PERDIDA, SIN SABER QUE HACER

1430 Words
**ALAI** Un silencio pesado llena la habitación, solo interrumpido por el leve crujir de la puerta. La mujer me mira con una expresión que no logro descifrar, como si en sus ojos brillara una mezcla de compasión y condena. —No está aquí, señora. Él salió hace unas horas. Sus palabras caen en mi oído como un peso adicional, aunque no sé bien por qué. La tensión en mi cuerpo aumenta, y cada músculo parece tensarse en anticipación de algo que no puedo comprender del todo. La sensación de incerteza me abraza con fuerza, como si el miedo que llevo en el corazón quisiera decirme que algo terrible está por venir, que todo volverá a hacer como antes. Intento respirar profundamente, pero el aire se siente espeso, como si me atrapara en un cristal invisible. La sombra de la duda y la confusión me envuelven, y mi mente lucha por encontrar sentido en la maraña de pensamientos y recuerdos que se mezclan sin orden. Entonces, en esa penumbra de incertidumbre, una pequeña chispa de inquietud se enciende en mí. ¿Por qué me siento así? ¿Por qué tengo tanto miedo, incluso en medio de esta calma aparente? ¿Qué secretos oculta esta casa, y por qué cada rincón parece susurrar promesas de algo que no quiero escuchar? Mi mirada se fija en la ventana, buscando alguna señal, alguna pista de lo que todavía no puedo comprender. La noche se acerca, y con ella, el peso de lo que aún no sé, de lo que puede estar por venir. Mi voz sale casi en un susurro, con un tono de súplica cautelosa. “¿Puede traerme el desayuno aquí?”, cuestioné, evitando cualquier contacto visual directo. No quiero parecer demasiado ansiosa, pero la verdad es que tengo miedo de salir del lugar donde estoy, de dar un paso en falso que pudiera molestar a este hombre, que aún me resulta una amenaza velada, aunque intente mantener la calma. Cada palabra la pronuncio con la esperanza de que no se moleste, de que no piense que intento desafiarlo o mostrar una actitud de rebeldía. Solo —solo quiero mantenerme en silencio, evitar llamarle la atención, y quizás, en esas pequeñas cosas, encontrar la manera de que las cosas no empeoren. La idea de que alguien entre en mi espacio, en mi aislamiento, me llena de ansiedad. La casa parece tranquila, demasiado tranquila, y esa paz aparente me resulta inquietante, como si en cualquier momento algo pudiera romperse. Siento cómo la tensión se acumula en mi pecho con cada segundo que pasa sin respuesta. Miro la puerta, esperando que acepte mi petición, aunque en el fondo sé que, por mucho que lo desee, no tengo mucho poder en esta situación. Solo puedo seguir pidiéndolo en voz baja, con una mezcla de miedo y esperanza de que, quizás, una pequeña muestra de respeto hacia mi espacio pueda abrir alguna puerta, por pequeña que sea, a un poco de paz en medio del caos en mi interior. Me mira con esa expresión que por un momento parece amable, y su sonrisa, aunque reconfortante en apariencia, lleva ese toque melancólico que no puedo ignorar. Es como si detrás de su rostro calmado se escondiera una tristeza profunda que no quiere mostrar. Siento cómo un pequeño respiro se apodera de mí, como si su promesa de traerme el desayuno me concediera un instante de alivio, aunque todavía persista la duda y el temor. —No se preocupe, yo se la traigo, —dice con una voz suave, y sus ojos reflejan esa mezcla de compasión y cierta tristeza que parece atravesarme. La sonrisa dura solo un instante, pero en ese instante dejo entrever que, quizás, también él lleva cargas que no puede o no quiere expresar. Es como si supiera que, a pesar de sus palabras de calma, hay algo en el aire que no termina de ser sencillo, algo que nos conecta en ese silencio que sólo la noche puede entender. Al girarse para salir, percibo el movimiento de sus pasos firmes, aún con esa sensación de melancolía que lo acompaña. La puerta se cierra detrás de él y el silencio vuelve a envolver la habitación, más pesado ahora que su presencia se ha ido. Me quedo allí, en