CAP.17 - ELLIOT
Elliot tiene 50 años, pero el tiempo no lo ha gastado: lo ha afilado. También vive en el Paraje The Silent, donde el otoño cae parsimonioso y las miradas se desvían cuando él ingresa a una habitación.
No es apuesto en el sentido clásico. Es magnético. Tiene esa mezcla de seguridad, ironía y voz grave que hace que las palabras suenen mejor cuando él las dice.
Lo que lo hace irresistible es que él sabe que gusta. No lo duda. No tiene necesidad de preguntar. Y lo usa.
Te mira como si ya supiera al dedillo el final de la historia. Y, aun así, te invita a escribirla.
Habla poco, lo justo. Una frase suya vale por doce de cualquiera.
Nunca se repite. Cada conquista es notable. Cada adiós, elegante.
Los hombres afirman que “No deja títere con cabeza”
No es cruel. Es inclemente. Nada promete. Pero sugiere.
Nunca se queda. Pero sabe dejar huella.
Las mujeres de Ithaca ya lo conocen. Algunas lo evaden. Otras lo buscan. Todas, lo recuerdan.
Elliot apoyó el vaso en la barra. No miró a nadie en especial, pero todas sintieron que las había visto.
-¿Siempre llegás así, sin avisar? -preguntó una voz.
Él sonrió.
-No me gusta entorpecer. Prefiero que me noten.
Elliot era también, un trotamundos encantador.
Aquél que no camina, sino que desfila. No traba conversación, cautiva. Y cada país que ha conocido, cada idioma que ha pretendido hablar, cada vino que ha saboreado en terrazas ajenas, se ha convertido en una herramienta más de seducción. Y sabe cómo usarlas…
Elliot es engreído, sí. Pero con estilo.
Sabe que gusta, y no lo oculta. Lo celebra. Su ego no es mostrenco: es coreografiado.
Cuando habla de Estambul es como si aún oliera a condimentos. De Lisboa como si el crepúsculo le hubiera susurrado secretos. De Buenos Aires como si el tango le hubiera ilustrado en besar.
Cada anécdota es una trampa distinguida. Claro que no miente. Pero edita la verdad con rigor narrativo.
Dice que en París aprendió a mirar sin apuro. En Kioto, a callar con propósito.
En Cartagena, a bailar sin manosear. En Berlín, a esfumarse antes del amanecer.
Y en cada sitio, alguien lo recuerda. Con bronca, con deseo, con nostalgia. Pero ninguno lo olvida.
-¿Y tú, Elliot, qué buscás en una mujer?
Él sonrió, como si ya hubiera respondido esa cuestión en cinco idiomas.
-Que no me crea.
Y levantó la copa, como si celebrara con todos sus fantasmas.
Un día apareció en el paraje. Sin anunciarse, y sin historia. Solo con una valija de cuero gastado, una sonrisa que parecía estudiada, y un acento que no terminaba de corresponder a ningún lugar.
Ninguno lo vio llegar. Simplemente estaba, como si el viento lo hubiera depositado en la esquina del súper.
No se sabe si vive solo. Algunos dicen que lo vieron entrar a la casa de los Williams. Otros juran que duerme en una cabaña abandonada junto al lago. Pero nadie ha validado nada.
No se le conoce familia en el pueblo. No tiene pasado que se pueda indagar. Pero tiene muchas historias, y las cuenta como si fueran propias… o robadas.
Se mueve entre señoras como si el paraje fuera un salón de baile. Y aunque todos lo ven, ninguno lo conoce.
Emma lo vio por vez primera, en la feria. Estaba junto al puesto de hierbas, hablando con la señora que nunca habla.
No compró nada. Pero se fue con una sonrisa extraña.
Y desde entonces, el paraje comenzó a preguntarse:
“Quién era Elliot”
Elliot vive en una casa bellísima, oculta tras los árboles del bosque que bordea el paraje. No es una cabaña rústica ni una mansión rimbombante. Es un refugio con encanto, con ventanas amplias, libros apilados, y una chimenea que parece arder sola cuando él sonríe.
Utiliza su casa como extensión de su seducción.
Las mujeres que han entrado allí dicen que el tiempo se interrumpe. Que el té sabe diferente. Que la música suena como si la hubiese compuesto para ellas.
Algunas han gozado de sus favores. Ninguna ha sido ingenua. Elliot es intenso, apasionado. Pero Elliot no promete amor, pero ofrece vigor.
Y muchas son a las que ha enamorado. De su voz, de su forma de mirar, de cómo parece entenderlas sin pedir esclarecimientos. Y cuando eso sucede, no se burla, y tampoco se queda. Nunca se compromete, aunque tampoco desaparece del todo.
Las abandona con una frase, con un mohín, con una noche que parece escrita por un poeta.
Por eso, cuando lo ven en el pueblo, con otra mujer, no lo odian.
La casa de Elliot tiene olor a madera y a algo más difícil de nombrar.
En Ithaca, Elliot es más que un varón: es una leyenda viva. Y él, con su andar pausado y su sonrisa de medio lado, no se compromete con ninguna.
Porque detrás de su encanto, hay algo que ninguno conoce.
El secreto que oculta
Elliot se detuvo frente al lago, con el sol cayendo atrás de los pinos.
Una mujer lo miraba desde la orilla. Otra lo aguardaba en el pueblo.
Pero él no se inmutó. Pues el secreto que guarda no le permite avanzar.
Y mientras la brisa le despeinaba el pasado, Elliot pensó:
“Es mejor que me deseen, a que me descubran.”
Por las noches, cuando el bosque se silencia y las luces de la casa se encienden con intención, una sombra avanza sigilosa entre los árboles. Es el Dr. Smith, el único que aún entra por la puerta trasera, el único que sabe la verdad que Elliot encubre con tanto cuidado.
En una pieza al fondo, detrás de cortinas gruesas y puertas que nunca se abren, la única mujer con la que Elliot se casó, se consume lentamente.
Está gravemente enferma, y no de cuerpo solamente. De abandono, de silencio. De un amor que se volvió adorno.
El Dr. Smith la visita cada noche, sin esperanzas. Por compasión. Porque sabe que Elliot ya no lo hace.
Mientras ella agoniza, Elliot acoge a sus conquistas. Ríe. Sirve vino. Habla de Estambul, de Kioto, de los ocasos en Lisboa.
Las mujeres se enamoran, y se entregan. Y nunca saben que, a pocos pasos, una esposa muere sin ser nombrada.
El Dr. Smith cerró la puerta con cuidado. La mujer dormitaba, apenas.
Desde el salón, se oía música suave y risitas. Elliot hablaba de los tejados de Praga.
El médico se detuvo un instante.
-¿Alguna vez pensás en ella? -se preguntó, sin aguardar respuesta.
Elliot sirvió otra copa