SABOR A MIEDO

1544 Words
**ALAI** Respiré aliviada y estaba feliz. Por primera vez me miré al espejo y mi rostro era otro. Había dejado de llorar, mis ojos ya no tenían ojeras, porque dormía bien. Aunque de vez en cuando tenía pesadillas, lo miraba ascender de la tumba, pero sé que eso jamás pasará. Por primera vez en años, lo hice sin temor a que él apareciera. Sin miedo de que sus manos cerraran los dedos alrededor de mi muñeca. Sin el peso de su sombra detrás de mí. Ya no estaba. Me levanté lentamente, sintiendo el cuerpo liviano por primera vez. Miré alrededor, observando el espacio que había sido mi prisión. No quería quedarme. No quería habitar los recuerdos. Abrí las ventanas. De par en par. Dejé que el aire helado entrara, que el viento barriera los restos de su presencia. La casa ya no era suya. Era mía. Y ahora, tenía que decidir qué hacer con esa libertad. El agua corría por el suelo, arrastrando el polvo, la suciedad, los restos invisibles de su existencia. Restregué cada esquina con fuerza, con ganas. Lavé las paredes como si pudiera borrar el aire que alguna vez contuvo sus órdenes. Fregué los pisos, hasta que ya no quedaba huella de sus pasos. Era mi casa ahora. Puse música a todo volumen. Por primera vez, la casa resonó con algo que no fuera el silencio opresivo o el eco de su ira. Canté sin miedo, sin pausas, sin contenerme. Mi voz rebotaba entre las habitaciones, y por primera vez en años, sonreí mientras trabajaba. Todo debía cambiar. Quité las cortinas pesadas que él había elegido. Reemplazadas por algo ligero, por algo que dejara entrar la luz. Saqué la alfombra oscura, cambié los muebles, hice espacio para que el aire fluyera sin restricciones. Cuando miré una de las paredes con cabezas de animales, aunque es prohibida la caza, él no respetaba nada, tenía poder. No hay más sombras. No más encierro. Pinté las paredes, esas cabezas las tiré en un pozo que él tenía. Elegí colores que él jamás habría permitido, tonos vivos, cálidos, como si cada pincelada fuera una declaración de independencia. Cada cosa que modificaba, cada objeto que retiraba, me acercaba más a lo que realmente quería: vivir sin él, sin su marca, sin su control. La casa ya no olía a miedo. Ahora olía a libertad. Y por primera vez, estaba feliz. El dinero estaba ahí. Intacto. Lo observé sobre la mesa, en sobres cuidadosamente etiquetados, como si él hubiera pensado que seguiría obedeciendo sus reglas incluso después de su muerte. Tomé los billetes sin dudar y salí. Caminé por la calle, sintiendo el aire fresco contra mi piel, sin nadie siguiéndome, sin nadie controlando cada uno de mis movimientos. La sensación era extraña al principio, como si cada paso que daba fuera algo prohibido. Pero no lo era. Era todo mío. Entré a la primera tienda que vi. No tenía que pedir permiso. No tenía que buscar ropa recatada, ni telas gruesas, ni colores apagados. Esta vez, elegía yo. El primer vestido que toqué fue rojo. Rojo vivo, rojo audaz, rojo como una declaración de todo lo que nunca me dejaron ser. Lo pasé entre mis dedos, sintiendo la suavidad de la tela, el peso ligero, la promesa de libertad en un simple pedazo de tela. Compré más. Vestidos, zapatos, joyas pequeñas que nunca había usado. Por un instante, me sentí dueña de mi destino. Me miré en el espejo del probador y no vi a la esposa sumisa de Matthew Dufort. No vi a la chica rota que firmó un contrato sin salida. Me vi a mí misma. Nadie dependía de mí. No tenía padres, ni familia que me buscara, ni alguien a quien llamar en los días de incertidumbre. Me habían dejado atrás cuando nos quedamos en la calle, cuando la desgracia nos arrastró a la miseria. Mi madre tomó el dinero y desapareció. Y si todo lo que tenía en el mundo era mi propia voluntad, la iba a hacer valer. Salí de la tienda con bolsas en las manos y un nuevo brillo en los ojos. Pero ahora, por primera vez, el mundo era realmente mío. Cuando lo vi, las manos aún sostenían las bolsas. Un hombre de pie frente a mi puerta. Alto, con un traje impecable y una presencia que no pertenecía a este lugar. Algo en él no encajaba con la tranquilidad que había sentido minutos antes. Mi corazón se aceleró. No había razón para que alguien estuviera aquí. Ninguna persona había visitado esta residencia previamente. Nadie preguntaba por mí. Nadie