Agnes no dejaba de llorar en el camino al trabajo. Se limpiaba las lágrimas a toda prisa, consciente de que no podía llegar con los ojos hinchados ni la cara marcada; no soportaría que nadie le preguntara nada. No pensaba dar explicaciones.
Miró la hora en su celular y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Ocho y cuarto. Tenía que haber estado en la mansión mucho antes, para despertar al joven amo.
—¿Podría ir un poco más rápido, por favor? —le dijo al taxista, apurada.
El hombre apretó el acelerador y Agnes sintió cómo una maraña de emociones la estrangulaba por dentro. La escena en la empresa le volvía una y otra vez a la mente: esa pulsera, esa mujer… aunque todo se hubiera aclarado y resultara ser un malentendido, ¿por qué seguía sintiéndose tan miserable?
Quizá eran las palabras duras de su esposo, la manera cruel en la que la trató… o el hecho de que se atreviera a tomar el dinero de sus bebés sin permiso. Eran demasiadas cosas acumuladas.
Cuando el taxi se detuvo frente a la mansión Von Hauser, Agnes prácticamente salió corriendo después de pagarle al conductor. Se acomodó la correa del bolso en el hombro, rogando que Ryan todavía no estuviera despierto. Aunque sabía que ya iba tarde.
Sin embargo, se quedó congelada en la sala al ver a su jefe y a su esposa sentados a la mesa, desayunando tranquilamente.
—¿Y estas horas de llegar, Agnes? —la reprendió la señora Emma con un gesto severo en el rostro—. Llegas tarde.
—Lo siento, señora… tuve un retraso.
—No pasa nada, Agnes —intervino Thierren, limpiándose la comisura de los labios con una servilleta—. A cualquiera le sucede. Anda, ve a cambiarte.
—¿Y por qué siempre la defiendes? —reprochó su esposa, frunciendo el ceño—. Ella sabe perfectamente cuál es su horario desde que está Ryan en casa.
Thierren prefirió no responder. No quería discutir durante el desayuno ni delante de su sirvienta. Se limitó a darle a Agnes una seña con la cabeza para que se retirara.
Ella salió a toda prisa hacia su cuarto de descanso. Se cambió rápidamente, se puso el uniforme y frente al espejo intentó domar su cabello revuelto. Después se lavó la cara con agua fría y la secó con una toalla, borrando los rastros de las lágrimas.
—¿Se te pegaron las sábanas, Agnes? —bromeó el cocinero, pasándole una bandeja con el desayuno de Ryan—. ¿Te cayó regaño?
—Digamos que tuve un inconveniente antes de venir… pero el jefe lo dejó pasar —respondió ella con una sonrisa forzada.
—Qué suerte la tuya. Anda, llévaselo rápido al príncipe exigente.
Agnes tomó la bandeja con cuidado y subió las escaleras con pasos medidos, procurando no derramar nada. Al llegar a la puerta de Ryan, la sostuvo con una mano mientras giraba suavemente el pomo.
Para su alivio, el joven aún dormía. Colocó el desayuno sobre la mesa con todo el sigilo posible y, en silencio, se dedicó a organizar cada detalle con precisión.
Jugo de naranja recién exprimido en copa de cristal, café n***o en porcelana fina, croissants tibios con mantequilla y mermeladas caseras, un plato de huevos pochados sobre tostadas con salmón ahumado y aguacate, un cuenco de frutos rojos con higos maduros y, para terminar, una delicada tarteleta de limón.
Agnes soltó un suspiro tembloroso al terminar de organizar todo. Lo peor venía ahora, y era despertarlo. Rogaba que hoy estuviera más llevadero que ayer.
—Joven Ryan… —murmuró, sin saber si debía tocarle el hombro o solo llamarlo desde lejos—. El desayuno ya está listo.
Él seguía dormido. Agnes se quedó observándolo en silencio, viéndolo sin la máscara de arrogancia que solía cargar. Se veía vulnerable, respirando con serenidad, el pecho desnudo subiendo y bajando lentamente. Sus pestañas largas, la línea perfecta de su nariz, esos labios rosados y tentadores… tan insoportablemente hermoso como odioso.
Sacudió la cabeza y se dio un par de palmadas suaves en las mejillas para espantar la idea.
—Joven… —iba a tocarle el hombro, cuando Ryan abrió los ojos, sujetó su muñeca y la jaló hacia él, haciéndola caer sobre la cama. Agnes soltó un pequeño grito ahogado.
—¿Te gusta espiar en secreto, Agnes? —susurró contra su oído, ahora encima de ella—. No es nada educado mirar a alguien mientras duerme.
