CAPITULO 3

1596 Words
El domingo por la mañana prometía ser todo lo opuesto a la aventura del día anterior: despertarme tarde, desayunar en pijama y pasarme la mañana vagueando con Rocky mientras Jack jugaba en la consola. Nada de trabajos, nada de gente nueva, nada de casas silenciosas con reglas invisibles. Al menos, ese era el plan… hasta que el móvil vibró en la mesilla. KYLEIGH: “¿Puedes venir hoy? Así terminamos la parte del trabajo.” YO: “Eso ha sonado más a orden que a pregunta.” KYLEIGH: “Por favor.” YO: “Vale, pero que haya té.” KYLEIGH: “Siempre.” Suspiré. No era que me molestara verla otra vez; de hecho, la idea me picaba la curiosidad. Pero había algo en esa casa que me dejaba en estado de alerta, como si siempre hubiera algo moviéndose fuera de mi campo de visión. Me puse ropa cómoda —sudadera negra, vaqueros, zapatillas— y bajé a la cocina. Jack estaba encorvado sobre la tostadora, esperando que saltaran las rebanadas. —¿Otra vez a casa de la chica nueva? —preguntó, sin mirarme. —Trabajo de historia. ¿Te acuerdas? Lo de “estudiar para no repetir curso”. —Yo estudio —dijo, aunque no sonó muy convincente. Mientras untaba mantequilla, me observó de reojo. Pasé la mañana jugando con Rocky hasta que llegaron las cuatro y media. Hora de ir a casa de Kyleigh. Salí con Rocky siguiéndome hasta la puerta y monté en la bici. El camino hasta el norte se me hizo más rápido esta vez, quizá porque sabía exactamente qué desvíos tomar. Al llegar al sendero de pinos, el aire estaba más frío y denso, y la casa apareció al final del camino igual de impecable que el día anterior. Me recibió Kyleigh en la puerta. —Pasa, mi padre está en el despacho —informó, apartándose para dejarme entrar. El recibidor estaba tan ordenado como siempre. Esta vez, alcancé a ver fugazmente a una mujer en la sala contigua: cabello oscuro recogido, postura recta, un libro abierto en las manos. No levantó la vista, pero sentí que sabía exactamente quién acababa de entrar. —¿Tu madre? —pregunté en voz baja. Kyleigh asintió. —No suele hablar mucho con visitas. Subimos a su habitación y retomamos el trabajo donde lo habíamos dejado. La primera media hora pasó tranquila: té, cuadernos, intercambiar ideas. Todo iba bien… hasta que un ruido seco resonó desde la planta baja. Un portazo. Luego, pasos firmes subiendo la escalera. —Será mi hermano —dijo Kyleigh, aunque no sonaba especialmente emocionada. La puerta se abrió de golpe. Y ahí estaba. Alto, hombros anchos, camiseta oscura, mirada intensa que me atravesó como si quisiera leerme la mente. No hizo ni un saludo: avanzó un paso, ladeó la cabeza… y sonrió, de esa manera que no es del todo amable. —Mía. La palabra salió grave, casi como un gruñido. Kyleigh se levantó de inmediato. —Thiago, fuera. —No. —Sus ojos seguían fijos en mí. Se acercó un paso más, y pude notar algo extraño… como si su presencia llenara la habitación de calor y tensión al mismo tiempo. —Eh, grandote —dije, levantando una mano—. Creo que te equivocas de guion. Yo no soy “mía” de nadie. Eso no lo detuvo. Se inclinó lo suficiente para que sintiera su respiración cerca, como si estuviera… ¿oliéndome? Retrocedí instintivamente, chocando con el escritorio. —Thiago —insistió Kyleigh, colocándose entre nosotros—. Fuera. Se tensó, pero retrocedió un paso. Sus ojos todavía no me soltaban. —No tienes idea de lo que eres para mí. —Tienes razón —respondí, recuperando mi tono sarcástico—. No tengo ni la más mínima idea. Y no me apetece descubrirlo así. Su mandíbula se apretó. Luego, con un último vistazo, salió del cuarto y cerró la puerta con un golpe seco. Me quedé mirando la madera, intentando procesar lo que acababa de pasar. —¿Ese… era tu hermano? —pregunté. Kyleigh asintió despacio. —Es… complicado. —Complicado es que se te olvide la toalla cuando vas a ducharte. Esto es otra liga —dije, intentando aligerar el ambiente. Ella soltó una risa nerviosa y se sentó de nuevo. —Es mejor que no le prestes atención. A veces… se toma demasiadas confianzas. —Eso ya lo noté —dije, y solté el bolígrafo porque me estaba doliendo de tanto apretarlo. Kyleigh jugó con el borde de la taza. —No suelo pedirte favores, pero… ignóralo si vuelve a comportarse así. No es personal. —No me lo tomo personal —respondí—. Me