PRÓLOGO.
El aire en el despacho del director siempre se sentía distinto, cargado con una electricidad que no existía en ninguna otra parte de la universidad. Era una mezcla del aroma a cuero de los sillones, el olor a papel antiguo de los libros que abarrotaban las estanterías de caoba y su perfume, una fragancia amaderada y costosa que se adhería a mi memoria y me asaltaba en los momentos más inoportunos. Pero en aquel instante, el único estímulo que mi cerebro era capaz de procesar era el contacto de sus manos, que se cerraron sobre mi cintura con una posesión salvaje y arrebatadora que me robó el aliento y silenció cualquier pensamiento coherente que pudiera haber tenido. Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente, un escalofrío delicioso recorriéndome la espalda mientras mis propias manos se apoyaban instintivamente en la solapa de su impecable traje gris. La tela era suave y de una calidad exquisita bajo mis dedos, un contraste tangible con la dureza de los músculos que se tensaban debajo. Levanté la vista, encontrándome con el azul penetrante de sus ojos, que en ese momento parecían dos fragmentos de un glaciar en llamas, un fuego frío que me analizaba, me desnudaba y me reclamaba como suya. Su mandíbula estaba tensa y una vena palpitaba en su cuello, delatando la tormenta de emociones que se agitaba bajo esa fachada de control absoluto que siempre mostraba al mundo.
Me apretó más contra él, eliminando el poco espacio que nos separaba, y sentí la hebilla de su cinturón presionar contra mi abdomen, un recordatorio metálico y frío de su poder y su masculinidad. Mi corazón martilleaba contra mis costillas, un tambor desbocado que marcaba el ritmo de una melodía peligrosa y adictiva. Él era Alistair, el director; un hombre de treinta años, millonario, brillante e influyente, y yo era Valeria, una simple estudiante de veinte. La lógica me gritaba que huyera, que aquello era una locura, una imprudencia que podría costarme la carrera y la reputación, pero la lógica había abandonado la sala en el momento en que su aroma me había envuelto. Todo en él imponía respeto y distancia, desde su altura y su complexión musculosa hasta esa aura de magnetismo y autoridad que lo hacía parecer inalcanzable. Y sin embargo, allí estaba, rompiendo todas las barreras con un solo gesto, mirándome como si yo fuera la única persona en el universo, un universo que parecía haberse encogido a las dimensiones de aquella opulenta oficina. El sol de la tarde se filtraba por los inmensos ventanales, bañando la escena en una luz dorada y proyectando largas sombras que danzaban a nuestro alrededor como testigos silenciosos de nuestra transgresión.
— Sabes que no puedes seguir provocándome de esta manera, Valeria.
Su voz era un susurro ronco, una vibración profunda que sentí en mi pecho más que oírla con mis oídos. Cada palabra era una caricia y una advertencia, una mezcla de deseo y frustración que me hizo temblar. Inclinó su cabeza, su aliento cálido rozando la piel sensible de mi cuello, y cerré los ojos, entregándome a la sensación. El mundo exterior, con sus reglas y sus juicios, se desvaneció por completo.
— No sé de qué me hablas —musité, mi propia voz sonando débil y entrecortada, una mentira flagrante que ninguno de los dos creyó.
Una sonrisa torcida, casi imperceptible, se dibujó en sus labios antes de que volviera a mirarme a los ojos, su intensidad clavándose en mi alma.
— Mientes. Mientes cada vez que bajas la mirada cuando paso a tu lado en los pasillos, mientes cuando te muerdes el labio en mis conferencias y mientes ahora, pretendiendo que no sientes esta corriente que podría incendiar todo el edificio.
No pude responder. Tenía razón. Desde el primer instante en que lo vi, quedé profundamente impresionada. Su atractivo era innegable, pero era su aura de poder, esa personalidad intensa y dominante, lo que me había cautivado sin remedio. Me había convertido en una observadora de cada uno de sus movimientos, una soñadora que fantaseaba con lo que se sentiría estar en sus brazos. Y ahora que lo estaba, la realidad superaba con creces cualquier fantasía. Su pulgar comenzó a trazar círculos lentos y tortuosos sobre el hueso de mi cadera, un gesto que envió oleadas de calor directamente a mi centro. Me sentía como arcilla en sus manos, moldeada por su voluntad, y una parte de mí, la parte más honesta y primitiva, lo adoraba. Quería que me rompiera todas las reglas, que me mostrara ese lado apasionado del que hablaban los rumores, aquel que decían estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por la persona que amaba. Quería ser esa persona.
Sin previo aviso, su otra mano subió hasta mi nuca, sus dedos enredándose en mi cabello n***o y lacio con una firmeza que no dejaba lugar a dudas. Tiró suavemente, obligándome a inclinar la cabeza hacia atrás y a exponer mi garganta en un gesto de absoluta sumisión. El pulso en mi cuello se desbocó, latiendo con una fuerza visible bajo mi piel clara. Su rostro descendió, sus labios rozando los míos en un beso fantasma, una promesa torturadora de lo que estaba por venir. Podía oler el café en su aliento, mezclado con algo más profundo y masculino que era únicamente suyo. El contraste entre su piel clara y su cabello n***o perfectamente cuidado era aún más impactante de cerca, una obra de arte de luces y sombras que me tenía completamente hipnotizada. Era la encarnación del peligro y la tentación, un hombre tan atractivo como peligroso, y yo estaba cayendo voluntariamente en sus redes.
