventanales altos, un porche con columnas y el suelo de madera impecable. No era una mansión de película de terror; era más bien el tipo de casa que sale en anuncios donde todo está perfectamente ordenado… quizá demasiado. Aparqué la bici junto a la valla y subí los escalones del porche. Iba a tocar el timbre cuando la puerta se abrió. Un hombre alto, de traje oscuro y hombros anchos, me observó desde el marco. Tenía los ojos como los de Kyleigh, solo que en él parecían más fríos, más atentos al detalle. —Tú debes ser Leanne —dijo sin sonreír. —Sí, señor. Vengo por el trabajo del instituto. Hizo una pausa breve, como si calibrara cada palabra que iba a decir. —Soy el padre de Kyleigh. Pasa. El recibidor era amplio, con una escalera central y paredes en tonos crema. Ni una chaqueta fuera de lugar, ni un zapato suelto: todo brillaba de limpio, como si la casa estuviera siempre lista para ser fotografiada. —Kyleigh está arriba. —Señaló con la mano el primer tramo de escalera—. A la derecha, la última puerta. Asentí. Cuando puse el pie en el primer escalón, añadió, con cortesía milimetrada: —Evita el resto de habitaciones, por favor. —Claro. No sonó como una amenaza. Sonó como una regla. Y las reglas, cuando están demasiado pulidas, casi siempre esconden un motivo. Subí despacio, fijándome en los cuadros del pasillo: paisajes, casi todos. Un río, un pinar, un cielo tormentoso sobre una llanura. Ninguna foto familiar a la vista en la zona común. Curioso. Golpeé dos veces. La puerta se abrió enseguida. —Hola —dijo Kyleigh, apartándose para dejarme pasar. Su habitación era más cálida que el resto de la casa. Colcha azul en la cama, escritorio junto a la ventana, una estantería con libros y carpetas. Había vida ahí: un jersey doblado sobre la silla, una taza de té humeando, post-its en el borde del monitor del portátil. Nada caótico, pero definitivamente humano. —¿Te perdiste? —preguntó con una media sonrisa. —Solo si contamos perderme en mis pensamientos —respondí, dejando la mochila cerca de la cama—. Bonita habitación. —Gracias —dijo, encogiéndose de hombros. Me ofreció té; acepté por educación. Nos sentamos: ella en la silla del escritorio, yo en el borde de la cama. Saqué mi cuaderno. —A ver —empecé—, ¿qué opción te apetece para historia? ¿Mirar lo grande o mirar de cerca? —¿Lo grande? —Guerras, tratados, nombres que ocupan capítulos —enumeré—. ¿Lo de cerca? —Cartas, diarios, voces pequeñas —completó, y algo en sus ojos se encendió apenas. —Eso. Se inclinó hacia el escritorio y me mostró un esquema hecho a mano. Su letra era impecable, clara, con flechas finas y títulos subrayados en dos colores. Nada de dibujos de gatos en las esquinas; ese era mi estilo, no el suyo. —Podríamos trabajar con testimonios de mujeres durante la Segunda Guerra —propuso—. No desde el frente, sino desde las fábricas, hospitales, pueblos. Me interesa lo que no aparece en los titulares. —Me gusta —asentí—. Y podemos cruzarlo con fotografías, prensa local… recortes. Mi abuelo guarda periódicos viejos. —¿Sí? —preguntó, genuinamente interesada. —Sí. Se cree archivero. Le encantará que alguien lea sus tesoros. Trabajamos en silencio un rato, solo el sonido de las teclas y el rascar del bolígrafo contra el papel. Ella organizaba ideas con precisión; yo cuestionaba, añadía ejemplos, proponía títulos posiblemente demasiado poéticos. Funcionábamos bien. Diferentes, complementarias. En un momento, miró de reojo hacia la puerta, como comprobando que seguía cerrada. —¿Todo bien? —pregunté. —Sí —dijo rápido—. Mi padre… le gusta saber con quién estoy. —Entiendo —respondí. No insistí. No era mi casa. Para romper el aire denso que dejó esa frase, le conté el ritual de Aiko con las notas en mi taquilla (“Trae postre o trae tu alma”) y cómo Will siempre intenta robar patatas como si eso no tuviera consecuencias. Kyleigh se rió bajito, la risa de alguien que no practica mucho reír en voz alta. —Gracias por lo de ayer en el comedor —dijo luego—. No… no suelo sentarme con gente el primer día. —Hiciste dos cosas difíciles —respondí—: entrar en una mesa llena y trabajar conmigo sin conocer mi letra. Ganaste. La comisura de sus labios se levantó sutilmente. Luego, volvió al esquema, concentrada. —¿Te parece si