Capítulo 1: Mi pesadilla, mi realidad
Dione
Soy capaz de percibir el fuerte sonido de mi propia respiración, no puedo controlarla y sé que él podría escucharme si pone suficiente atención. Una fría gota de sudor cae por mi sien derecha, que está caliente por el pésimo lugar que elegí para escondernos. Silvana y Ginebra me miran horrorizadas, pero esta vez no puedo protegerlas y me limito a oprimir la mano de cada una para que guarden silencio. Puedo sentir que sus dedos siguen manchados de pintura infantil y eso hace que recuerde que mi simple deseo de cumpleaños, ya no podrá hacerse realidad. Siento sus pasos y no tengo el valor de moverme ni un ápice por miedo a que nos descubran.
—¡Busquen atrás! Deben estar en algún lugar. ¡La mujer! ¡Ve tras ella, idiota! —grita un hombre, con marcado acento ruso y al que reconozco de inmediato.
Miro a mi derecha, más allá de Ginebra y noto que mamá ya no está con nosotras, que nos abandonó. Cierro los ojos con fuerza al percatarme de que el mismo hombre pasa a nuestro lado, corriendo, sin habernos visto. El llanto de mi madre cobra fuerza a unos metros, fuera de mi vista. Ella implora, pero no puedo entender lo que dice. Ginebra me clava las uñas en la palma cuando escucho a mamá explicar que no hay nadie más en casa y otro, más joven, se burla de su comportamiento.
—Creo que tu fiera italiana perdió el valor. —Su acento es parecido al del mayor, pero menos perceptible.
—¡Calla! —grita el viejo.
Hay una pausa.
Silencio.
—¡Hazlo ya! Saluda a tu amante del otro lado, Lorna.
Salto por el sonido del disparo e hiperventilo.
Abro los ojos y mi pecho duele por un esfuerzo que no he hecho al advertir las luces de la ciudad desde el ventanal. Ya no estoy en aquel sótano. Ahora me encuentro a salvo, pero fuertes golpes sobre la madera de la puerta me obligan a voltear y me traen de vuelta a mi realidad, lo que me recuerda que se me ha hecho tarde, otra vez.
—¡Mierda! —susurro y trastabillo, queriendo salir del enredo de sábanas que hice gracias a mi pesadilla recurrente. Los nervios siguen en mí cuando bajo de la cama y voy a abrir, pero froto mi rostro para sacar un poco la sensación.
Espero ver a Santino del otro lado, pero una ráfaga de perfume floral inunda mis fosas nasales.
»¿Cómo entraste? —pregunto turbada.
No tengo idea de qué hora es y busco el teléfono a mi alrededor, pero no puedo enfocar bien con todo apagado y la iluminación del exterior no es de suficiente ayuda.
—¿Dónde está Santi?
Oscilo los ojos con pereza, pero ella lo notó gracias a la lámpara que acabo de encender y me avergüenzo de inmediato. Es su hijo y aunque comparto su preocupación, no lo conoce tanto como yo.
—Debe andar por allí, con Cinthia.
—¿Quién es Cinthia? —pregunta mientras camina hacia la ventana y regresa un par de veces, clavando sus enormes tacones sobre mi alfombra. Odio que lleven zapatos dentro de mi casa, pero guardo silencio—. ¿Te das cuenta de que desde que vive contigo, no me entero de nada?
—Mamá… —Exhalo mientras busco algo qué ponerme y voy hacia el baño. Cierro con pestillo, porque sé que si no lo hago entrará. La perilla de cristal se mueve hacia ambos lados y sonrío cuando la escuchó resoplar—. Santi ya es mayor. Dale un respiro —se lo digo, porque aquí estoy a salvo tras la seguridad de la puerta—. Ella es su novia y se queda a dormir en su casa un par de veces a la semana.
—¡Dione Catalano! ¡Cómo te atreves a ocultarme esos detalles! Podría, podría…
Mis manos tiemblan y dejo de escuchar su retahíla sobre los embarazos no deseados, porque sabe bien que Santino nunca hará nada que no quiera y sabe cuidarse bien. Abro el botiquín y tomo mi tabla de salvación. Solo necesito una para dejar de pensar en aquel día, para estar a la altura de lo que se espera de mí esta noche.
—Por cierto…
—Allí está… —susurro frente al espejo. Me despojo del camisón de seda y entro a la ducha. No tengo tiempo de mi ritual en la bañera y eso me pone de malas de inmediato—. ¡Habla ya! —la apremio antes de abrir la llave.
—No seas grosera, Di.
—Toma lo que necesites —interrumpo al escuchar el diminutivo.
La quiero, estoy agradecida por todo lo que hizo por mí desde que me acogió en su casa, pero cada vez es más evidente que aprecia más mi cuenta bancaria. Esta es mi forma de demostrárselo: no hago preguntas, le doy lo que pide.
Salgo del baño y ya no está. No me sorprende. Cada vez se queda menos si no está Santino.
