Él arquea la ceja, sin perder esa calma que me pone histérica. —¿Y eso quéee? —responde, como si las cosas fueran tan simples—. No importa, no te preocupes. Yo lo miro, incrédula. —¿Cómo que no importa? ¿Sabes lo que es llegar tarde? ¡Me van a crucificar! —le digo, con las manos agitándose como hélices. Pero él, firme, insiste: —Un café. Te sentará bien. Y entonces me doy cuenta. Este hombre me rescató, me sacó del infierno lodoso, me devolvió la dignidad. Claro que debo agradecerle. Suspiro, bajo los hombros y asiento. —Está bien. Un café. Me lleva a la cocina. La cocina es un sueño: encimera de mármol, todo en orden, ese olor a limpio que me hace pensar que nunca más quiero regresar al rancho lleno de gallinas. ¡Mentira! Mauricio prepara dos tazas de café con calma, como si tu

