**ALAI**
No fue amor. Nunca lo fue. Para este hombre soy un objeto más. Desde el primer día que entré por esa puerta, supe que no me quería, solo me poseía. No era su esposa, era su sombra, su objeto, su espejo roto. Me lo dejó claro cuando firmé aquel contrato, cuando tomé esa pluma con los dedos temblorosos y estampé mi nombre sobre un destino que no había elegido.
Matthew Dufort no creía en la confianza. Para él, las personas eran herramientas, y yo, la más peligrosa de todas. Me llamaba “Demasiada bonita”, como si la belleza fuera una maldición o un pecado, como si fuera una amenaza para su dominio. No podía mirar a nadie, ni siquiera a un desconocido en el supermercado. Si mi mirada se desviaba por más de un segundo, sus dedos me encontraban después, cerrándose alrededor de mi muñeca como un grillete invisible.
—¿Qué buscabas? —gruñía—. ¿Quién te miró? Eres una maldita zorra.
Esa era su manera de tratarme, por más que intentaba hacer las cosas bien, siempre había un motivo por el cual tenía que castigarme. El castigo llegaba sin aviso, sin lógica, sin tregua. Un error inexistente podía costarme horas encerrada en nuestro dormitorio, amarrada, con las luces apagadas y el sonido de sus botas recorriendo el pasillo como el eco de mi miedo. Azotes que ya no dolían.
Durante las noches hablaba dormido. Murmuraba nombres que no conocía, recuerdos que no eran míos. Otras veces, me despertaba con el cañón de su rifle apoyado contra la cabecera, sus ojos vacíos, como si los fantasmas de su pasado fueran más reales que yo.
Yo no lloraba. Ya no. No servía de nada.
—Si te mueves, te mueres.
Mi vida no podía ir de mal a peor, tenía que mantenerme despierta, porque si me dormía profundamente peligraba.
Cuando los celos lo consumían, la violencia se volvía ritual. Un tirón de cabello al pasar. Un empujón disfrazado de corrección. Siempre el golpe iba donde nadie lo vería. No tenía adónde ir. No tenía a nadie que escuchara. Era suya totalmente, a su merced.
Pero con el tiempo algo dentro de mí se apagó. Dejé de resistirme. Dejé de querer escapar. No porque hubiera aceptado mi destino, sino porque comprendí que no valía la pena luchar contra algo que nunca cambiaría. Solo deseaba que todo terminara. ¿Cuántas veces deseé la muerte y esta nunca me visitó, solamente el dolor?
—¿Qué haces? —me dice mientras carga su rifle. Es un ex militar retirado, ya tiene sus años; sin embargo, no se le notan por su contextura fuerte.
—¿Qué desea, mi señor? —esa tenía que ser la manera de hablarle, quería que su autoridad se reflejara.
—Prepara el agua. No estaré mucho tiempo afuera. Cuando regreses, más te vale que no hagas tonterías.
—No las haré, mi señor. —tenia diecinueve años cuando me casaron con él. Mientras que él, cuarenta y cinco o más, no me atrevía a cuestionarlo.
—Eso espero, porque no te irá muy bien si desobedeces. Si te portas bien, te haré cosas ricas como la noche pasada.
Forcé una sonrisa. tenia ganas de vomitar, pero las contuve. Solamente de recordar sus ásperas manos dejando marcas en mi cuerpo, es algo asqueroso. Eso es lo único que me provoca, asco. Quería gritar ayuda, ¿pero a quién? Mi madre, en cuanto recibió el dinero no volví a saber de ella, espero que esté bien y que haya pagado las deudas que dejó mi padre antes de morir.
—Cierra bien la puerta, regresaré temprano porque se aproxima una buena tormenta.
—Sí, mi señor.
Sin imaginarme lo que traería esa tormenta. Cuando el invierno se convirtió en mi liberación, cuando lo vi partir hacia la tormenta y pasaron tres días antes de que alguien lo encontrara, congelado en su propia furia, supe que no había sido trágico.
Había sido justo. —Señora, es importante que reconozca el cuerpo.
