DILEMAS

1594 Words
**ALAI** Mi piel se erizó. Algo no andaba bien. No sabía quién era ni qué quería, pero la presencia de ese hombre frente a la puerta significaba que la paz que había creído conquistar aún tenía grietas. Y no estaba segura de si quería escuchar lo que venía después. Estoy frente a un juez. —¿Qué es todo esto? Vivir nuevamente la pesadilla. —gritaba en silencio. El mundo pareció inclinarse bajo mis pies. —¿Contrato? —mi voz apenas salió, un hilo de aire atrapado en mi garganta. ¿Cómo era posible que todo ahora era de ese hombre? —Su acuerdo con el señor Dufort no se extinguió con su muerte. Todo fue adquirido por el comprador de la propiedad, el señor Nicky Smith. Mis manos temblaron. Comprador. Propiedad. Contrato. Las palabras me golpeaban una a una, frías e indiferentes, como si hablaran de un objeto, no de una persona. Como si fuera parte del inventario. —Esto… es una broma —susurré, mi respiración acelerándose—. Nadie… nadie puede comprar a alguien. El abogado de él se inclinó ligeramente la cabeza, como si quisiera corregirme, como si tuviera una respuesta que ya había dado demasiadas veces. —Es un acuerdo legal —dijo—. Vinculante. El señor Smith adquirió la propiedad completa. Usted está incluida en la transacción. Mi cuerpo se estremeció de pura incredulidad. Un hombre que nunca había visto. Era un estadounidense con tanto dinero como para jugar con vidas ajenas. Un psicópata, porque solo alguien sin conciencia podía hacer tal trato. Mi libertad había durado apenas unos días. Y ahora, pertenecía a otro. El aire de la tarde se sentía denso, como si el mundo hubiera cambiado sin mi permiso. El abogado seguía mirándome, esperando que dijera algo, esperando que aceptara el absurdo que acababa de soltarme como si fuera un mero trámite. Pero no podía hablar. Mi cuerpo temblaba, no de frío, sino de puro rechazo. Comprada. Vendida. Transferida como si no fuera más que un objeto más en la maldita hacienda. No sabía quién era Nicky Smith como persona. No sabía qué quería de mí. Pero sí sabía que nadie que hiciera este tipo de trato podía ser un hombre bueno. Algo en mí gritaba que corriera. Que no esperara, que no pidiera explicaciones, que huyera antes de que fuera demasiado tarde. Pero ¿hacia dónde? ¿A quién acudir? No tenía familia, no tenía a nadie que pudiera recogerme si simplemente desaparecía. Solo dependía de mí misma. El abogado extendió un sobre hacia mí, con una dirección escrita a mano. —El señor Smith desea que viaje con él —explicó—. Tiene instrucciones claras sobre cómo proceder. La náusea subió por mi garganta. No iba a ir. No iba a presentarme como si aceptara esto. Pero tampoco podía simplemente ignorarlo, no cuando ahora todo lo que creía mío ya le pertenecía. Mi libertad había sido una mentira. Y ahora, debía decidir qué hacer con la verdad. ¿Qué hago? No podía repetir la historia. No podía dejar que otro hombre me encerrara. De ningún modo podía caer en otro infierno. Tragué saliva, sintiendo el impulso de correr, de desaparecer, de no esperar para descubrir quién estaba en ese auto. Pero si huía, ¿dónde iría? El destino que creí mío ahora era de alguien más. Y la libertad que tanto había celebrado apenas hacía unas horas… ahora pendía de un hilo. Me llevaron a una sala donde hay una mujer. No hay nada más inquietante que escuchar tu destino en boca de otro. Estaba sentada frente a la mujer del juzgado, una señora de voz suave y manos temblorosas que hojeaba papeles como si no quisiera leerlos. Pero lo hizo. Me los mostró. Y ahí estaba mi nombre. Mi firma. Mi foto. —La documentación está en regla —dijo, evitando mirarme a los ojos—. El matrimonio con el señor Nicky Smith fue legalizado hace seis semanas, firmado por usted mediante poder notarial. —Eso no puede ser posible —murmuré, sintiendo que el aire me abandonaba—. Yo no… yo no estaba consciente de esto. —La firma es válida. El contrato es vinculante. Está su huella digital, no hay error. Otra vez sin elección. Aunque Nicky no me tocó, no se acercó más de lo necesario. No me alzó la voz. No impuso reglas, ni restricciones. Solo me dejó una habitación amplia, con baño privado, y me dijo: “Estás a salvo. No tienes que hacer nada que no quieras”. Lo dijo con esa voz grave, sin adornos. Como si no necesitara convencerme de nada. Como si supiera que el miedo ya vivía en mí y él solo tenía que esperar. Y tenía razón. Porque yo le temía. No a sus manos. No a sus