Pero la paz que emanaba de esa imagen era tangible. El aire alrededor del cuadro olía a lavanda fresca y a las primeras gotas de lluvia sobre tierra seca, un aroma que se enredaba en los sueños de Damián y los aligeraba.
Moriel, estaba agazapada en su rincón, allí seguía inmóvil. Sus orejas se contrajeron al escuchar un sonido lejano—tal vez un suspiro, tal vez un nombre pronunciado en voz demasiado baja—pero no abrió los ojos. No vio cómo la figura de Abril en el lienzo inclinaba la cabeza, ni cómo los dedos translúcidos de la pintura se extendían hacia fuera del marco, rozando la frente sudorosa de Damián sin tocarla realmente.
Bastó ese gesto fantasmal para que él, aún sumido en el sueño, respirara hondo por primera vez en años. Los párpados, antes agitados bajo visiones de pesadill
