UN DOMINGO DE PESCA

1127 Words
CAP.18 – UN DOMINGO DE PESCA Hacía tiempo que Emma le prometía un domingo de pesca a Noah. Y llegó, finalmente. El clima era maravilloso. Un sol deslumbrante que amaneció antes que ellos, como para preparar el resto del día. Caminar hasta el lago con las cañas de pesca, las carnadas y todo lo necesario para un gran picnic, fue sólo un trámite. La risa de felicidad del niño y ese alboroto que armaba, casi sin dejarla avanzar, con preguntas y respuestas que el mismo se daba. Noah era así, observador y muy inteligente. Eligió el mejor claro que halló por el sendero del bosque, y sin aguantar las ganas de poner la -Lumbriz, para que coma el pez-, como se lo oía repetir. Feliz, la carita colorada por la ansiedad y toqueteándolo todo. Queriendo poner la carnada, abrir las sillitas plegables y ayudar a su mami con la carga. Todo al mismo tiempo. En el corazón de Nueva York, donde el verde envuelve el horizonte, se extiende el lago Cayuga, extenso como un suspiro y profundo como una evocación. Sus aguas, quietas al amanecer, reflejan cielos que parecen coloreados a mano. El verano lo viste de celebración: libélulas danzan sobre la extensión, los sauces se inclinan como si quisieran beber el agua, y el aire huele a sol y a juramento. Allí, Emma y Noah comparten más que una andanza de pesca. Comparten el silencio que expresa, el chapoteo que ríe, el segundo que se vuelve eterno. La caña se convierte en varita mágica, y cada pez, en una fábula que contar. Cuando el calor incita, el lago los recibe como un viejo amigo: tibio, envolvente, dadivoso. Cayuga no es solo un lago. Es un abrigo, un escenario de memorias, un poema líquido que se escribe con cada onda. La imagen de libélulas cabrioleando entre los sauces a orillas del lago Cayuga no solo es sugestiva, sino también realista. Ithaca ofrece un escenario nativo donde estos universos conviven, embelleciendo los días de verano con su presencia etérea y cadenciosa. Noah, con sus seis años y su caña de pescar más larga que sus brazos, se sienta en la orilla del lago Cayuga. El sol de verano le dibuja reflejos refulgentes en el pelo, y sus ojos brillan con la ilusión de atrapar una mojarra, o algún pez pequeño que no le gane en fuerza, pero sí en asombro. Emma, su madre, se adentra en el agua con la despreocupación de quien conoce sus secretos. Nada con gracia, como si el lago la reconociera, como si los peces se aproximaran a ella no por curiosidad, sino por familiaridad. Hay algo en su presencia que los apacigua, como si supieran que no hay riesgo, que todo será juego y retorno. Mientras Noah observa con ilusión, Emma se acerca a un pececillo que parece comprender el pacto. Lo toma con delicadeza, y con una sonrisa cómplice lo ubica en el anzuelo de su hijo. Noah siente el tirón, estalla de emoción, y Emma desde el agua celebra con él, sabiendo que ese momento será inolvidable. El pez, desde ya, será liberado. Porque en ese rincón del universo, la pesca no es captura, sino encuentro. Y Emma, con su magia dócil, convierte el lago en un escenario de afecto, donde los peces se dejan agarrar solo para regalarle a un niño el regocijo de creer. El pacto de los seis peces… Seis años tiene Noah, y seis peces es lo acordado. Uno por cada año de nacido, uno por cada paso entregado. Emma, su madre, lo sabe: la pesca no es botín, es juego, es lazo, es ritual. Cada pez que llega a la caña es recogido con fascinación, con manos pequeñas y ojos grandiosos. Emma sonríe desde el agua, compinche de los peces, que se dejan apresar sabiendo que volverán. Cuando el sexto pez reposa en la palma de Noah, el ritual se cumple. Los seis nadadores son restituidos al lago, con el juramento intacto y el corazón gozoso. En aquel momento, Noah cierra sus ojazos, y con voz suave dice la oración que Emma le instruyó: "Gracias, lago amigo, por tu frescura y tus obsequios. Gracias, pececitos, por jugar conmigo. Vuelvan a casita, libres y felices. Yo también soy parte del agua, aunque marche por la tierra." El viento aplaude, las libélulas bailan, y el lago Cayuga guarda el secreto de un niño que aprendió a agradecer antes que a requerir. Es inolvidable lo que transmitió el niño y para Emma, El sexto pez había sido el más juguetón, el más esquivo, y también el más simbólico: el cierre del pacto, la coronación de sus seis años vividos con alegría. Emma lo abrazó con el agua aun escurriendo por sus brazos, y juntos miraron cómo los peces retornaban al lago, como si supieran que habían sido parte de algo consagrado. Entonces, llegó el tiempo de los sándwiches. Emma, con manos hábiles y corazón jubiloso, sacó el pan, el queso, el tomate fresco, y preparó cada bocado como si tejiera un cuento. Noah devoraba con la boca llena de risas, con el alma plena de peces, y con la convicción de que ese día no se iría nunca de su mente. El lago Cayuga los observaba en silencio, guardando el secreto de una mami que sabe hacer magia y de un hijo que aprendió a reconocer antes que a exigir. El sol empieza a inclinarse, dorando las copas de la arboleda, y el lago Cayuga se torna espejo de despedida. Noah, con los pies aún húmedos y la camiseta salpicada de aventuras, se acurruca en la manta que Emma acomodó bajo el sauce. Ha corrido, ha curioseado, ha reído. Ha pescado seis peces y ha restituido seis promesas. Su pancita está atiborrada de sándwiches y magia, y sus párpados pesan como hojas en otoño. Emma lo mira en silencio, con esa devoción que sólo las madres conocen. El viento mima su cabello, y las libélulas delinean círculos suaves sobre el agua. Noah se ha dormido. No por cansancio, sino por saciedad. Porque este domingo ha sido un cuento, y él, su estrella. El lago guarda el secreto, la tarde se despide sin hacer ruido, y la noche se aproxima como una nana, canturreando que todo está bien. Emma emprende la vuelta, lo alza y acomoda en su hombro y Noah ni lo nota. Entregado plenamente a la dicha de aquél domingo que concluye. Por el sendero, apenas audible, una voz de hombre, desmañado en su asiento de piedra, habla solo. El pesar de una vida que concluye, le quema en la piel, en las manos, en el corazón. Porque parece solo importarle a él. Apenas asomada, Emma ve al Dr. Smith. Lo oyó todo, y tomó una decisión.
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