tenía motivos para aparecer después de la muerte de Matthew. Avancé con cautela, sintiendo la tensión recorrerme la espalda. El hombre giró la cabeza al notar mi presencia y sonrió de manera cordial. —Señora Tremblay —dijo con voz firme—. Soy consciente de que este es un momento difícil. Un momento difícil. Como si realmente entendiera lo que significaba vivir con Matthew, como si su muerte fuera una pérdida para mí y no una liberación. No respondí. Solo lo observé. —¿Es usted la esposa del señor Dufort? Mi garganta se cerró por un segundo. Aún me molestaba ese título, aún me quemaba la idea de haber sido “la esposa de”, como si mi identidad solo hubiera existido dentro de ese matrimonio infernal. Pero asentí. —Tenemos que hablar —añadió, su tono más firme ahora, su amabilidad más medida. Desde ese momento todo cambió. Dicen que la libertad sabe dulce. Para mí, tenía sabor a miedo. Habían pasado apenas siete días desde el entierro de Matthew cuando escuché el golpe seco en la puerta. No fue un llamado. Fue una orden. Abrí, y lo vi por primera vez… al nuevo hombre que cambiaría mi destino. Alto, inmóvil, con los ojos de alguien que ha visto demasiado y sentido poco. Vestía n***o de pies a cabeza, y una cicatriz le cruzaba la ceja izquierda como una marca de guerra. Su voz fue firme, sin asomo de cortesía. —¿Alai Tremblay? —¿Sí…? —Soy Nicky Smith. He venido por ti. Por mí. No “a verte”. No “a hablar contigo”. Por mí. Como si fuera parte de un trato que yo no recordaba haber hecho. Detrás de él, un coche oscuro con matrícula desconocida esperaba con el motor encendido. En su mano, una carpeta sellada con cinta roja. El mismo rojo que vi en sus nudillos al tomarla. Sangre seca. O tal vez tinta. Ya no distinguía bien. —Tú no me conoces —añadió, como si eso lo excusara—, pero yo sí a ti. Descubrí la verdad camino a su casa. No, perdón. Nuestra casa, según él. —Tu matrimonio anterior fue anulado por motivos de abuso y desequilibrio mental del cónyuge. No me gustan las viudas, por eso ordené que anularan ese matrimonio. Ese bastardo era un golpeador. —Lo sé, estuve ahí. —Murmuré, el sueño de la libertad se desvanecía. —Y estás legalmente en libertad para volver a casarte. —¿Por qué me dices esto? —Porque ya estás casada conmigo. —¿Qué ha dicho? Frenó el coche frente a una propiedad enorme, con cercas altas y cámaras en cada esquina. Me mostró un documento firmado. Mi firma estaba ahí. Pero no recordaba haberla puesto. Tal vez una vez, cuando firmé algo sin leer. —He estado esperando años, Alai —dijo, bajando del auto sin mirarme—. Años viendo cómo te consumías en una casa que olía a muerte. Nunca fuiste de él. Siempre fuiste mía. —¿Quién es usted? Es la primera vez que lo veo. ¿Tú… planeaste esto? —Planeé todo. Desde hoy serás mi mujer. —¿Y Matthew? No murió accidentalmente, ¿verdad? —Era un obstáculo. La forma en que lo dijo me heló la sangre. Ni odio, ni remordimiento. Solo eficiencia. Como quien quita una piedra del camino para avanzar sin tropezar. —¿Me está insinuando que usted está involucrado en esto…? —pregunté, la incredulidad grabada en mi voz. —No estoy afirmando nada explícitamente —me cortó bruscamente, impidiendo que terminara mi frase—. Simplemente, estoy cumpliendo con un destino que ya estaba escrito. Es un camino predeterminado que debo seguir. —¿Y qué va a pasar con mi casa, con todo lo que tengo? —insistí, sintiendo un nudo en la garganta. La preocupación me invadía ante la incertidumbre. —No te angusties, por eso —respondió, tratando de tranquilizarme, aunque sus palabras sonaban huecas—. La casa se venderá, puedes estar tranquilo. Ahora, entra, por favor. Hay alguien aguardando tu llegada para mostrarte tus aposentos, el lugar donde descansarás. En ese instante, una avalancha de pensamientos negativos me asaltó. Encierro, tratos inhumanos, horrores pasados que prefería mantener sepultados en lo más profundo de mi memoria. Imaginé lo peor, preparándome para una situación terrible. Sin embargo, me equivoqué rotundamente. Una mujer de aspecto amable me recibió con una cálida sonrisa, ofreciéndome una hospitalidad inesperada. Me trataba con una cortesía exquisita, como si yo fuera la mismísima dueña y señora de aquel lugar. Su actitud me desconcertó por completo.
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