— Dime que me detenga —retó en un murmullo contra mis labios, sus ojos azules buscando cualquier atisbo de duda en los míos.
Pero no había duda. Solo había una certeza abrumadora, una necesidad que eclipsaba el miedo y la prudencia.
— No te detengas.
Esas tres palabras fueron el único permiso que necesitó. Su boca se estrelló contra la mía en un beso que no tenía nada de tierno ni de exploratorio. Fue un beso de conquista, una colisión de deseo contenido durante demasiado tiempo. Sus labios eran firmes y exigentes, moviéndose sobre los míos con una habilidad y una pasión que me dejaron sin aliento. Mi boca se abrió para él, invitándolo a profundizar, y su lengua se encontró con la mía en una danza salvaje y desesperada. El sabor a café y a él me inundó los sentidos, embriagándome. Mis manos, que antes descansaban en sus solapas, ahora se aferraban a sus hombros, mis uñas clavándose en la tela cara como si temiera caerme si lo soltaba. Él me levantó sin esfuerzo, sentándome en el borde de su imponente escritorio de caoba, haciendo que los papeles y un costoso bolígrafo de plata se esparcieran por el suelo con un ruido sordo que apenas registré. Ahora estábamos a la misma altura, y el beso se volvió aún más voraz, más desesperado. Sus manos recorrían mi espalda, mis costados, mi cintura, aprendiendo la forma de mi cuerpo con una avidez que me hacía sentir adorada y consumida al mismo tiempo.
Todo a mi alrededor se había reducido al caos de nuestras emociones, al sonido de nuestros besos y nuestras respiraciones agitadas. Me separé un centímetro, jadeando en busca de aire, con los labios hinchados y el pecho subiendo y bajando frenéticamente. Él apoyó su frente contra la mía, con los ojos cerrados, como si intentara recuperar un mínimo de control. Vi una gota de sudor resbalar por su sien, un testimonio de la intensidad que compartíamos.
— Eres una distracción increíblemente hermosa y problemática, Valeria —gruñó, su voz cargada de una emoción cruda que me hizo estremecer.
— Tú eres el director —repliqué, con una audacia que no sabía que poseía—. Se supone que debes mantener el orden, no causar el caos sentando a tus alumnas en tu escritorio.
Una risa baja y gutural vibró en su pecho, una risa que me erizó la piel.
— El orden es increíblemente aburrido.
Y entonces, justo cuando sus labios estaban a punto de reclamar los míos de nuevo, el sonido de la puerta abriéndose de golpe nos hizo congelar. Fue como si una aguja hubiera pinchado la burbuja perfecta y febril en la que nos encontrábamos. Giramos la cabeza al unísono, nuestros cuerpos aún entrelazados en una postura inequívocamente comprometedora. En el umbral estaba su secretaria, una mujer de mediana edad llamada Martha, con la boca abierta en una “O” perfecta y una pila de carpetas en sus manos. Sus ojos, anchos como platos, se movieron de mi rostro sonrojado al rostro impasible de Alistair, y luego bajaron a sus manos, que todavía estaban firmemente plantadas en mis caderas, y a mis piernas, que lo rodeaban a ambos lados. El silencio que se instaló en la habitación fue denso, pesado y absolutamente ensordecedor, estirándose durante una eternidad de tres segundos.
El color desapareció del rostro de Martha, siendo reemplazado por una palidez cerosa. Las carpetas que sostenía temblaron en sus manos antes de resbalar y caer al suelo, esparciendo cientos de hojas de papel por todas partes en una lluvia blanca y silenciosa. Sus manos volaron a su boca, como si intentara contener el sonido que estaba a punto de escapar. Pero fue inútil. Un grito agudo y escandalizado atravesó el aire, un chillido que probablemente se escuchó en todo el pasillo de la administración.
— ¡Dios Santísimo! ¡Director!
Su grito fue el detonante. Se tambaleó hacia atrás, como si hubiera recibido un golpe físico, y sin apartar sus ojos horrorizados de nosotros, comenzó a gritar de nuevo, esta vez hacia el pasillo, llamando la atención de quienquiera que estuviera cerca.
— ¡Seguridad! ¡Auxilio! ¡En la oficina del director!
Y entonces, en medio del pánico de Martha y mi propia humillación paralizante, Alistair hizo algo que nunca habría esperado. Mientras su secretaria seguía gritando y el sonido de pasos apresurados comenzaba a oírse en el pasillo, él me miró, con el rastro de mi lápiz labial manchando la comisura de sus labios. Y se rio. No fue una risa pequeña o nerviosa. Fue una risa profunda, sonora y genuina, una risa que resonó en el pecho contra el que yo estaba presionada. Una risa que no mostraba ni una pizca de arrepentimiento o de miedo, sino de pura y descarada diversión. Se rio como si la escena más escandalosa y potencialmente destructora de su carrera fuera la cosa más entretenida que hubiera presenciado en años, y en ese sonido, entendí la verdadera profundidad de su carácter dominante y seguro de sí mismo. No le importaba ser descubierto; quizás, incluso, lo disfrutaba.