**ALAI**
De repente, noto que se inclina mucho más cerca de mí, demasiado, con esa intención de besarme. Mis ojos se agrandan por la sorpresa y, sin pensar, mi mano se mueve sola, impulsada por el miedo. Sin una pausa, le doy una cachetada fuerte en la cara. La bofetada resuena en el silencio, y en ese instante, ambos nos quedamos paralizados, sin entender muy bien cómo sucedió.
No supe en qué momento exactamente hice eso. Solo fue una reacción instintiva, un acto impulsado por el terror, por la angustia de esa cercanía, de esa invasión que no esperaba. Mi corazón late descontrolado, con una mezcla de vergüenza y horror, cuando noto el rostro de él cambiar, y en su expresión percibo un gesto de disgusto, una especie de rechazo que me golpea aún más.
Mi mente se llena de pánico y, sin pensarlo, empiezo a disculparme frenéticamente, casi sin aliento: “Lo siento, lo siento, no quería… no quería hacer eso…” Mis palabras salen atropelladas, con una intensidad que no puedo controlar. Solo quiero que me perdone, que entienda que todo esto fue un reflejo de mi temor, de mi angustia, de no saber qué hacer en ese momento.
Mientras balbuceo, siento cómo el peso de mi miedo y mi impulsividad me aplasta, y en esa confusión, no puedo dejar de lamentarme, deseando que todo pudiera volver a la calma, aunque dentro de mí sé que las cosas nunca volverán a ser iguales.
Mis palabras todavía tiemblan en mi boca, cargadas de angustia y desesperación. La herida abierta del rechazo arde en mi pecho mientras le miro a los ojos, tratando de entender si alguna vez habrá una respuesta que pueda aliviar el peso de lo que hemos llegado a ser. Entonces, le pregunto, con la voz entrecortada y llena de dolor:
—¿No fue para eso que forjaste este matrimonio? ¿Para obligarme a dormir contigo?
El silencio se vuelve ensordecedor, como si el tiempo se detuviera y solo quedáramos nosotros dos en esa habitación, atrapados en una tensión insoportable. Él me mira, sus ojos reflejan una mezcla de sorpresa, resignación y algo más, un intento desesperado por defenderse, por negar lo que mis palabras acusan.
—Nunca he forzado a ninguna mujer a aceptarme, —responde con una voz firme, pero que en su tono lleva una sombra de angustia—. Nunca obligué a nadie, y no pienso empezar contigo ahora.
Sus palabras cortan el aire con la dureza de una cuchilla. Pero en sus ojos, en su expresión, veo algo más: una frágil esperanza, tal vez, de que sus acciones no sean solo imposiciones, sino una verdad que intenta defender. Sin embargo, en mi interior, la duda crece, y la herida se abre aún más.
Me siento como si estuviera al borde de un abismo, sin poder soportar la presión de esa conversación. Mi corazón late con fuerza, cada palabra parece resonar en mi cabeza como un eco de un pasado de dolor y desconfianza. La ira, la tristeza, la impotencia, se mezclan en un torbellino que casi me hace caer. Pero, sobre todo, el miedo. Ese miedo que no me deja respirar, que me consume lentamente, mientras espero, con lágrimas a punto de brotar, que él me diga algo que pueda cambiar todo esto.
**NICKY**
El miedo le quedaba bien. Lo llevaba en la mirada, en cada gesto, en cada respiración entrecortada. La observé, aún temblorosa, visiblemente confundida, con su cuerpo tenso como una cuerda a punto de romperse. La veía así, como si en sus ojos pudiera verse esa implosión silenciosa, esa sensación de que en cualquier momento… podría deshacerse de mí con solo desearlo. Pobrecita, pensé con una especie de lástima fría. Aún no entendía, todavía no compraba, que ya no tenía escapatoria; que en ese instante, su destino ya estaba sellado.
Me acomodé lentamente en el sillón, cruzando las piernas, los ojos fijos en ella como quien analiza una pieza valiosa en su colección, una pieza que ha estado ocultando más de lo que quisiera aceptar. La sentía como si fuera una sombra, una presencia frágil que, en su vulnerabilidad, solo reforzaba la incertidumbre que empezaba a sentir en mí también.
