5. Cruel engaño

2591 Words
—¡Mi amor! Sabina corrió hacia Dorian en cuanto este se escabulló en su oficina con unos documentos, evitando levantar sospechas. Se besaron con ansias y él la apoyó contra el escritorio, sin apartar sus labios de los de ella. —Tenía tantas ganas de verte ya —murmuró con un gruñido, besándola aún—. ¿Me extrañaste? —¡Si nos vemos todos los días! —Igual no es lo mismo. —Sí lo hice —susurró ella, ronroneante—. Mucho, muchísimo, mi amor. Él se apartó apenas para sacar algo de su saco. Sabina lo observó con los ojos llenos de expectación al ver cómo extendía hacia ella una cajita negra y alargada. —Tu obsequio —dijo Dorian, acomodándole un mechón detrás de la oreja—. No pude darte algo mejor por el embarazo, solo una simple cena. —Dorian... —su amante recibió la caja emocionada. Al abrirla y descubrir la pulsera chilló de felicidad—. ¡Es preciosa! —¿Te agrada? —¡Por supuesto! —lo abrazó con fuerza—. Colócala en mi muñeca, quiero ver cómo me luce. Dorian obedeció. Disfrutaba contemplar a Sabina feliz, y más ahora que esperaba a sus bebés. —No lo creo, es hermosa —Sabina lo miró enternecida—. No hacía falta, Dori... ¿No te costó conseguirla? —Tu padre me dio un aumento, estaré bien. Además, también fue gracias a ti, ¿recuerdas? —Claro, tontito —volvió a besarlo. El hombre sonrió con triunfo contra sus labios. Claro que le había costado el obsequio: tuvo que tomar los ahorros de su esposa para comprarle a su amante un presente que estuviera a la altura, así Sabina estaría satisfecha y podría presionarle aún más a su padre para que le otorgara un ascenso. Debía sacarle el máximo provecho a esa ingenua. Ya le daría una explicación a Agnes; estaba convencido de que, cuando alcanzara su propósito con Sabina, su esposa estaría encantada, porque al fin tendría hijos, y lo mejor: recién nacidos, propios, no uno, sino dos. Agnes tenía que comprender que todo era por el bien de ambos, para cumplir sus sueños. —¿Y cómo está Agnes? —preguntó su amante al apartarse—. ¿No has tenido inconvenientes con ella? —Nos veremos con menos frecuencia a partir de ahora. Un nuevo integrante de la familia llegó y le tocará trabajar horas extras. —Eso significa que tendremos más momentos para nosotros, ¿verdad? —Así es —se dejó besar por ella una vez más. —Oye, Dorian... —ella jugueteó con su corbata, algo nerviosa—. ¿Por qué no la dejas de una vez? Mírala, no tiene nada que ofrecerte. Es una mujer tediosa, que solo se dedica a trabajar y no te atiende como debería. Nosotros nos amamos, ¿no? ¿Cuándo vas a dar ese paso? Vamos a ser padres, mis hijos querrán tener a su papá con ellos en el momento en que nazcan. Dorian se puso serio. Otra vez Sabina sacaba a relucir ese asunto, y a él le incomodaba. En repetidas ocasiones le había asegurado que dejaría a Agnes porque la única a quien amaba era a ella, pero estaba lejos de ser cierto; jamás pensaba hacerlo. Agnes era suya, su esposa, y él sabía que ella no podría vivir sin él. Lo quería demasiado, así que no podía abandonarla. Sabina era hermosa, joven y adinerada, pero no la consideraba alguien con quien construir un hogar. Le agradaba el placer que le brindaba, incluso cumpliría su anhelo de ser padre, pero tenía demasiados defectos: era engreída, clasista, su mente solo se llenaba de banalidades. ¿Cómo iba a cambiarla por su mujer? Tal como estaban, se sentía satisfecho. Nada debía