armamos una lista de fuentes y luego bajamos a imprimir algunas? —propuso. —Perfecto. Mientras escribíamos, me fijé en los detalles: un marco discreto con una foto de ella y una mujer de cabello oscuro (no estaba a la vista, casi oculto detrás de un libro), una cajita de madera con tapa torneada, un reloj de pulsera pequeño sobre el alféizar de la ventana. Objetos que cuentan cosas, pensé, si alguien sabe escucharlos. Seguí escribiendo. A las seis y treinta, el té ya estaba frío y teníamos media estructura del trabajo. En la casa, todo permanecía demasiado silencioso. —¿Bajamos por agua? —pregunté. Kyleigh dudó una décima de segundo. Lo noté, como se nota un cambio de presión. Después asintió. —Vamos. Abrió la puerta. El pasillo estaba igual de quieto que antes. Bajamos la escalera, ella delante, yo detrás. En el rellano, un ruido metálico apagado vino de la cocina. —Mi padre debe estar trabajando abajo —dijo en voz baja—. No tardamos. Asentí. No tenía prisa. Solo tenía preguntas. Y la costumbre de guardármelas hasta el momento justo. En la cocina, la luz era más tenue que arriba. Las cortinas filtraban el sol de la tarde en franjas inclinadas sobre la mesa de madera. El padre de Kyleigh estaba de pie junto a la encimera, cortando algo en silencio. Su postura era impecable, como si incluso en su propia casa actuara bajo normas invisibles. —Hola otra vez —dije, con un intento de sonrisa neutral. —¿Cómo va el trabajo? —preguntó sin dejar de mirar lo que hacía. —Bien. Tenemos ya una estructura bastante sólida —respondió Kyleigh, adelantándose. Él asintió, pero no soltó un “me alegro” ni nada parecido. Simplemente, colocó las rodajas de lo que parecían manzanas en un plato y lo dejó sobre la mesa. —Toma —dijo, mirándome un segundo—. Es para las dos. —Gracias —respondí, sentándome. Kyleigh tomó una rodaja y la mordió despacio. El silencio se estiró unos segundos. Sentí que me observaba más de lo que parecía. No de forma hostil, pero sí analítica. El tipo de mirada que busca algo específico. —¿Vienes en bici? —preguntó, y me pilló desprevenida. —Sí. —Ten cuidado al volver. Esa carretera se pone oscura rápido. —Lo tendré —aseguré. Volvimos arriba con el plato. Kyleigh dejó las manzanas sobre el escritorio y retomamos el trabajo. El ambiente se aflojó de nuevo, como si el silencio del piso de abajo no pudiera subir del todo hasta aquí. Casi a las siete, decidimos que era un buen momento para cerrar. —Te acompaño a la puerta —dijo ella. En el pasillo, pasamos de nuevo junto a los cuadros de paisajes. Me di cuenta de que uno, el del río, estaba ligeramente torcido. No por accidente; más bien, como si alguien lo hubiera movido para mirar detrás. No dije nada, pero lo guardé en la memoria. En el recibidor, su padre apareció otra vez. No había ruido de televisor ni de radio; la casa parecía vivir en un silencio elegido. —Gracias por venir, Leanne —dijo él, con un tono cortés pero firme. —Gracias por recibirme —respondí. Salimos al porche. El aire era más frío que antes, bajé los escalones mientras Kyleigh se quedaba en el umbral. —Nos vemos el lunes —dijo, y me sonó más como una pregunta que como una afirmación. —Nos vemos —contesté. Monté en la bici y empecé a pedalear. La carretera se estiraba en línea recta antes de girar hacia la zona más iluminada. A mitad de camino, el sol ya se había escondido tras los árboles y la temperatura bajó. No pude evitar repasar mentalmente la tarde: la habitación de Kyleigh, los paisajes sin fotos familiares, el cuadro torcido, la forma en que su padre elegía cada palabra. Al entrar en el barrio, el móvil vibró en el bolsillo de mi sudadera. Mensaje de Izan. IZAN: “¿Vives o te secuestraron?” YO: “Vivo. Hubo té, trabajo y manzanas cortadas” IZAN: “Suena a película indie” Guardé el móvil y me dejé llevar por la inercia hasta casa. Jack estaba en el sofá, en la misma postura de la mañana. —Puntualidad británica —comentó. —Curiosidad americana —repliqué, colgando la mochila. En mi habitación, Rocky ya me esperaba, moviendo la cola. Me dejé caer en la cama. Pensé en Kyleigh, en cómo se movía entre dos mundos: el de la chica nueva en el comedor y el de esa casa silenciosa con normas invisibles.
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