Matthew había sido un idiota, un hombre que creía tener control de todo, que pensaba que podía gobernar sobre las vidas de los demás como si fuera un dios. Pero su arrogancia solo le llevó a la ruina. Apostó más de lo que podía, creyendo que la suerte siempre estaría de su lado, que podía recuperar lo que había perdido, que podía recuperar su supremacía. Y cuando la marea se volteó en su contra, cuando en un abrir y cerrar de ojos lo perdió todo —la casa, la hacienda, los títulos, las alianzas, la confianza— pensó que aún podía salvar algo más: ella.
Mi sonrisa, esa que no llega hasta los labios, se mengua apenas. Pero en el fondo, esa fue siempre mi jugada maestra: poseerla, en todos los sentidos. No fue solo un acto de amor o de protección —no, eso nunca ha sido así—, sino una estrategia, una conquista. Ella es mi trofeo, mi victoria, la pieza que necesitaba para completar ese tablero oscuro en el que me muevo. La tengo, y eso es lo que importa. La poseo aún en la penumbra de sus miedos, en la vulnerabilidad que la hace más valiosa en mis manos. Ella no lo sabe aún, pero su destino ya está decidido.
Y ahora, mientras la observo en esa quietud tensa, en esa situación que ella no entiende del todo, sé que solo es un paso más en la partida que estamos jugando. Pero al final, en este juego perverso, siempre gana quien controla los miedos y las sombras. Y yo, sin duda, soy ese jugador.
La joya más interesante de su posesión. Alai Tremblay, la mujer que no tenía opción. La que, en sus ojos, siempre fue solo un trofeo, una ficha más en mi tablero retorcido. Reí, bajo, disfrutando la ironía que me rodeaba, esa dulce crueldad que nacía de saber que el destino le había jugado otra vez en contra. ¿Cómo se sentiría ahora, cuando la suerte parecía haber cambiado de bando, cuando creía haber escapado, solo para descubrir que la libertad era un espejismo, una ilusión que se desvaneció en la penumbra de sus miedos?
—Así que este es mi premio —murmuré, con calma calculada, cruzando una pierna sobre la otra, estudiando cada milla de su rostro con esa sonrisa que no era más que un reflejo de mi control. Mi mirada era como una daga afilada, cortando en silencio, saboreando cada instante de su desconcierto. La escena era perfecta, y yo disfrutaba de cada segundo.
Ella no dijo nada. Solo quedó allí, en silencio absoluto, con una expresión que parecía arrasada por la sorpresa. Apenas respiraba, su pecho subía y bajaba con dificultad, cada suspiro pesaba más que el aire en sus pulmones. La incredulidad, esa emoción que la mantenía paralizada, pesaba en ella como una garra invisible que apretaba firme. Bien. Tenía todo el tiempo del mundo para enseñarle que, en este lugar, de mí, nadie huye.
Su miedo era intenso, casi tangible, un hedor nauseabundo que impregnaba el aire a su alrededor. Era una presencia sofocante que podía sentirse en la habitación, un aroma denso y desagradable que hablaba de su terror. Temblaba visiblemente, a pesar de sus vanos esfuerzos por ocultarlo; el temblor le recorría el cuerpo como una corriente eléctrica incontrolable, sacudiéndole de pies a cabeza. Intentaba aparentar calma, pero su fachada se resquebrajaba a cada instante, delatando su fragilidad. Parecía una niña pequeña, asustada y vulnerable, enfrentándose a un monstruo desconocido, a un peligro inminente que la amenazaba con consumirla. Su respiración era entrecortada, agitada e irregular, como si le faltase el aire; cada inhalación era un esfuerzo, cada exhalación un lamento silencioso.
Sus ojos, desorbitados por el pánico, escudriñaban desesperadamente el entorno, buscando una vía de escape que no existía, una salida imposible a su terrible situación. Buscaban una promesa rota en el silencio opresivo que la envolvía, un eco lejano de esperanza que nunca llegaría. ¡Pobre criatura! En su arrogancia, creía tener el control absoluto de todo lo que le rodeaba, manejar su destino con mano firme y dirigir el curso de su vida a su antojo. Estaba convencido de que su voluntad inquebrantable sería suficiente para salvarla de cualquier peligro, para protegerla de cualquier daño. Ahora, en este momento de crisis, se daba cuenta con amargura de que todo era solo una ilusión, una fantasía creada por su propia mente. La realidad, cruda e implacable, le golpeaba con fuerza, mostrándole su verdadera impotencia.