modificarse. —Agnes está atravesando un momento complicado ahora —se excusó—. Perdimos a nuestro bebé, no puedo abandonarla así. Además, dudo mucho que tu padre apruebe nuestra relación si llega a enterarse, así que... —Yo puedo convencerlo —lo interrumpió ella—. Mi padre me adora, si ahora mismo le dijera que estoy esperando un hijo tuyo... —Ni se te ocurra, Sabina —la mirada de Dorian se volvió gélida—. ¿Por qué arruinas el momento con esas cosas? Estamos bien tal como estamos. —Pero yo quiero más. Deseo que todos sepan que estás conmigo, que me amas a mí y que yo seré quien te dé hijos. ¿Es tan difícil? Llevamos un año juntos, viéndonos a escondidas, ¿qué más necesitas para decidirte? ¿O acaso no piensas dejarla? —Basta, Sabina —se apartó de ella—. Creí que las cosas marchaban bien, pero ahora veo que no. Regresaré a mi oficina. —¡Espera! —lo abrazó por la espalda, desesperada—. No te enfades, yo solo... necesito sentirme segura de lo nuestro. —No deberías dudar de lo que siento por ti, ya te lo he repetido varias veces —gruñó, poniendo los ojos en blanco sin que ella lo notara—. ¿Vas a insistir con esto? —No, está bien —suspiró—. Perdóname, creo que me adelanté otra vez. —Me alegra que lo entiendas. Ahora debo volver, ya me he ausentado demasiado. Nos veremos a la hora del almuerzo. Cuando Dorian salió, Sabina descargó su frustración golpeando el escritorio con los puños. ¿Qué más podía darle? ¿No bastaba con ser joven, rica y hermosa? ¿Por qué seguía aferrado a esa mugrosa? Estaba consumida por la rabia, los celos y la incertidumbre. Quería a Dorian solo para ella, no soportaba la idea de que compartiera la cama con esa mujer mientras ella debía esperar al día siguiente para tenerlo de nuevo. Era una crueldad. Pero si encaraba a Agnes, revelando la verdad, Dorian la dejaría y eso no podía permitirlo. Tenía que ser más paciente. *** Justo cuando Dorian regresaba a su puesto, saludando a algunos compañeros y recibiendo un café de una chica atenta que se lo ofreció, distinguió a lo lejos una silueta conocida que avanzaba con paso apresurado por el pasillo. Frunció con severidad el ceño y, de pronto, un estremecimiento lo recorrió al reconocer que era su esposa. ¿Qué demonios hacía allí? Antes de que ella lograra alcanzarlo, Dorian se adelantó y salió a su encuentro. Apenas quedaron frente a frente, la sujetó del brazo. —¿Qué haces aquí, Agnes? —le reprochó en voz baja—. Creí que ya estabas en el trabajo. —Necesito preguntarte algo, Dorian. El rostro de Agnes estaba alterado y pequeñas gotas de sudor perlaban su frente. ¿Acaso había descubierto algo? Dorian tragó saliva; era imposible, todo ese tiempo se había cuidado demasiado. —¿Vienes hasta aquí solo para preguntarme algo? Este es mi lugar de trabajo, Agnes. —¿Y qué tiene que venga? ¿Te avergüenzo, acaso? Soy tu esposa. —No es eso, yo... —¿Tú tomaste el dinero que tenía guardado? —lo interrumpió sin rodeos—. Lo estuve buscando para pagar las cuentas de los servicios y no lo encontré. ¿Qué hiciste con ese dinero? La pregunta le cayó como un balde de agua helada. Había planeado una buena excusa, pero en ese momento su mente quedó en blanco. No podía confesarle que lo había gastado en una pulsera para su amante, ni mucho menos. —Agnes, yo... —Dorian, olvidaste esto en la oficina —dijo de pronto una voz dulce y melosa a sus espaldas. El hombre se tensó aún más. Era Sabina, que lo había