lo tomo como límite. Asintió, como si esa palabra le gustara. Límite. Volvimos al trabajo unos minutos, marcando fuentes y repartiendo secciones. Aun así, el ambiente no volvió del todo a su sitio; era como trabajar con una puerta entreabierta. Terminé subrayando una línea que ya estaba subrayada. —Te debo una explicación —dijo Kyleigh, sin mirarme—. Mi familia es… estricta. —Lo he notado. Reglas claras. Pocas fotos. Mucha vigilancia —conté con los dedos, suave, sin acusar. —Mi padre protege lo que le importa. Mi madre también, solo que lo hace en silencio. —¿Y tu hermano? —Thiago… cree que todo se arregla poniéndose delante de lo que sea —sonrió sin alegría—. A veces olvida que no todo es una pelea. —Hoy casi lo convierte en una —admití—. Y no salió muy bien. —No debería haberte hablado así —murmuró. —No debería haberse acercado así —corregí, y ella asintió. Trabajamos otro rato, pero la concentración era una manta corta. Cada tanto, Kyleigh miraba a la puerta como si esperara otro golpe seco. Alguien llamó a la puerta. Un doble toque. Ni fuerte ni suave. Kyleigh se tensó. —Puedo hablar con ella un minuto —dijo Thiago al otro lado. La miré. No quería dejarla sola con la incomodidad, pero quedarse callada tampoco iba a solucionar nada. —Cinco minutos —le dije a Kyleigh—. En el pasillo. Puerta abierta. Asintió, y se apartó para dejarme salir. Me planté frente a Thiago en el rellano. Él no entró, y yo no di un paso hacia él. Distancia clara. Luz suficiente y nada de dramatismos. —Habla —dije, cruzándome de brazos. —No quise asustarte —empezó, con voz baja—. Fue… instinto. —El instinto no justifica invadir el espacio de alguien —respondí—. Si quieres tratar conmigo, tendrás que aprender eso rápido. Asintió, una vez. No justificó nada. —No sé cómo hacer esto —admitió—. Llevo años preparado para el momento en que aparecieras y, cuando entraste, lo único que pensé fue “ahí está”. Y entonces lo hice mal. Fruncí el ceño. —No tengo idea de qué estás hablando. Y no pienso seguir una conversación que empieza así de rara sin que me des contexto. —No puedo darte todo ahora —dijo, y esa respuesta me enfadó más de lo que esperaba. —Pues entonces no esperes que confíe en ti. No soy un acertijo para que lo resuelvas a medias. Él inspiró hondo, conteniéndose. —Solo prométeme que no te irás. —Ni siquiera sé qué significa “irte” para ti —contesté—. Vivo en otro barrio, no en otro planeta. Y si lo que quieres es que me quede aquí ahora mismo, eso no depende de ti. —Depende de que te proteja —respondió. —No necesito un guardaespaldas —corté—. Necesito que respetes mi espacio. Hubo un silencio breve. Entonces dijo: —Quédate esta noche. Con Kyle. No conmigo. Lo miré, desconfiada. —¿Por qué? —Porque prefiero que estés aquí a que vuelvas sola. No me preguntes por qué, solo… es más seguro. No me convencía, pero miré de reojo a la puerta del cuarto de Kyleigh. No parecía asustada, pero sí preocupada. Y yo tenía preguntas suficientes para llenar un cuaderno. —Una noche —acepté—. En el cuarto de Kyle. Y si cruzas esa puerta sin permiso, me voy y no vuelvo. —No lo haré —prometió. Sin añadir nada más, me aparté y entré de nuevo al cuarto. Kyleigh estaba de pie, con el portátil cerrado. —¿Todo bien? —preguntó. —Todo con condiciones —respondí—. ¿Te importa si me quedo esta noche? No se sorprendió. —No me importa —dijo, buscando una sábana extra. Mandé un mensaje rápido a casa para avisar. Jack, fiel a su estilo, respondió con un chiste sobre sótanos. Kyleigh subió unos platos con cena para los dos y nos lo comimos viendo una película hasta que se hizo la hora de dormir. Apagó la lámpara del escritorio y dejó encendida la de la mesilla. En esa luz tenue, su habitación se sentía más segura que el resto de la casa. Sin paisajes fríos ni normas extrañas, solo su espacio. —Gracias por quedarte —dijo ella. —Gracias por no echarme —respondí, acomodándome. Poco a poco, el silencio se llenó solo de respiraciones. Pero mi cabeza seguía encendida, repitiendo esa palabra que Thiago había dicho como si fuera una verdad absoluta: mía. No, pensé. No soy de nadie hasta que yo lo diga. Y con esa frase, cerré los ojos. O eso intenté. Esto… había sido demasiado raro.
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