**NICKY**
Me incliné lentamente hacia delante, apoyando los codos sobre mis rodillas, con una paciencia que solo alimentaba el tormento que ella inevitablemente sentiría. Sentí cómo su miedo aumentaba, cómo cada palabra que pronunciaría sería solo una muestra de su lucha y su derrota. Y entonces, con esa voz fría y profunda, que parecía acariciar la oscuridad misma, dije:
—Matthew era un idiota —las palabras salieron con calma, como si simplemente estuviera comentando algo trivial—. Apostó demasiado. Creyó que podía ganarme, que podía doblegarme. Pero no tuve piedad con él. Hoy me tiene a mí como su dueño, como su leyenda en las paredes, como su sombra en la oscuridad.
Mi mirada se volvió aún más intensa, como si quisiese que cada palabra perforara su alma. La tensión en la habitación era palpable, un silencio expectante que solamente se rompía con su respiración entrecortada y el leve temblor de su cuerpo. Esa sensación, esa certeza, de que la partida ya había comenzado y que ella, inevitablemente, había perdido.
Ella pestañeó, su expresión endureciéndose por un breve instante. Ahí estaba. Un destello de resistencia. Interesante. Tomé otro cigarro, encendiéndolo con la misma precisión con la que manejo mis negocios. Inhalé el humo lentamente, disfrutando el momento, la atmósfera cargada con su desesperación y mi absoluta certeza.
—Apostó la hacienda, los terrenos, sus ahorros —continué—. Cuando se quedó sin opciones, sin nada más que vender, él hizo lo único que un hombre desesperado haría.
El silencio se extendió entre nosotros. Alai no preguntó. No lo necesitaba. Sabía la respuesta antes de que la dijera. Sonreí. —Te aposto a ti.
Fue ahí cuando su cuerpo entero se tensó. Como si mis palabras fueran un golpe físico. Se encogió sobre sí misma, sus manos se aferraron a la sábana, su mirada finalmente se encontró con la mía. Vacilante. Confusa. Pero no derrotada.
Aún no.
—No puede ser cierto —susurró.
—Es la realidad. —inhalé otro poco de humo, disfrutando su incredulidad. —Eres parte del trato, Alai. No fue personal. Solo fue un negocio.
Ella cerró los ojos por un momento, como si intentara respirar, como si buscara algo dentro de sí que pudiera devolverle el control que había perdido.
Me divertía verla así. Pero de mí, nadie huye. Además, se atrevió a golpearme.
El miedo es un arte. Hay quienes suplican, quienes gritan, quienes intentan luchar contra lo inevitable. Pero hay otros… como ella.
Alai no llora. No grita. No implora. Solo se hunde en su propio silencio, ese vacío donde la desesperación se transforma en algo diferente. En resistencia.
Interesante. Me apoyo en mis rodillas, observándola con calma. No tengo prisa. Sé cómo funciona esto. Sé cómo manejar situaciones como esta.
Ella intenta ocultar cómo su cuerpo tiembla involuntariamente, cómo sus dedos se aferran a la sábana como si fuera su última línea de defensa.
Pero no tiene defensa.
Se cree libre. Se creyó con una oportunidad, con una salida. ¡Desilusión! La libertad es solo una fantasía cuando el mundo entero funciona a base de contratos, de dinero, de poder.
—Tienes dos opciones —repito, tranquilo, como si le estuviera ofreciendo una decisión simple.
La incredulidad está escrita en cada línea de su rostro.
—¿Opciones? —replicó, pero no es una pregunta real. Es una burla amarga, una negación disfrazada de desafío.
Sonreí. Me gusta esa reacción.
—Sí, opciones —confirmé, inhalando otro poco de humo antes de soltarlo en una exhalación lenta—. Puedes aceptar tu nueva vida conmigo, adaptarte, entender que todo esto es inevitable… —mi voz se arrastra con calma, con la certeza de que ya ha ganado—. O puedes hacer esto difícil.
Sus manos se cierran en puños sobre la sábana, su respiración es entrecortada, su mirada se endurece. —No soy una posesión. —murmura.
La carcajada corta aún flotaba en el aire cuando me puse de pie. Aplasté el cigarro en el cenicero con un gesto seco, casi ceremonial, disfrutando del sonido crujiente del tabaco muriendo bajo mi mano. El poder real no grita, no se impone con furia: respira con calma, se despliega con precisión.
