Clara y Elizabeth se quedaron atrás, sumergidas en un animado debate con el profesor Davies sobre la influencia del movimiento Bauhaus en el diseño corporativo moderno, una discusión que en cualquier otro día me habría fascinado por completo. Sin embargo, en ese momento, mi mente era un torbellino caótico, incapaz de procesar conceptos abstractos de arte o historia, pues cada rincón de mi conciencia estaba ocupado por la imagen imborrable de un par de ojos azules y una sonrisa cargada de secretos. Abandoné el estudio con la excusa de una necesidad biológica, aunque la urgencia real era la de encontrar un espacio solitario donde pudiera intentar ordenar el salvaje galope de mi corazón y la avalancha de pensamientos contradictorios. El pasillo, que antes bullía de vida, se encontraba ahora en una calma relativa propia del receso entre clases, bañado por una luz anaranjada que se filtraba por los ventanales y teñía el mármol de un color miel. Cada paso resonaba en el silencio creciente, un eco solitario que parecía contar la historia de mi propia agitación interna mientras avanzaba hacia los baños de mujeres, sintiendo aún el fantasma de su mirada sobre mi piel. El aire olía a polvo y a cera para pisos, un aroma mundano que contrastaba violentamente con la sofisticada fragancia masculina que mi memoria había decidido grabar a fuego, un perfume que parecía haberse adherido a mis sentidos. La advertencia de Clara resonaba en mi cabeza como una campana de alarma, sus palabras lógicas y prudentes detallando el campo de minas en el que, según ella, acababa de poner un pie. A pesar de la validez innegable de su razonamiento, una corriente subterránea de pura rebeldía y una electrizante emoción me impedían sentir el miedo que debería haber sentido. Todo mi ser vibraba con una melodía peligrosa, una sinfonía de lo prohibido que ahogaba por completo la voz de la prudencia y me impulsaba hacia adelante con una determinación recién descubierta. Sabía que estaba jugando con fuego, pero la perspectiva de quemarme, lejos de aterrarme, se sentía como la promesa de un calor que nunca antes había experimentado.
Justo cuando mis dedos estaban a punto de empujar la pesada puerta de madera del baño, una voz grave y resonante captó mi atención, deteniéndome en seco a pocos metros de mi destino. Levanté la vista y lo vi, de pie junto a la fuente de agua, conversando con la profesora de literatura, la señora Albright, una mujer elegante y severa que parecía extrañamente disminuida a su lado. Alistair mantenía una postura relajada pero imponente, con una mano metida en el bolsillo de su pantalón de vestir mientras que la otra gesticulaba para enfatizar un punto, sus gemelos de plata lanzando destellos bajo la luz artificial del corredor. La tela de su camisa blanca se tensaba sobre la musculatura de su espalda y hombros con cada movimiento, un estudio de poder contenido y elegancia que resultaba absolutamente hipnótico. Él le sonreía a la profesora, pero era una sonrisa cortés, profesional, un universo de distancia de la complicidad casi depredadora que me había dedicado a mí en el aula. Mientras mi cerebro procesaba la escena, sintiendo una punzada irracional de algo parecido a los celos, su cabeza se giró sutilmente en mi dirección, como si un sexto sentido le hubiera alertado de mi presencia. Sus ojos azules me encontraron al instante a través del pasillo semivacío, y por un segundo, la máscara de director afable se desvaneció, dando paso a la misma intensidad ardiente que me había desarmado antes. Una chispa de reconocimiento, y algo más profundo y oscuro, brilló en su mirada; no interrumpió su conversación ni alteró su postura, pero sentí su atención desviarse por completo hacia mí. Fue una conexión silenciosa y fugaz, un hilo invisible que se tensó entre nosotros en ese espacio público, cargado de un significado que solo nosotros dos podíamos comprender. Con el corazón martilleándome en la garganta, rompí el contacto visual y me deslicé rápidamente dentro del baño de mujeres, empujando la puerta y dejando que se cerrara tras de mí con un suspiro sordo que pareció resonar en el repentino silencio.
