Un mes antes...
El sol de la tarde se colaba por los altos ventanales del pasillo principal, bañando el suelo de mármol pulido con una luz cálida y moteada que hacía danzar las partículas de polvo en el aire. El murmullo constante de las conversaciones estudiantiles y el roce de las suelas de los zapatos contra la piedra creaban una sinfonía familiar, el sonido de fondo de mi vida universitaria. Caminaba junto a Elizabeth, mi mejor amiga, cuyo cabello rubio parecía una aureola dorada bajo los rayos de luz, mientras su voz animada llenaba el espacio entre nosotras. Mi portafolio de diseño, pesado y lleno de bocetos, golpeaba suavemente contra mi pierna a cada paso, un recordatorio tangible de las responsabilidades que me esperaban. El ambiente olía a libros viejos, a café y a ese aroma a limpio un poco químico que el personal de mantenimiento dejaba tras de sí. Nos abríamos paso entre grupos de estudiantes, una marea de mochilas y cuadernos, completamente inmersas en nuestra propia burbuja.
— No puedo creer que Mark Henderson finalmente te hablara saliendo de la clase de Historia del Arte, ¡y no solo para pedirte un lápiz! —exclamó Elizabeth, dándome un codazo juguetón en las costillas—. Llevaba mirándote todo el semestre, te lo había advertido.
— No es para tanto, Liz. Solo me preguntó si entendí la diferencia entre el Rococó y el Barroco —respondí con una media sonrisa, ajustando la correa de mi bolso sobre el hombro.
— ¡Por favor, Valeria! Esa es la excusa más vieja del manual del ligón universitario —resopló ella, rodando sus ojos verdes—. Un tipo como él, capitán del equipo de fútbol americano y con una beca completa, no necesita ayuda en arte, necesita una excusa para acercarse a la chica de cabello n***o que lo ignora sistemáticamente.
— No lo ignoro, simplemente estoy concentrada en mis estudios —argumenté, aunque ambas sabíamos que era solo una verdad a medias.
— Claro, en tus estudios —repitió con sarcasmo—. Admítelo, es guapísimo. Tiene esa mandíbula perfecta y unos brazos que podrían levantar un coche. Además, dicen que es astuto, no el típico deportista sin cerebro. Hoy se fijó en ti, oficialmente. ¿Qué vas a hacer?
— Probablemente nada —admití con un suspiro—. Es guapo, sí, y parece simpático. Pero hay algo en él… no sé, una inmadurez en la forma en que sonríe, como si esperara que todas cayeran a sus pies. Me aburre.
— ¡Aburre! —chilló Elizabeth, deteniéndose en seco y obligándome a hacer lo mismo—. Valeria, a veces eres imposible. Buscas un príncipe de cuento de hadas en un mundo de simples mortales con sudaderas del equipo.
Estaba a punto de responder, de defender mi lado soñador y un poco exigente, cuando una extraña quietud comenzó a extenderse por el pasillo. Fue un cambio sutil al principio, como si alguien hubiera bajado gradualmente el volumen del mundo. Las conversaciones a nuestro alrededor se apagaron, los grupos de estudiantes se hicieron a un lado y un silencio expectante se apoderó del corredor que segundos antes bullía de vida. Un carraspeo colectivo pareció recorrer el lugar, y todas las miradas se desviaron hacia la gran entrada de puertas dobles al final del pasillo. Instintivamente, nos giramos para ver qué o quién podía causar tal interrupción en el ecosistema perfectamente equilibrado de la universidad.
Y entonces lo vi por primera vez.
No entró, sino que hizo una aparición, como un actor que pisa el escenario en el momento culminante de la obra. Era alto, con una presencia que absorbía toda la luz y el aire a su alrededor, enfundado en un traje de color carbón tan perfectamente cortado que parecía esculpido sobre su cuerpo. Su complexión era musculosa, evidente incluso bajo las capas de tela cara, y sus rasgos faciales eran angulosos y definidos, como cincelados en mármol. Un cabello n***o y espeso, peinado hacia atrás con una precisión impecable, contrastaba dramáticamente con la claridad de su piel. Caminaba con una confianza depredadora, flanqueado por dos miembros del consejo universitario que parecían meros satélites orbitando un sol imponente. El sonido de sus zapatos italianos de cuero resonaba en el mármol, un ritmo firme y autoritario que marcaba su avance.
— Madre mía… —susurró Elizabeth a mi lado, su voz apenas audible—. Tiene que ser él. El nuevo director.
— ¿El nuevo director? —repetí como un eco, sintiendo la boca seca.
— Sí, Alistair. El millonario del que todos hablan. Decían que era joven, pero no imaginé… esto. Tiene solo treinta años.
— Treinta… —murmuré, mi mente luchando por procesar la información.
Los rumores que había oído de pasada cobraron vida de repente frente a mí. El hombre brillante e influyente, el genio de los negocios que ahora dirigiría nuestra universidad. Mi mirada, curiosa y observadora por naturaleza, lo recorrió de arriba abajo, registrando cada detalle: la forma en que su chaqueta se ajustaba a sus anchos hombros, el destello de unos gemelos de plata en sus puños, la línea severa de su boca que, sin embargo, insinuaba una sensualidad oculta. Era una figura de autoridad personificada, un hombre que irradiaba un magnetismo tan intenso que resultaba casi físico, una fuerza de la naturaleza que había irrumpido en nuestro tranquilo mundo académico. Y lo más intrigante de todo, el detalle que hacía que mi corazón latiera con una anticipación irracional: estaba soltero.