palabras. Exceptuando a su presencia. A su manera de observarme cuando creía que no lo notaba. ¡A cómo sabía todo de mí sin que yo supiera nada de él! Y lo peor… era que no me trataba mal. Lo que me asustaba era que no necesitaba hacerlo para tener el control. Pasaron los días. No invadió mi espacio. No exigió caricias. No preguntó por mi pasado. Solo me miraba con esa paciencia de depredador que no tiene prisa. Una noche, mientras me acurrucaba en la cama —con la puerta cerrada desde adentro, como siempre—, recordé a Matthew. Su aliento agrio, sus amenazas veladas, sus silencios que dolían más que los golpes. Y pensé: “Nicky es igual. Solo más inteligente. Más calculador.” Pero no. Algo en mí sabía que no era del todo cierto. Matthew me anulaba porque necesitaba sentir poder. Nicky… parecía creer sinceramente que ya lo tenía. Eso lo hacía aún más peligroso. Y, sin embargo, también más difícil de odiar. Porque Nicky me preparaba café sin preguntarme. Porque dejó una manta extra en mi cama. Nunca se atrevió a traspasar las fronteras que yo misma le había marcado, a pesar de la situación. Jamás quebrantó las reglas no dichas, los límites sutiles que, voluntaria o involuntariamente, había establecido. Es ahí, precisamente, donde reside el nudo del problema, la fuente de mi confusión. No me somete a la fuerza, no me coacciona directamente. Sin embargo, surge la pregunta inevitable: ¿puede realmente respetarme alguien que, de una forma u otra, me ha arrebatado mi libertad y mi capacidad de elegir? Me encuentro atrapada en una jaula moderna, invisible pero no menos real. No hay cadenas físicas que me aten, ni barrotes que me impidan moverme, pero sí existen puertas que, paradójicamente, yo misma he cerrado, consciente o inconscientemente. Y no logro discernir si esa peculiaridad, esa manera sutil de ejercer el control, lo convierte en una situación aún peor, más insidiosa y dañina… o si, por el contrario, la hace aún más peligrosa, más impredecible en sus consecuencias. La incertidumbre me corroe. Me despierto cada mañana sin saber si estoy en una casa o en un experimento emocional. Nicky no me habla mucho, pero su silencio no es vacío: es cálculo. Desespero, por mi parte, que me está acorralando para después atacarme. Y eso me inquieta más que cualquier grito o amenaza. A veces me deja notas. Breves, casi impersonales. «Desayuno listo en la cocina». «Saldré por unas horas. Cierra bien la puerta.» «Hoy nevó. Ponte algo abrigado si sales al jardín.» No firma los mensajes. No espera respuesta. Y eso, extrañamente, me hace sentir… observada. No en el sentido físico, no con cámaras o vigilancias (aunque, honestamente, no estaría segura de que no existan). Me observa emocionalmente. Como si estudiara cada una de mis reacciones, esperando… ¿Qué? ¿Qué me acostumbre? ¿Que me rinda? ¿Que lo acepte? Una parte de mí —la parte que sobrevivió a Matthew— me grita que esto no está bien. Que ningún hombre, por más cuidadoso que parezca, debería decidir por mí. Pero hay otra parte. Una pequeña y traicionera parte que, después de años de violencia, empieza a sentir alivio ante su gentileza. Ante su distancia respetuosa. ¿Es eso consuelo… o resignación? La línea entre una y otra se ha vuelto difusa. Hoy me preguntó si quería acompañarlo al mercado. No me obligó. Ni siquiera insistió. Solo lo dijo, con una voz baja y neutra, como si fuera una simple opción. Dije que no. Él asintió, sin molestarse, y se marchó. Lo vi desde la ventana. Caminaba con las manos en los bolsillos, la espalda recta, como un hombre que no tiene miedo de lo que deja atrás. Y yo me quedé ahí, de pie, sintiendo que esa salida —ese ofrecimiento tan trivial— era una prueba. Una más. Y que, al rechazarla, no sabía si había ganado algo… o perdido otra oportunidad de recuperar un poco de control. He llegado al punto en que hasta los gestos amables me parecen estrategias. Y puede que lo sean. O puede que no. Y quizás eso es lo que más me angustia: ya no sé si el monstruo que temo está delante de mí… o dentro de mí. Porque, ¿y si estoy viendo enemigos en todas partes porque nunca aprendí a distinguir un refugio de una prisión? ¿Y si Nicky no es como Matthew? ¿Y si lo es, pero mejor disfrazado? ¿Y si simplemente… no sé cómo vivir en paz? No lo sé. Las lágrimas aparecen, y mi miedo me consume. Pero hay algo que sí sé: No quiero quedarme aquí para averiguarlo.
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