Caminé hacia ella. Lento. Tranquilo. Observé el modo en que su espalda se enderezó, tensa, expectante, como si su cuerpo anticipara una tormenta que aún no sabía cómo enfrentar. No retrocedió. Bien por ella. Me gusta cuando intentan resistirse.
—¿Sabes qué me molesta de todo esto? —pregunté, deteniéndome justo a menos de un metro—. Que aún creas que puedes elegir.
Sus labios se separaron, pero no salió ningún sonido. Su mirada era dura, desafiante, como si dentro de su mente aún creyera que podía encontrar una grieta en esta realidad. Pero no había grietas.
—No soy un animal para que me compres —escupió su voz, apenas temblando, pero no lo suficiente para quebrarse.
Sonreí. Ladeé la cabeza. ¡Qué absurda esperanza!
—Todos tienen un precio, Alai. —Mi tono fue casi paternal. Casi indulgente—. No siempre es dinero. A veces es miedo. En ciertos momentos es orgullo. Y otras veces… es amor. Tú aún no entiendes de qué estás hecha, sin embargo, lo harás. Yo me encargaré de eso.
Ella se puso de pie.
No corrió. No gritó. No tembló. Solo se levantó con una dignidad rota que parecía empecinada en no desmoronarse del todo. —¿Y tú? —preguntó, con voz tensa—. ¿Qué apostaste para terminar tan vacío?
Por un segundo, solo uno, el silencio cambió de dueño. No me moví. No pestañeé. Dentro de mí, algo reconoció el fuego en ella. No por rabia. Por algo más profundo. Sonreí de lado. —Buena pregunta. —dejé el espacio entre nosotros como estaba, intacto, como un terreno que aún no había decidido conquistar. —Pero eso ya no importa. Aquí la única historia que vamos a contar es la tuya. Y la mía.
Caminé hacia la puerta, sin mirar atrás, aunque el peso de su mirada se aferraba a mi espalda. —Prepárate —dije antes de salir—. Esta casa no es una prisión… todavía. Pero lo será, si me obligas a convertirla en una. Y me fui.
Dejándola sola con el eco de mis palabras, con el veneno de la verdad, corroyéndola por dentro. Ella podía resistir todo lo que quisiera. Podía luchar, patalear, aferrarse a una ilusión. Pero tarde o temprano, como todos, se quebraría. Y cuando lo hiciera, yo estaría ahí para recoger los pedazos.
El cambio es sutil, casi imperceptible. No obstante, está ahí. Una semana ha pasado desde que llegó, y su cuerpo ya no se repliega como un animal herido cada vez que me acerco. La tensión en sus hombros, antes tan marcada que parecía un escudo a punto de quebrarse, ha cedido apenas un grado. Sus ojos ya no son solo trincheras de desconfianza: hay destellos que titilan cuando cree que no la miro. Duda. Cautela. Y hoy… algo más.
Me detengo en el umbral de la puerta. No quiero irrumpir, no todavía. Hay una calma frágil en el aire, el tipo de quietud que precede a los primeros brotes después de una larga helada. La observó en silencio, y por primera vez no parece una prisionera de sus propios recuerdos, sino alguien que, con recelo, empieza a levantar la cabeza para mirar el mundo de nuevo.
—Te llevaré de compras —digo, al fin.
La frase suena extraña, incluso para mí. No porque no la haya pensado antes, sino porque pronunciarla me hace consciente de lo lejos que estamos del principio… y de lo peligrosamente cerca que estamos de algo más.
Ella parpadea. Hay un segundo en que parece confundida, como si intentara descifrar si escuchó bien. Y entonces lo veo. Un brillo. No de sospecha. De algo que me toma por sorpresa. Esperanza. No respondió de inmediato. No necesita hacerlo. Su cuerpo lo dice todo: la forma en que se incorpora lentamente, sin sobresaltos, sin ese impulso defensivo que la dominaba los primeros días. Sus manos, antes crispadas, ahora descansan con menos tensión sobre las sábanas. Y cuando me mira, no hay fuego ni hielo. Solo un atisbo de alguien que quiere creer —aunque sea por un segundo— que algo le pertenece.