esa esquina, con la mirada fija en la puerta cerrada, preguntándome qué secretos llevan esas sonrisas disfrazadas, y si realmente puedo confiar en esa promesa que acaba de hacerme. La incertidumbre sigue pesando en mi pecho y, en la quietud de esa habitación, siento que el miedo y la esperanza luchan una vez más por dominarme. Desayuné con tranquilidad. Estoy cómoda, en silencio, sin que nadie me moleste por el momento. La silla en la que estoy me brinda un poco de calma, y puedo sentir la brisa suave que entra por la ventana. Miro hacia afuera, dejando que mis ojos se pierdan en las hojas de los árboles que se mueven con el viento. Es agradable, esa sensación de libertad, aunque todavía llevo el miedo en el pecho. El mundo exterior sigue allá afuera, intacto, ajeno a todo lo que llevo dentro. De repente, mi mirada se fija en la calle. Una camioneta comienza a detenerse justo frente a la casa. Mi cuerpo se tensa involuntariamente cuando veo que la puerta se abre y alguien sale… y mi corazón empieza a latir con fuerza, acelerado. Es Nicky. Lo reconozco en segundos, y en ese instante, una ola de temor me invade. Me quedo paralizada, con la vista clavada en él, sintiendo que cada parte de mi cuerpo se estremece. Él es alto, con una presencia que parece llenar toda la calle, y su cuerpo… su cuerpo lleno de músculos, tan firme, tan imponente, que por un momento casi me bloquea la respiración. Es como si toda la fuerza y la dureza que transmite me atravesarán, y, en ese instante, una sensación de intimidación me invade tan profundo que apenas puedo moverme. Mi cuerpo se contrae, y aunque intento mantenerme tranquila, mi mente se llena de esas imágenes que no quiero recordar, esas que vuelven a recordarme lo vulnerable que soy frente a alguien así. La manera en que se acerca con esa postura dominante, con esa presencia que parece decir que puede hacer cualquier cosa, me hace sentir aún más pequeña y frágil. Solo deseo que él no vea cuánto me afectó, que no detecte el miedo que llevo en el alma, porque, en el fondo, todavía no sé si estoy lista para afrontar su mirada o esa fuerza que irradia su cuerpo. Me hago una bolita, acurrucada en la cama, tratando de esconderme del mundo, de esa presencia que acaba de entrar en mi espacio. Mi cuerpo tiembla sin que pueda evitarlo, y trato de no mirarlo a los ojos, porque sé que si lo hago, esa mirada penetrante, cargada de intención, me podría desarmar por completo. Solo deseo desaparecer, que todo esto pase sin que me vea en ese estado vulnerable. Escucho sus pasos acercándose lentamente, como si midiera cada movimiento para no asustarme más. Cuando se sienta en la orilla de la cama, mi corazón late con fuerza descontrolada. No quiero que me vea así, con miedo, con esa expresión que revela cuánto estoy luchando por mantener la calma. Pero sé que no puedo seguir así para siempre. Entonces, él me habla, con una voz que intenta ser suave, pero que en su tono noto una especie de interés, quizás incluso deseo. Me pregunta si estoy bien. La pregunta en sí —simple, cotidiana— me golpea con más intensidad de la que esperaba. No quiero mentirle, pero tampoco quiero que vea lo vulnerable que soy. Entonces, sin querer, cuando él levanta la mano y mete la mano en mi mandíbula, con esa expresión que intenta ser calmada, pero que en sus ojos claramente se ve el deseo, levanto la vista con un temblor y le pongo mi mirada en la suya, lo más lejos posible de ese miedo que me invade. —¿Qué pasa? —Aléjese… En ese instante, en ese silencio lleno de tensión, siento su deseo, lo percibo en esa mirada fija, en esa cercanía que ahora nos separa solo por unos centímetros. Mi cuerpo tiembla aún más, y en medio de ese acto involuntario de sentir que soy observada por alguien que, a la vez, parece querer algo de mí, me pregunto si alguna vez entenderá que todavía tengo miedo, que todavía necesito tiempo, y que sus deseos no pueden ser mi guía en estos momentos.
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