…Abrió los ojos lentamente.
—¿Boom… como… “ruido gracioso”… o “explosión que aparece en los informes de seguros”?
—Mmm… una mezcla creativa de ambos —dije, sonriendo como si le estuviera ofreciendo un cupcake, no una confesión de terrorismo doméstico.
Alexei se pasó una mano por el rostro, claramente arrepintiéndose de todas sus decisiones. Caminó hacia su escritorio, se sentó lentamente, y dijo sin mirarme:
—Cuéntamelo todo. Breve. Y sin efectos especiales.
Tomé aire.
—La cafetera empezó a escupir vapor. Luego café. Luego fuego, probablemente. Intenté salvarla, pero también intenté salvar mi dignidad. Perdí ambas batallas.
—¿La tocaste?
—Bueno, no con mala intención…
—¿La abriste?
—Solo un poquito.
—¿La golpeaste?
—Con cariño.
—¿Le diste una patada?
Hice una pausa.
—Una… patadita de ánimo.
Él me miró como si estuviera presenciando el colapso de la civilización occidental.
—¿Y todo esto fue… por café?
—Por compromiso. Por orgullo. Por amor a la excelencia —levanté la barbilla, heroica—. Soy una profesional.
—Eres un problema —gruñó.
—Los problemas traen soluciones —dije como si fuera una frase de un fortune cookie—. Y cafés nuevos.
—¿Quieres que compre otra cafetera?
—No… quiero que compremos una mejor cafetera —le mostré una foto en mi celular: una bestia italiana cromada que parecía capaz de preparar espresso, lavar los platos y lanzar satélites—. Con espumador automático, boquilla de presión calibrada y memoria de programación.
—Cuesta más que mi silla —gruñó.
—Pero menos que un juicio por lesiones con agua hirviendo.
Silencio.
Y entonces, sin levantar la voz, él dijo:
—Límpialo todo, Ivanna. Ahora.
—¿Yo?
—¿Ves a alguien más?
Miré por encima de mi hombro.
—… No.
—Entonces, mueve ese trasero rural y deja la oficina como si nunca hubieras existido.
—Eso es difícil —sonreí—. Dejar de existir, digo. Porque soy inolvidable.
—¡Fuera! —tronó, señalando la puerta.
En eso, cuando ya estaba casi afuera, con mi dignidad remendada y el café escurriéndome por los bordes de mi ropa, él me detiene con esa voz de ogro de cuento que hace temblar los cristales.
—Mejor no —gruñó—. Es una pérdida de tiempo.
Me quedé con la mano en la manija de la puerta, sintiendo cómo se me escapaba la poca libertad que me quedaba.
—Ve a la tintorería —ordenó, como si me mandara al paredón—. Lleva mi traje. Y no salgas de ahí hasta que esté listo.
Lo miré con cara de vaca que ve pasar el tren.
—¿Dónde es eso?
No había terminado de preguntarlo cuando se soltó un grito tan estruendoso que juro por Dios sentí que mis tímpanos reventaron en mil pedacitos.
—¡¡¡ES INCREÍBLE QUE NO SEPAS DÓNDE ESTÁ LA PUTA TINTORERÍA DE ESTE EDIFICIO!!!
Tuve que retroceder un paso, parpadear varias veces y llevarme la mano al oído por si estaba sangrando.
—Bueno, tampoco es que venga con GPS incorporado… —murmuré.
Pero no me escuchó. O no me quiso escuchar. Sus ojos grises ardían con ese fuego helado que solo él sabe usar.
—Y por si te interesa —continuó con voz baja, pero más peligrosa—, me importa una mierda si tu ropa está llena de café.
“Qué amable,” pensé, mientras reprimía la urgencia de tirarle la taza por la cabeza.
Resignada, miré alrededor hasta que encontré el traje, perfectamente doblado en uno de los sillones de cuero. Caminé hacia él como si fuera una bomba nuclear, lo tomé con dos dedos, como si pudiera contagiarme su amargura solo con tocarlo, y me giré.
—Me retiro, señor —dije con toda la dignidad que me quedaba, que no era mucha.
Cuando di un paso hacia la puerta, su voz me alcanzó como un latigazo.
—Lo quiero antes del almuerzo.
Apreté los dientes. Asentí sin girarme. Y salí de allí deseando que un rayo cayera justo sobre su preciosa oficina.
En cuanto crucé la puerta, empecé a maldecirlo por dentro, en todos los idiomas que conocía y algunos que probablemente inventé en ese instante:
Maldito. Puto. Infeliz. Ogro trajeado. Engendro de Satanás.
Ahí estaba Mila, esperándome como un ángel compasivo, con sus ojitos llenos de curiosidad mortal.
—¿Cómo te fue? —preguntó, agarrándome del brazo como si temiera que me desmayara.