seguido y sostenía una carpeta entre las manos. Al verlos juntos, quedó sorprendida, pero la que se impactó de verdad fue Agnes. —Oh, no sabía que tenías compañía —comentó la joven con aparente inocencia, mientras le entregaba la carpeta, que él recibió de inmediato—. ¿Ella es tu esposa? —Sí, Agnes, ella es Sabina, la hija de mi jefe —las presentó Dorian, sintiendo un sudor frío recorrerle la espalda—. Creo que es la primera vez que se conocen. Mi esposa casi no suele venir por aquí. Claro que Sabina ya conocía a Agnes; la había visto a lo lejos en un par de ocasiones, pues la investigaba para entender por qué Dorian seguía casado con una mujer como ella y no la había dejado aún. —Mucho gusto, Agnes —Sabina le extendió la mano—. Me alegra conocerte en persona, Dorian siempre habla de ti. Pero Agnes no la recibió; sus ojos, atónitos, se quedaron clavados en la pulsera que la joven lucía, tan reluciente y elegante, la misma que ella había visto en el saco de su marido la noche anterior. —¿Por qué llevas eso puesto? —señaló Agnes, sintiendo de repente un terrible malestar. —¿Esto? —Sabina retiró la mano al no ser correspondida—. Ah, ¿mi pulsera? —la mostró con una sonrisa—. Me la regaló mi novio. Agnes giró la mirada hacia Dorian, que intentaba mantener la compostura. —Esa pulsera la vi en tu saco anoche —lo encaró, mirándolo fijamente—. Estaba en una cajita negra, Dorian, es la misma. —¿Qué? ¿Por qué demonios revisaste mis cosas? —gruñó él—. Agnes, eso no es... —Soy tu esposa, ¿quién te arregla la ropa? La encontré en tu saco, pensé que era para tu madre o para mí... ¿pero resulta que la lleva otra mujer? —Creo que hay un malentendido... —intervino Sabina, intentando calmar las aguas, pero por dentro moría por gritar la verdad en la cara de Agnes: que Dorian era suyo—. Esta pulsera me la obsequió mi novio, señora, ¿cómo puede insinuar que me la dio su marido? —La vi yo misma —rebatió Agnes, girándose hacia ella—. No estoy loca, es idéntica. —Ole, ole —interrumpió de repente una voz masculina. Un tipo castaño pasó un brazo por la cintura de Sabina y la atrajo contra su pecho—. ¿Qué pasa aquí, cariño? —Ah... —Sabina miró enseguida a Dorian, quien con la mirada le rogó que siguiera la corriente—. Es que esta señora cree que su esposo me regaló la pulsera, cuando en realidad fuiste tú, amor. Dice que vio una igual en el saco de Dorian. Agnes frunció el ceño, desconcertada. —Ay, no, perdón señora —dijo el hombre, ofreciéndole la mano—. Soy Edric, el mejor amigo de Dorian. Lamento la confusión. Ayer él me ayudó a elegir un regalo para mi novia; le pedí que lo guardara porque era sorpresa y justo tenía una cita con ella. —Así es, Agnes —secundó Dorian, aliviado—. ¿Por qué demonios no preguntas primero? Sabina está esperando un hijo de Edric, y él quiso darle un detalle. Yo me llevé la caja solo para hacerle un favor, nada más. Tenías que haberme consultado. Agnes se sintió invadida por la vergüenza, aunque también por un cierto alivio. Sin embargo, en lo más profundo de su corazón permanecía una punzada de amargura que no sabía explicar. —Qué pena, lo lamento mucho, es que... me tomó por sorpresa, no lo sabía —se disculpó, ruborizada. —No pasa nada. La culpa es de Dorian por no habérselo dicho antes —apoyó Edric—. Ya que todo quedó aclarado, me llevo a mi novia, con permiso de ambos. El hombre continuó su camino con Sabina aferrada a su