El policía insistía, hablaba con cuidado, con esa voz medida que usan cuando creen que alguien va a quebrarse. Yo no quería verlo, ni muerto, pero rezaba que fuera él.
—No quiero verlo.
—Sabemos que es difícil, pero es necesario.
Difícil. Como si mi relación con Matthew Dufort pudiera reducirse a esa palabra. Como si la muerte de un hombre que me quebró, humilló y castigaba, mereciera una despedida. No era por amor. Era por repulsión. Lo único que quería era que lo enterraran de una vez.
Aun así, insistieron. Querían que lo confirmara. Consideraban mi reacción, aunque no sabían qué esperar. Me llevaron hasta donde yacía su cuerpo, cubierto parcialmente por una sábana. Al principio, solo vi el hielo sobre su piel, la rigidez de su expresión congelada en un rictus de furia. Incluso muerto, seguía siendo él.
Pero entonces noté los arañazos. Profundos. Irregulares. Carne arrancada en algunos puntos.—¿Qué pasó? —mi voz sonó más firme de lo que esperaba.
—Parece que fue atacado antes de morir. No lo sabemos con certeza. Tal vez un oso, tal vez lobos. Estaba armado, pero no disparó.
Un cazador muerto por aquello que cazaba. La ironía era afilada. La justicia, cruelmente poética, ya que mantenía cabezas de animales. Solía salir a cazar, aun cuando estaba prohibido. Se creía intocable, dueño de todo, incluso de las criaturas que corrían libres en el bosque. Pero la tormenta no lo protegió. La naturaleza le cobró lo suyo, como si hubiera estado esperando el momento perfecto para hacerlo pagar.
No aparté la vista. No me estremecí. —Entiérrenlo.
Eso fue todo lo que dije antes de girarme y salir. Matthew Dufort ya no era mi carcelero. De ningún modo era mi verdugo. Y por primera vez en años, abrí las ventanas y respiré. Respiré sin miedo. Respiré como Alai Tremblay. Como una mujer que, aunque no tuvo opción al entrar en el infierno, sí eligió salir de él.
El humo se elevaba como una señal de victoria. n***o, espeso, envolvente.
Observé las llamas consumiéndolo todo: sus chaquetas de cazador, sus manuales de entrenamiento. Lo demás lo vendería todo, sus relojes costosos, su colección de armas que ya no tendrían dueño. Cada objeto que alguna vez definió su existencia, cada fragmento que alguna vez me hizo sentir pequeña, desaparecía en la danza caótica del momento.
—Me siento viva, después de tres años de sometimiento.
La casa estaba en silencio. No había botas recorriendo el pasillo. No había órdenes en voz áspera. Ya no había castigo acechando en la oscuridad. Por primera vez, respiré sin miedo.
Las palabras ya no tenían que medirse. No tenía que vigilar cada movimiento como si una sola desviación pudiera costarme un golpe. Ya de ningún modo tenía que temer si alguien me hablaba en la calle. Matthew Dufort estaba muerto. Yo estaba viva.
Las llamas iluminaban el patio trasero, proyectando sombras que no me asustaban. En el fondo quedaban papeles. Su contrato. La firma que me convirtió en suya. Lo tomé entre mis dedos temblorosos y lo lancé al fuego sin pensarlo dos veces.
No más grilletes. No más órdenes. Él ya no podía hacerme daño. Me quedé allí hasta que todo quedó reducido a cenizas. Hasta que el olor a humo llenó mis pulmones como una confirmación de que era libre. Pero por muy difícil que sea, finalmente estaba libre.
Me quedé hasta que todo se convirtió en cenizas. Hasta que el último fragmento de su existencia desapareció entre las llamas. Cuando el fuego se apagó, cuando el humo se disipó, el silencio fue absoluto. Respiré hondo, el aire se sentía puro.
Mis manos estaban sucias de ceniza, pero no me importó. Me senté en el suelo, apoyando la cabeza contra la pared fría, dejando que el vacío me envolviera. No era un vacío por su ausencia. Era un vacío lleno de libertad. Pero ya no quedaba nada que temer. —Al menos me dejo una fortuna, no empezaré mi nueva vida de cero.