Los ojos de Agnes se abrieron de par en par. El corazón le latía con mucha violencia, la respiración se le entrecortó. Todo parecía irreal: el hijo de su jefe encima de ella, tan cerca, invadiendo su espacio, ella en su cama, esas sábanas aún tibias donde había dormido…
—Llegas veinte minutos tarde —continuó Ryan—. Te di una hora exacta.
—Lo siento… me retrasé —murmuró Agnes, aún atónita, sin parpadear—. No volverá a pasar.
—¿Por qué llegaste tarde?
—Tráfico —mintió, apretando los labios.
—Mmm… —él la observaba con esos ojos tan fríos que parecían atravesarla—. Que sea la última vez, Agnes. Si se repite, me veré obligado a darte un castigo.
—No se repetirá —aseguró ella con un leve temblor en la voz.
Su corazón no dejaba de latir inquieto y desbocado. ¿Qué clase de castigo le impondría? Quiso saber muy en el fondo.
Tuvo la mala ocurrencia de bajar la mirada hacia su torso, y lo siguiente la hizo quedarse estupefacta. Ryan no llevaba nada puesto debajo de la sábana que apenas lo cubría. Agnes abrió los ojos desmesuradamente y soltó un gritito nervioso antes de apartarlo de un empujón y salir disparada de la cama, con el corazón a millón por segundo.
—¿¡Qué le pasa!? —exclamó, completamente ruborizada, pegando la espalda al armario—. ¡Está desnudo!
—¿Y eso es un problema para ti? —replicó él con una calma descarada.
—¿Cómo que…?
—Se me olvidó mencionarte ese detalle —dijo Ryan, recostándose de nuevo, con las manos detrás de la cabeza y la sábana blanca cubriéndole solo de la cintura hacia abajo—. No me gusta dormir con ropa. Ahora ya lo sabes, así que ten cuidado si no quieres verme en paños menores. Aunque, claro, a mí no me molestaría.
—Eso es ser demasiado desvergonzado.
—¿Tú crees? —Ryan arqueó una ceja, divertido.
Agnes tenía el rostro encendido y apenas podía respirar. No sabía cómo iba a borrar de su cabeza lo que acababa de ver. Lo que realmente la había dejado descolocada era esa erección monstruosa entre sus piernas. Sabía que los hombres solían despertar así, era algo normal… pero aquello no tenía nada de común.
—No te quedes ahí parada y tráeme una bata, si no quieres volver a verlo —ordenó él, haciéndola dar un respingo.
—Ya voy, que no me apetece repetir la vista.
—Tus ojos decían lo contrario.
Agnes apretó los labios, furiosa y confundida, y decidió no darle más vueltas. Entró al baño, buscó una de las batas del armario y se la llevó. Apenas se la tendió, Ryan se levantó con total descaro, mostrándose sin el más mínimo pudor. Su cuerpo desnudo se desplegó ante ella, la erección de su pene apuntando descaradamente hacia adelante, mientras él se colocaba la bata con tranquilidad.
Agnes giró de inmediato, con el cuello y las orejas ardiendo en rojo vivo.
Después de Dorian, ese era el segundo hombre que veía desnudo… y no era cualquiera. Era el hijo de su jefe, el mismo al que debía cuidar. Apenas en su segundo día en la mansión, y ya lo conocía entero.
—¿Te vas a quedar ahí parada? —susurró una voz grave muy cerca de su oído. Agnes dio un salto y se apartó rápido, llevándose la mano a la oreja—. Hoy estás extrañamente torpe… ¿o siempre eres así, Agnes?
Ella apretó la mandíbula. El joven Ryan era incluso peor que el día anterior cuando lo conoció. Ahora entendía a qué se refería su jefe cuando le advirtió que tenía un carácter difícil. Tenía que aguantarlo, le gustara o no, porque atenderlo era parte de su trabajo.
—Lamento si le incomodé en algo.
—¿Incomodarme? Para nada. —Ryan sonrió de lado—. Siéntate.
—¿Perdón?
—Que tomes asiento —repitió, con una mirada severa mientras se acomodaba en la mesa—. Quiero que desayunes conmigo.
Agnes dudó, pero al final no le quedó de otra. Se sentó frente a él, nerviosa, con las manos entrelazadas sobre su regazo bajo la mesa. La mañana había sido demasiado intensa y apenas podía procesar todo lo que estaba ocurriendo.
—¿Ya desayunaste? —preguntó él, bebiendo de su copa de jugo sin apartar los ojos de ella.
—Sí.
—Perfecto, entonces me sirves de muñeca de compañía.
«Tranquila, es tu trabajo», se repitió en su mente. Ser sirvienta a veces resultaba humillante, y Ryan le recordaba demasiado a la señora Emma: esa misma actitud insoportable, arrogante, que tanto detestaba.
Evitaba mirarlo directamente, fijando los ojos en cualquier otro punto, incómoda de tener que acompañarlo mientras comía.