El interior del baño era un santuario de azulejos blancos y fríos, un espacio impersonal y aséptico que olía a jabón floral y a limpiador con lejía, un agudo contraste con el torbellino de emociones que se agitaba dentro de mí. El silencio era casi absoluto, roto únicamente por el zumbido bajo de la ventilación y el goteo rítmico de un grifo mal cerrado, un sonido que marcaba el paso de los segundos mientras intentaba recuperar el control de mi respiración. Me apoyé contra la puerta de madera, sintiendo la superficie fresca y lisa contra mi espalda, y cerré los ojos, tratando de apaciguar el pulso desbocado que retumbaba en mis oídos. La imagen de su mirada persiguiéndome por el pasillo estaba grabada en mis párpados, tan vívida que casi podía sentir su calor, una sensación que era a la vez aterradora y exquisitamente adictiva. Después de hacer mis necesidades en uno de los cubículos, moviéndome con un sigilo innecesario, me acerqué a la larga fila de lavabos de porcelana blanca, evitando deliberadamente mi propio reflejo en el espejo. Sabía lo que encontraría: las mejillas sonrojadas, las pupilas dilatadas, la expresión de alguien que está a punto de saltar de un acantilado solo por la emoción de la caída. Abrí el grifo y dejé que el agua fría corriera sobre mis muñecas, un viejo truco para calmar los nervios que en esta ocasión se sentía completamente inútil contra la hoguera que él había encendido en mi interior. Finalmente, reuní el valor para levantar la vista, encontrándome con la imagen de una joven de cabello n***o y ojos oscuros que me devolvía una mirada de fascinación y temor. Mientras me arreglaba un mechón de pelo rebelde, un movimiento puramente automático, el sonido de la puerta principal abriéndose me hizo sobresaltar, seguido por el clic definitivo y metálico de la cerradura al ser echada. Mi corazón se detuvo por un instante antes de reanudar su carrera a una velocidad vertiginosa, pues sabía, con una certeza que me heló la sangre y me incendió la piel, quién acababa de entrar en mi supuesto refugio.
— Creo que esta es la situación más interesante que he interrumpido hoy.
Su voz profunda y aterciopelada llenó el espacio embaldosado, cada sílaba resonando con una familiaridad que desmentía lo reciente de nuestro encuentro. No era la voz del director que se había dirigido a mi clase, ni la del profesional que conversaba cortésmente en el pasillo; era algo mucho más íntimo, un murmullo ronco destinado únicamente para mis oídos, cargado de una diversión apenas disimulada. Me quedé completamente inmóvil, paralizada frente al espejo, mi propia imagen reflejando un pánico mudo mientras su figura alta y oscura se recortaba en el reflejo detrás de mí, llenando el marco de la puerta y pareciendo absorber toda la luz de la habitación. Avanzó hacia mí con la misma gracia depredadora y silenciosa que había mostrado antes, el sonido de sus costosos zapatos de cuero sobre los azulejos era el único indicio de su movimiento, un ritmo lento y deliberado que marcaba cada segundo de mi creciente ansiedad. La distancia entre nosotros se encogió con una rapidez alarmante, el universo contrayéndose a las dimensiones de aquel pequeño baño, hasta que su imponente presencia estuvo directamente a mi espalda, tan cerca que podía sentir el calor que emanaba de su cuerpo. El aroma de su perfume, amaderado y cítrico, ahora era abrumador, una fragancia embriagadora que nubló mis sentidos y silenció la voz de la razón que me gritaba que huyera.
— ¿No vas a decir nada?
Inquirió, su aliento cálido rozando la piel sensible de mi oreja y provocando que un escalofrío delicioso recorriera toda mi columna vertebral. Mis manos se aferraron al borde frío y húmedo del lavabo de porcelana, mis nudillos volviéndose blancos mientras buscaba un ancla en la marejada de sensaciones que me estaba ahogando. Podía ver su rostro en el espejo, justo por encima de mi hombro; sus rasgos definidos, su mandíbula tensa y esos penetrantes ojos azules que me estudiaban con una intensidad casi clínica, desnudando cada una de mis defensas. Una sonrisa torcida, casi imperceptible, jugaba en sus labios, la misma que me había dedicado antes, un gesto que revelaba que estaba disfrutando inmensamente de mi evidente desconcierto. Quería responder, articular una protesta, una pregunta, cualquier cosa, pero mi voz parecía haberse quedado atrapada en mi garganta, un nudo de miedo y deseo que me impedía hablar.
— No te preocupes. Tu silencio habla por sí solo, es bastante elocuente.
