Sí. Así, quedo desnuda. Desnuda en el asiento trasero del auto del ogro. Si alguien pasa y ve, no sé qué va a pensar: una mujer despeinada, con restos de salsa en la piel, tirando ropa como si estuviera en medio de una fuga romántica. —¿Dónde pongo el vestido? —digo en voz alta, aunque sé que nadie me escucha. Lo miro, lo huelo (sí, hueles a tomate, desgraciado), y abro mi bolso. Sin pensarlo mucho, lo meto ahí, doblado como un pañuelo gigante. “Ya que se joda, si después huele, diré que es perfume italiano”. Las botas… uff, estaban llenas de salsa también. Me las quito, y quedo descalza. Mis pies agradecen el aire, aunque sé que voy a parecer más rara de lo normal: campesina descalza con camisa masculina. Tomo la camisa. Blanca. Limpia. De su talla. La acerco a mi nariz… huele. Huel