Encuentro el teléfono con la pantalla bloqueada y me doy cuenta que ella estuvo husmeando, pero desde que me reprochó por detalles de mi vida que solo podía enterarse allí, tomé precauciones. Cuando introduzco la contraseña, noto la enorme cantidad de notificaciones por mensajes y llamadas de Max con la foto de nosotros tres en la playa de fondo. Sus cabelleras negras contrastan con el mío, que es pelirrojo y sonrío, porque son lo que más quiero en esta vida. Marco el número de Santi, pero no responde y una llamada entra cuando quiero intentarlo de nuevo.
—Estoy abajo —dice Max. Está cabreado, no tengo que preguntar para saberlo.
—Ya estoy lista —miento, corriendo de un lado a otro—, ¿por qué no subes?
—¡Ja! ¡Claro! Así no llegamos a tu compromiso y tendré que pagar la compensación.
Me muerdo los labios para no decirle que, en todo caso, la puñetera compensación saldría de mi bolsillo, pero aún el medicamento no hace efecto y la discusión se saldría de proporciones, como pasa entre nosotros desde hace unos meses. Así que en lugar de confrontarlo, disfruto picarlo con lo que sé más le lastima el ego:
—Ya sé que te tomas tu tiempo, pero tú te lo pierdes…
Lo oigo maldecir y sé que estará arriba pronto, pero no sucederá nada, porque ya no me atrae. Ni siquiera sé en qué estaba pensando o que vi en él cuando le dije que sí. De hecho, no creo recordar habérselo dicho, pero las cosas avanzaron en poco tiempo sin que me percatara del todo.
No necesito maquillarme demasiado, así que solo me pongo el vestido n***o que el cliente envió para mí. Es un detalle que no suelo aceptar y menos de un desconocido, pero es tan hermoso y sugerente, sin caer en lo vulgar, que no pude resistirme. Lucía como si fuese hecho para mí. Salgo con los tacones a medio poner y el bolso en las manos y al llegar a las puertas del ascensor me encuentro a Max con el cinturón suelto y el pantalón abierto.
Mi carcajada resuena en el pasillo del edificio y él me mira con rencor después de que el bolso chocó contra su pecho
—¿Dónde está mi agenda? La busqué por todos lados. Habla con Manila sobre la primera canción, no me gusta. Y no quiero citas, ni firma de autógrafos al terminar, ¿entendido?
—La agenda está abajo y lo demás tal como te gusta. Pero al final, tienes que beber algo con el cliente, fue por eso que te contrató. Te quiere… —Mi mirada lo hace callar y desencaja la mandíbula cuando me ve alzar la ceja—. No dije que era para eso. No lo permitiría.
—Mientras tenga aroma a billetes, tú permitirías cualquier cosa —Presiono el botón que nos lleva al estacionamiento subterráneo.
—Santi llamó hace rato, pero no sé dónde está metido. No pude entender nada y colgué y ahora no me responde. —Mira su teléfono y me muestra la llamada de hace media hora.
No le doy importancia y me enfoco en recordar el orden de las canciones que ese hombre quiere que cante en su ostentosa fiesta de cumpleaños. Rentó el hotel más costoso de la ciudad por dos días y se supo que pagó por el traslado de los huéspedes que ya se encontraban alojados allí. Se supone que es un secreto, pero Max se entera de todo; es su trabajo. Aunque ninguno de los dos sabemos de quién se trata, pero Manila; mi mejor amiga y mi asistente personal, comentó que lo vio ayer por la mañana y que es un diez, aunque para ella todo cuerpo medianamente tonificado lo es.
Las puertas se abren y Manila me mira con reprobación al notar que Max ni siquiera se ha tomado la molestia de colocarse bien el pantalón. Supongo que pensó que detendría el elevador y le haría el favor, pero eso no ocurrirá nunca más.
—Vamos con retraso, ¡muévanse, enfermos! —Da palmadas como si reprendiera a dos niños—. ¿No venías a dormir? —pregunta cuando subo a su lado en el asiento trasero de la camioneta.
—Vino mamá —respondo, como si eso fuera suficiente. Siento que el auto va más despacio. Escucho los gritos de un grupo de admiradores y me sobresalto cuando uno de ellos se arroja sobre mi puerta y golpea el vidrio con ambas manos.
—¡Sirena, te amo!
—¿¡Quién diablos…!? —mi pregunta queda en el aire igual que mi reclamo cuando Max se enfoca en mí.
—Necesitas publicidad. —Encoje los hombros y saca un cigarrillo, pero Manila se lo quita de entre los dedos y lo parte antes de lanzárselo al rostro—. De todas formas, ya has vivido mucho tiempo aquí.
Le he repetido mil veces que respete mi privacidad, que adoro llegar a donde sea que esté viviendo sin interrupciones, tener la libertad de saludar si quiero o de sonreír solo si me apetece. A veces me siento tan triste y sola que no deseo que nadie me mire siquiera.
Al no obtener una respuesta afilada de mi parte, Max me mira apesarado. Sabe que cometió un error, pero ambos estamos conscientes de que es hora de trabajar y debo concentrarme.