brazo; ambos fingieron una sonrisa como si realmente fueran una pareja enamorada. —No lo puedo creer —estalló Dorian en cuanto quedaron solos—. ¿Cómo puedes hacer semejante ridículo delante de mis amigos? ¿Acaso estás loca? —Ya te pedí disculpas. ¿Qué querías que pensara? Cualquiera hubiera dudado en mi lugar —se defendió ella—. Y no cambiemos de tema, ¿qué hiciste con el dinero? —Lamento no habértelo consultado, pero surgió una urgencia con mi madre —improvisó la primera excusa que se le vino a la mente—. Tuve que usarlo para unos medicamentos, iba a contártelo... —¡Era mi dinero, Dorian! —lo interrumpió, dolida—. ¿Cómo pudiste? Sabes el esfuerzo que hice para reunir esa cantidad, ¡era para nuestros bebés! —¡Bebés que no vamos a tener! ¡Todos murieron dentro de ti! Dorian se arrepintió al instante en que esas palabras escaparon de su boca, al ver la mirada desgarrada de su esposa, que retrocedió como si ya no lo reconociera. —Agnes, yo no quise... —Déjalo —una lágrima solitaria rodó por la mejilla de la mujer—. Siempre que puedes me lo echas en cara de la manera más cruel. —Lo siento, Agnes, pero tú... —¿Yo qué? —se apartó cuando él intentó acercarse—. Solo quería pagar los servicios, quitarte una carga de encima, Dorian, ¿y ahora me sales con esto? Tu madre no es mi responsabilidad. Ese era mi dinero, mis ahorros. ¿Cómo fuiste capaz? ¡Ni siquiera me consultaste antes, yo no te lo habría negado! —Te lo devolveré, lo prometo. Mira, dentro de poco... —No sigas, por favor —sacudió la cabeza, sintiendo un dolor desgarrador en el pecho—. Contigo siempre es lo mismo. Espero que tu madre, que bien sabes me odia con toda el alma, esté mejor y sepa ser agradecida. Sin darle oportunidad de responder, Agnes se marchó hecha trizas por dentro. Dorian soltó una maldición entre dientes y se llevó las manos al cabello, frustrado. No solo había estado a punto de ser descubierto con Sabina, sino que ahora Agnes estaba furiosa con él por aquel dinero. ¿Por qué seguía aferrándose a algo imposible? Esos bebés que ella tanto guardaba en su memoria ya no existían y jamás regresarían. —Ey —Edric se acercó cuando Agnes desapareció de su vista y le habló en voz baja—. Casi te descubren por imbécil. ¿Cómo pudiste descuidarte de esa manera? —Me salvaste esta vez, amigo —agradeció Dorian con sinceridad—. De verdad, no sé qué habría hecho sin ti. No tenía idea de que ella había visto el regalo; debí dejarlo en la oficina o cualquier otra parte. —Ten más cuidado, o terminarás echándote todo encima. Menos mal aparecí a tiempo. —Gracias otra vez. —Oye, pero ahora va a correr el rumor de que Sabina es mi novia y de que está embarazada de mí. El jefe me va a arrancar la cabeza. —Si eso ocurre... bueno, hazlo por mí, ¿sí? Interpreta ese papel, así no levantamos sospechas. —¿Y yo qué gano? —Pues... ¿tragos gratis? Vamos, no tengo nada más que ofrecerte. —Está bien, está bien —le dio una palmada en el hombro—. Volvamos al trabajo, el jefe ya casi llega. Dorian se marchó junto a su amigo, pensando en cómo calmar a Agnes después, quizá con unas rosas o algún detalle que compraría con lo poco de dinero que le quedaba. Ella nunca permanecía enojada demasiado tiempo con él; siempre terminaba cediendo, siempre estaba dispuesta. Sin sospechar que, poco a poco, alguien más estaba dibujando líneas invisibles en su relación.
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