Mientras avanzaba, su mirada recorría el pasillo, unos ojos de un azul tan penetrante que sentí que podían verlo todo, analizarlo todo, desentrañar cada secreto. No miraba a los estudiantes con condescendencia ni con amabilidad forzada; los miraba con una evaluación rápida y precisa, como un general inspeccionando a sus tropas. La gente se apartaba a su paso, no por miedo, sino por un respeto instintivo, como si reconocieran estar ante una fuerza superior. La fascinación me embargaba, una curiosidad tan profunda que eclipsó por completo la conversación anterior sobre Mark Henderson. El capitán de fútbol americano, con su encanto juvenil y predecible, parecía un niño en comparación con la abrumadora masculinidad y el poder que emanaba este hombre.
— Parece sacado de una película —comentó Elizabeth, todavía en un susurro—. Es guapo, pero de una forma que da un poco de miedo. ¿No crees?
— No es miedo —corregí en voz baja, sin poder apartar los ojos de él—. Es… intensidad.
— Llámalo como quieras. Yo lo llamo “peligro con traje caro” —bromeó ella, pero su tono carecía de la ligereza habitual.
— Se está acercando —noté, mi pulso acelerándose con cada paso que él daba en nuestra dirección—. Liz, creo que me he olvidado de cómo se respira.
— Pues recuérdalo rápido, porque viene directo hacia aquí. Actúa normal.
Pero actuar normal era una imposibilidad fisiológica en ese momento. A medida que se acercaba, pude percibir su perfume, una fragancia sutil y sofisticada, una mezcla de sándalo y algo cítrico que olía a dinero y poder. Estaba a solo unos metros de distancia, y en ese momento, justo cuando iba a pasar a nuestro lado, sus ojos azules abandonaron su barrido general del pasillo y se posaron directamente en los míos. El mundo se detuvo. El murmullo del pasillo se desvaneció en un zumbido lejano, y la única realidad que existía era la conexión eléctrica que se estableció entre su mirada y la mía. Sentí como si me hubiera reconocido, como si me hubiera estado buscando en medio de la multitud.
Fue una fracción de segundo que se sintió como una eternidad. Sus ojos me analizaron de una forma que me hizo sentir completamente expuesta, vulnerable y, extrañamente, vista de verdad por primera vez en mi vida. Una diminuta, casi imperceptible, curva se formó en la comisura de sus labios, una sombra de sonrisa que no llegó a sus ojos. Luego, mientras pasaba a nuestro lado sin romper el paso, su párpado izquierdo bajó en un guiño deliberado y secreto, un gesto tan inesperado y tan íntimo que me robó el poco aire que quedaba en mis pulmones. Fue un pequeño acto de conspiración, un mensaje silencioso enviado a través de un mar de rostros anónimos, destinado únicamente para mí. Y tan rápido como había llegado, ya se había ido, continuando su camino por el pasillo, dejando tras de sí un rastro de su perfume y un silencio atronador.
Me quedé congelada en mi sitio, con el corazón martilleando contra mi pecho y un calor inexplicable extendiéndose por mis mejillas. Mi mano voló a mi pecho, como si pudiera calmar físicamente el tumulto que había desatado en mi interior. El mundo volvió a ponerse en marcha a mi alrededor, los murmullos se reanudaron, ahora centrados en la figura que se alejaba, pero yo seguía atrapada en ese instante suspendido en el tiempo. El guiño se repetía en mi mente una y otra vez, un destello de complicidad que no tenía ningún sentido y que, sin embargo, lo significaba todo.
— Valeria… —la voz de Elizabeth sonaba lejana, sacándome de mi trance—. Oye, Valeria, ¿estás bien? Te has puesto pálida y roja al mismo tiempo.
— ¿Eh? —articulé, girándome para mirarla con los ojos desorbitados.
— ¿Acabo de alucinar o el nuevo y multimillonario director de la universidad te ha guiñado un ojo? —inquirió, sus ojos verdes brillando con una mezcla de incredulidad y emoción.
— No… no lo sé. Creo que sí —tartamudeé, todavía procesando la escena.
— ¡Oh, sí que lo hizo! ¡Lo vi perfectamente! —exclamó, agarrándome del brazo—. Pasó de mirar a todos como si fueran insectos a… ¡fijarse en ti! ¿Qué demonios ha sido eso? ¿Lo conoces?
— No, nunca lo había visto en mi vida —aseguré, mi voz temblorosa—. Te lo juro.
— Pues él parece que a ti sí. O al menos, le ha gustado mucho lo que ha visto —insistió, con una sonrisa pícara formándose en su rostro—. Olvídate de Mark Henderson. Esto, querida amiga, es otro nivel. Acabas de entrar en las grandes ligas.
Me llevé una mano a la frente, sintiéndome mareada. La imagen de sus ojos azules, intensos y divertidos, estaba grabada a fuego en mi memoria. Era dominante, seguro de sí mismo y transmitía un magnetismo que era imposible ignorar. Era todo lo que los rumores decían y mucho más. Y por alguna razón inexplicable, en un pasillo lleno de gente, me había elegido a mí para compartir un secreto de un segundo. La fascinación inicial se había transformado en algo más profundo, algo peligroso y emocionante. Una determinación repentina, una firmeza que a veces me sorprendía a mí misma, se apoderó de mí. Tenía que saber más sobre Alistair. Tenía que entender qué había detrás de esa mirada y por qué un simple gesto suyo había logrado desestabilizar mi mundo de una forma tan completa.