Musitó, su tono ahora más suave, una caricia auditiva que me hizo temblar. Entonces, sentí el contacto de sus manos, un toque que, a pesar de su sutileza, se sintió como una descarga eléctrica. No fue un agarre posesivo ni salvaje como el que había imaginado en mis fantasías más audaces; en cambio, sus largos dedos se posaron con una delicadeza exquisita a cada lado de mi cintura, sus pulgares trazando círculos lentos y tortuosos sobre el hueso de mi cadera a través de la fina tela de mi blusa. El gesto era tan íntimo, tan inesperadamente tierno y a la vez tan cargado de una autoridad implícita, que me robó el poco aire que quedaba en mis pulmones. Mi cuerpo reaccionó de forma instintiva, arqueándose ligeramente hacia su toque, una traición flagrante de mi propia voluntad que no pasó desapercibida para él. Una risa baja y gutural vibró en su pecho, un sonido que sentí más que oí, ya que estaba presionado contra mi espalda.
— Lo sabía. Mientes cuando finges que no sientes esta corriente que podría incendiar todo el edificio.
Susurró, citando casi textualmente mis propios pensamientos de hacía apenas unos minutos, como si pudiera leer mi mente con una facilidad insultante. Su mano derecha abandonó mi cintura y se deslizó hacia arriba, sus dedos rozando mis costillas con una lentitud exasperante antes de que su palma se apoyara suavemente en la pared junto a mi cabeza, atrapándome eficazmente entre su cuerpo y el lavabo. Estaba completamente a su merced, envuelta en su aroma, prisionera de su calor y cautiva de su reflejo en el espejo, una imagen que parecía sacada de un sueño febril y prohibido. La situación era una locura, una imprudencia monumental que podría destruir mi futuro académico y su reputación, tal como Clara había profetizado. Sin embargo, en ese instante, rodeada por el magnetismo abrumador de este hombre, las consecuencias parecían un precio insignificante a pagar.
— Me parece que no nos han presentado formalmente, a pesar de mi visita a tu clase.
Declaró, su voz un murmullo conspirador que vibraba contra mi piel. Giró mi cuerpo con una facilidad pasmosa, obligándome a encararlo, y de repente el espejo ya no mediaba entre nosotros; solo había centímetros de aire cargado de electricidad. Me vi obligada a levantar la vista para encontrarme con sus ojos, dos fragmentos de glaciar en llamas que me analizaban desde su imponente altura, haciéndome sentir increíblemente pequeña y delicada en comparación. Su rostro estaba tan cerca que podía contar las pestañas oscuras que enmarcaban su mirada azul, podía ver el contraste de su piel clara contra su cabello n***o perfectamente cuidado y la sombra incipiente de la barba en su mandíbula cincelada. Su presencia era tan abrumadora, una mezcla de poder, peligro y una masculinidad tan cruda que me dejó completamente sin aliento.
— Alistair Price.
Se presentó, su nombre una caricia ronca en el silencio del baño. Extendió su mano, no para un apretón formal, sino para tomar la mía, que colgaba inerte a mi costado. Sus dedos largos y cálidos se entrelazaron con los míos, un gesto de una intimidad tan impactante que sentí mis rodillas flaquear.
— Valeria… —musité, mi propia voz sonando débil y entrecortada, una mentira flagrante que ninguno de los dos creyó que fuera un nombre completo.
— Valeria —repitió él, saboreando el nombre como si fuera un vino exquisito, su mirada clavándose en mis labios antes de volver a mis ojos—. Un nombre precioso para una distracción increíblemente hermosa.
Se inclinó aún más, eliminando el poco espacio que nos separaba, su frente casi tocando la mía y su perfume envolviéndome como una segunda piel. El mundo exterior, con sus reglas, sus juicios y sus consecuencias, se desvaneció por completo, dejando solo la abrumadora realidad de su cercanía y la promesa tácita que ardía en sus ojos. Su pulgar acarició el dorso de mi mano, un gesto simple que envió oleadas de calor directamente a mi centro, haciéndome sentir como arcilla en sus manos, lista para ser moldeada por su voluntad.
— A tus servicios, pequeña.
Finalizó, su voz un susurro cargado de dobles sentidos, una mezcla de caballerosidad arcaica y posesión descarada que me hizo estremecer de pies a cabeza. Con esa última frase colgando en el aire tenso entre nosotros, soltó mi mano, retrocedió un paso, me dedicó un último guiño deliberado y secreto, y luego se giró. Deshizo el cerrojo con un movimiento rápido y eficiente, abrió la puerta y salió del baño de mujeres tan tranquilamente como si acabara de inspeccionar las instalaciones, dejándome sola, temblando, con el corazón desbocado y la piel ardiendo en los lugares donde me había tocado.