CAP. 20 - THOMAS BLAKE
George llegó al paraje con la percepción llena de símbolos. La cruz tallada en piedra, los signos antiguos, los mitos que hablaban de un culto olvidado bajo las aguas del lago Cayuga.
Pero el tiempo pasó, y los informes que ha pedido aún no llegan. Los archivos están disgregados, las respuestas, esquivas.
Y, sin embargo, George se fue quedando, no por la cruz, ni por la historia. Por Emma.
Ella, que camina como si supiera más de lo que expresa. Ella, que mira el lago como si supiera leerlo. Ella, que guarda secretos bajo la piel y que nunca contesta del todo.
George la observa, con un poco de deseo, si, y también de fascinación. Como quien estudia un fenómeno natural, una potencia que no se puede medir.
Entre tanto, el socavón del sur del lago se transforma en su nuevo centro. Algo pasa allí. Algo que no encuentra en los libros.
Ha visto pasar a Emma, cerca, a veces con una pala, a veces con la mirada perdida. Y George toma nota, no en su libreta, sino en el corazón.
Porque hay símbolos que no se esculpen en roca, sino en gestos, en silencios, en disposiciones.
Y George, el académico, empieza a comprender que la cruz que vino a buscar quizás no esté bajo tierra, sino en la vida de una mujer y en su silencio.
Es hombre de hábitos y, como cada tarde, se sienta frente al lago Cayuga con su libreta abierta, aunque escribiendo cada vez, menos sobre símbolos y más sobre Emma. Ella sigue siendo un enigma: firme, esquiva, improbable de clasificar.
Lo que George no sabe, es que alguien más la ha estado observando. Desde la casa del árbol, donde el panorama abarca a todo el paraje, una figura solitaria viene siguiendo sus pasos desde que...
Esta figura, que sabe cómo ocultarse, vio a Emma una noche, cuando la luna era delgada como una uña, y ella cavaba detrás del galpón de Cooper.
Y hoy, esa figura es quién ha enviado la misiva. Una nota sin remitente, dejada en la biblioteca rural donde George consulta mapas antiguos. ¿Porque quiere que George sepa?
Adentro, una sola frase, con letra desmañada y en rojo
La cruz no es lo único que oculta el paraje. Ella también es emblema. Y no todos los símbolos se pueden tallar en las rocas.
George lee, y algo se sacude en él. No entiende del todo, pero siente que la cruz, Emma, el socavón, y ahora esta esquela, están unidos por algo más hondo que la historia misma.
Entre tanto, Emma camina por el margen del bosque, con la pala envuelta en lienzo, y una nueva decisión en el pecho.
El Paraje The Silent, como siempre, oculta sus secretos bajo tierra.
Thomas Blake enviudó joven, pero lo que sintió no fue sólo congoja. La muerte de su esposa pareció abrirle una hendedura, una por donde se filtró algo más que sufrimiento: control, deseo, perversión.
Vivía con sus dos hijas, Margot y Eliza, en una casa de madera hundida en el bosque, donde el sol escasamente se atrevía a entrar.
Margot, la mayor, fue forzada a ocupar el lugar de su madre. No solo en la cocina, no solo en las variadas atenciones. También en la cama.
Thomas nunca gritaba. Nunca tuvo necesidad de golpear. Pero su poder era tan despótico, como el de un dios menor en un universo sin testigos.
Eliza, la menor, descubrió aquél horror una noche de invierno, cuando creyó oír a su hermana llorar y halló a ambos en la habitación matrimonial. Solo pudo quebrantarse.
Desde en aquel momento, Eliza vive en un rincón de la morada, hablando con sombras, dibujando cadenas en las paredes, repitiendo frases que nadie comprende.
Thomas jamás permitió que se fuera. Ni a ella, ni a Margot. Las mantuvo encerradas, como si fueran parte de su escarmiento personal.
Pero el bosque oye. Y Emma, que ha oído cuchicheos, ya camina cerca de la vivienda, con la pala envuelta en lienzo, y la memoria de otras mujeres quemando en el pecho.
Antes de que Agnes, la madre, muriera, el hogar en el bosque tenía ventanas abiertas, libros en la mesa, y dos hijas que soñaban con el mundo más allá de los macizos.
Margot, la mayor, estudiaba literatura en la universidad de Cornell. Leía a Sylvia Plath, escribía poesía en servilletas, y hablaba de enseñar en colegios rurales, donde las niñas pudieran leer sin temor alguno.
Eliza, la menor, poseía un gran talento para la biología. Pasaba horas en el laboratorio, observando células, anotando esquemas, soñando con curar cosas que aún no tenían nombre.
Ambas regresaban los fines de semana, con otros libros, historias que narrar, y la mamá las acogía con sopa caliente y abrazos largos.
Pero entonces, la enfermedad arribó como una niebla. La madre se apagó en silencio, y Thomas Blake cambió.
La Universidad quedó muy atrás. Margot fue obligada a permanecer. Primero para cuidar a Eliza. Después, para atender a Thomas. Y luego… para ocupar el lugar que él decidió que debía ocupar.
Eliza, al principio, no comprendía. Pero esa noche, lo que vio…
Desde aquel tiempo, vive en un cuarto cerrado, y repitiendo frases como mantras: Margot no es mamá. Margaret no es Agnes.
Margot ya no escribe. Eliza anda perdida en quién sabe qué mundo, y la vivienda en el bosque ya no tiene ventanas abiertas.
Emma ha oído cosas. Y el paraje, que no tolera el silencio injusto, ya comienza a agitarse.
El bosque, esa entidad viva y cómplice, le musita a Emma la historia de las hijas de Thomas Blake:
Emma camina entre la arboleda como quien entra en un templo. No busca nada, pero el bosque tiene algo para decir. Las ramas crujen con propósito, las hojas caen en patrones que parecen letras, y el viento no sopla: zumba.
Primero, un murmullo. Luego, un dibujo. Una vivienda de madera, hundida en la espesura, con ventanas cegadas y voces que no salen.
Emma se detiene. El aire es otro. Huele a reclusión, a sopa fría, a libros desamparados.