—¿Has estado llorando, Agnes?
La pregunta la tensó de inmediato. Sin darse cuenta, sus ojos buscaron los de él.
—No… claro que no —mintió con rapidez.
—¿Segura? Porque normalmente, cuando alguien llora, el contorno de los ojos se pone rojizo e hinchado. Exactamente como los tienes tú ahora.
—Me lavé los ojos al llegar… se me metió una pelusa. Debe ser por eso.
Ryan dejó escapar una sonrisa irónica. Evidentemente no le creía, pero a Agnes no le importaba. No tenía por qué darle explicaciones a nadie.
Pasó casi media hora cuando que él terminó de comer, y a Agnes ya le dolían las nalgas de tanto estar sentada sin hacer nada. La incomodidad no podía ser mayor.
Cuando Ryan se levantó y ella fue a recoger los platos, él la detuvo.
—Tengo algo para ti —dijo, atrapándole la muñeca.
—¿Por fin va a devolverme mi pelota?
Ryan soltó una risa elegante.
—Ya quisieras —respondió con suficiencia—. Te dije que ahora es mía.
—Eso se llama robar.
—Yo lo llamo encontrar. Ven.
La jaló hacia él, manteniéndola quieta mientras revolvía en un cajón. De allí sacó un pequeño cofre.
—Ábrelo —ordenó.
Ella, confundida, obedeció. Dentro había un broche dorado con una R incrustada.
—¿Qué es esto?
—Un broche —lo tomó de sus manos y lo sostuvo frente a ella—. Es de oro, y lo vas a llevar puesto desde ahora.
—¿Por qué usaría algo tan costoso? No creo que...
—Porque simboliza que eres mi sirvienta personal, o asistente, llámalo como quieras. Estarás conmigo hasta que yo decida lo contrario, o me canse de ver tu cara.
Agnes frunció el ceño. El trasfondo de sus palabras eran desagradable.
Aunque lo que más le dio vueltas en la cabeza no fue eso, sino cómo demonios Ryan había conseguido algo así tan rápido. Apenas había llegado ayer. ¿Ya lo tenía preparado de antes? Nadie del personal en la mansión solía usar joyas de ese estilo; eran fáciles de extraviar y totalmente innecesarias.
Llevar encima un objeto tan valioso era más una carga que un honor. ¿Y si lo perdía?
—Te lo voy a poner yo mismo —demandó él—. Todos los días deberás llevarlo, no se te ocurra perderlo.
—¿Es realmente necesario? Todos aquí saben que lo asisto...
—Para mí sí —la interrumpió—. Me gusta ser meticuloso con lo que es mío.
“¿Lo que es suyo?” Agnes alzó las cejas. No lo decía literalmente, pero la hacía sentir como si fuera un objeto de su propiedad.
El joven amo redujo la distancia entre ellos y desabrochó la fina aguja del broche para engancharlo en el uniforme de Agnes. Ella dio un respingo en cuanto sintió el contacto justo encima de la curva de su pecho. No era intencional, quizá, pero la incomodaba igual.
—¿Por qué se tarda tanto? —refunfuñó, notando que él seguía sin poder colocarlo.
—Tranquila —respondió con calma—, vas a hacer que me pinche un dedo.
¿Tranquila? Lo único que pedía era que su corazón no delatara el escándalo que hacía dentro de su pecho. Sentía el roce de sus dedos sobre su seno, y juraría que él lo hacía a propósito.
—Listo —anunció Ryan al fin—. Pero mira lo que conseguiste.
Le mostró el dedo anular, de donde brotaba una diminuta gota de sangre.
—Yo no hice...
—Te movías demasiado —la interrumpió—. Y mi cuerpo no debe tener ningún rasguño, Agnes, ¿eres consciente?
—Creo que exagera...
—Hazte responsable —la acorraló con su cuerpo—. Me hiciste sangrar.
—Yo nunca le pedí que me lo pusiera. Pude hacerlo sola.
—Pero lo hice yo —contraatacó—. ¿No vas a curarme?
—Iré por una toallita...
—No —la empujó suavemente contra el armario—. Hazlo con tu boca.
—¿Qué?
—Abre —ordenó con autoridad—. Así quedará bien limpio.
—Está completamente loco...
—Si no lo haces, hablaré con mi padre sobre el pésimo servicio que colocó a mi disposición.
Agnes apretó los puños, la rabia le hervía por dentro, estaba a nada de soltarle una sarta de insultos.
—Rápido, Agnes, sigo sangrando.
Ella, con el rostro ardiendo de vergüenza, abrió un poco la boca. Ryan deslizó su dedo en su interior, observándola fijo, con los ojos tornándose casi negros mientras la veía chupar.