—Bien —mentí, aunque debía de parecer un espantapájaros que acababa de sobrevivir a una explosión—. Solo tengo que hacer… algo.
—¿Algo? —repitió ella, con un hilito de voz.
—Sí. —Asentí muy seria.
Y me puse en marcha, taconeando con furia por el pasillo. Sentía el traje del ogro en los brazos como si fuera un mal presagio de lo que quedaba de mi día.
Me dirigí directo al tocador de mujeres. Sin pensar mucho, empujé la puerta.
—¿Tintorería? —me burlé en voz alta, mientras mi reflejo me devolvía la mirada—. ¡Al diablo! Yo puedo lavarlo. Quitarle esa mancha. Y hasta dejarlo oliendo a primavera si hace falta.
Mila corrió tras de mí, casi tropezando con sus propios pies.
—¡¿Dónde vas?! ¡Ahí no está el ascensor! —jadeó, apuntando hacia el pasillo—. Debes ir a la tintorería. ¡Me imagino!
Me di la vuelta, sujetando el traje con un brazo, y le respondí con la voz cargada de determinación suicida:
—No iré.
—¿Por qué? —preguntó, con un temblor en la voz que me hizo sentir que estaba a punto de llorar.
—Ya verás —le dije, entrando al tocador mientras ella me seguía como un perrito asustado—. Cierra la puerta.
Ella obedeció. El pestillo hizo clic.
Me giré y la miré con una ceja arqueada.
—Ah, y por cierto —pregunté mientras colocaba el traje en el lavamanos con cuidado de cirujano—, ¿qué pasó en la cafetera?
Mila tragó saliva.
—Ya la limpiaron —respondió en un susurro—. Trajeron una nueva cafetera.
—Ajá…
—Ivanna… creo que te la van a cobrar.
Solté un bufido que sonó más a risa histérica que a alivio.
—Ya —levanté una mano, como si estuviera calmando a una multitud imaginaria—. No le tengo miedo a eso. ¿Ok? Calma.
Me arremangué la blusa con un movimiento teatral. Mila me observaba como si presenciara un crimen en directo.
—Si quieres ayudarme —dije, señalando el traje—, no te quedes ahí parada como estatua. Necesito jabón líquido de ese que usan en limpieza. Puedes ponerlo en tu botella de agua.
—¿Por qué en la mía? —se indignó, abrazando su botella como un tesoro familiar.
—Porque yo no traje —expliqué, tan seria que parecí sensata—. Y es mejor que sea en tu botella, así no te descubren. Segundo: ¿quién crees que trae al trabajo una plancha de cabello? ¿O ese aparato que saca aire caliente como un dragón?
Ella pestañeó.
—¿Una pistola de calor?
—Eso. Bueno, si tienes uno, tráelo. Lo usaré.
—¿Lo vas a secar… aquí? —se tapó la boca, horrorizada.
—Pues claro. ¿Qué clase de incompetente crees que soy? —le espeté—. Ahora apúrate. Y si hay algo que huela bien, lo traes. No sé… ambientador… tu perfume… un ramo de rosas, lo que sea.
Mila ya casi estaba afuera cuando se giró otra vez.
—¿Qué vas a hacer?
Le puse cara de “¿en serio me lo preguntas?”.
—Aaah… que serás tonta… Voy a lavar el traje del jefe. Lo necesita lo antes posible.
—¡¡¡Noooo!!! —soltó un gritito de terror—. ¡¡Lo arruinarás!! ¡¡Ese traje es carísimo!!
—No me importa —repliqué, levantando la barbilla con orgullo—. Y si no se entera, tranquila. Nadie me va a sacar que esto no fue a la tintorería. Además, no tengo dinero. Y no pienso pedir prestado ni aceptar limosnas. Quiero hacer esto por mí misma.
Mila abrió la boca, luego la cerró. Su expresión pasó de horror a resignación y finalmente a una especie de aceptación cómplice.
—Está bien… —suspiró—. Pero si esto sale mal, yo no existo, ¿entendido?
—Perfecto —sonreí, mientras ella salía corriendo en busca de los suministros.
Me quedé sola en el tocador, mirándome en el espejo. El reflejo me devolvió la mirada: una mujer con el pelo medio pegado por el café, la blusa arremangada como si fuera a destripar a alguien, y un traje que costaba más que el sueldo de dos años, metido en un lavamanos.
Katya, mi amor, ¿en qué lío te has metido esta vez?
Inspiré hondo.
—Bueno, Katya… hora de demostrar que tienes más agallas que sentido común.
Abrí el grifo. El agua empezó a correr. Y mientras me preparaba para lavar la prenda más cara que había tocado en mi vida, solo pensé una cosa:
Si salgo viva de esta, nadie me va a detener. Ni siquiera el ogro.