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El Amanecer
Viktor corría a través del terreno, su corazón desgarrado por la ruptura y el miedo, guiado por el eco latente de sus latidos. Cada paso era una carrera contra el tiempo, contra la oscuridad que amenazaba con devorarla. Pero aún había esperanza; aún quedaba luz en la sombra.
Isabella estaba pálida con los ojos cerrados y su camisón manchado de sangre.
Los primeros rayos del amanecer teñían de oro pálido las copas de los árboles, pero en la profundidad del bosque de sauces, la luz aún no alcanzaba la boca de la cueva que el duque vio a lo lejos. Viktor corrió con una urgencia frenética, cada latido golpeando con fuerza en su pecho, impulsado por el deseo de protegerla. Isabella yacía en sus brazos, su piel aún pálida, sus labios entreabiertos en un suspiro débil y sus ojos - ahora de un azul helado - se abrían lentamente.
En ese instante de lucidez, su mirada se fijó en Viktor, confusa, pero con un destello de reconocimiento.
- Viktor... - susurró con voz quebrada, apenas audible - Déjame morir...
Sus párpados se cerraron de nuevo y su cuerpo se aflojó, entregándose a la oscuridad que la arrastraba.
Viktor sintió cómo su corazón se rompía al escuchar esas palabras, pero también cómo el vínculo entre ellos se fortalecía en ese instante vulnerable.
- No permitiré que te rindas, Isabella. - murmuró con determinación - Esta vida que empieza es peligrosa, pero no estás sola.
El sol, ese enemigo despiadado, amenazaba con quemarla. Recién convertida, aún no sabía cómo contener la transformación y la más mínima exposición podría ser fatal.
Viktor llegó a la cueva oculta entre raíces y rocas cubiertas de musgo. Con cuidado, la llevó al interior, alejándola de la amenaza luminosa. La penumbra envolvía el refugio como un manto protector mientras la acomodaba con cuidado en el suelo de tierra.
Con el sol acercándose, la cueva se convirtió en un santuario sagrado para el renacer de un alma perdida.
- No permitiré que el sol te hiera. - susurró Viktor, su voz rota por el cansancio y el temor - Aquí, en la sombra, aprenderás a controlar esta nueva vida. No dejaré que te pierdas.
Sin dudarlo, Viktor dejó fluir sus habilidades ancestrales, una conexión profunda con la tierra que recorría sus venas vampíricas. Ondas sutiles, invisibles para el ojo humano, se extendieron desde él, envolviendo la cueva con un manto protector.
Era la geolocalización natural, la capacidad que tenían los vampiros para “ver” más allá de la oscuridad y percibir cada sombra, cada movimiento, como si el bosque mismo les susurrara sus secretos. Pero no solo eso: El linaje Vodrak podía crear un escudo etéreo que ocultaba la entrada de la cueva, confundiendo el ojo humano normal y los sentidos de posibles intrusos.
Viktor dejó fluir sus habilidades, esas ondas sutiles que solo los de su linaje podían emitir y sentir, extendiéndose desde él para envolver la cueva y a Isabella en un manto protector. La energía vibraba en su pecho, un calor profundo que recorría sus venas y despertaba un hormigueo eléctrico en su piel. A su vez, sintió el calor en el grabado que tenía en el cuello que aparecía cuando usaba sus habilidades especiales: una delicada edelweiss, la flor blanca de las montañas austríacas, símbolo de pureza, resistencia y linaje noble.
Para su sorpresa, un brillo tenue apareció en el mismo lugar en el cuello de Isabella, apenas visible bajo la piel pálida y fría. La flor, tallada como un grabado sutil, comenzaba a iluminarse con una luz propia, señal clara de que el vínculo que los unía había despertado y se hacía visible.
Viktor no pudo evitar soltar una risa nerviosa, una mezcla de alivio y alegría contenida. A pesar de la gravedad del momento, ese pequeño destello era una promesa silenciosa: la marca de su linaje y su consorte ahora brillaba en Isabella. Formalmente, estaban unidos como pareja, aunque ella aún no comprendiera del todo lo que eso implicaba.
- No tienes idea de lo mucho que te pertenezco ahora. - susurró Viktor con una sonrisa suave, mientras cubría con delicadeza el grabado visible en su cuello con una mano - Y aunque tú no lo sepas todavía, este vínculo nos protege y nos une, para lo que venga.
Isabella, aún débil, percibió el calor de sus palabras, una llama tenue que le ofrecía esperanza en medio de la oscuridad.
Ambos, unidos por ese símbolo sagrado y silencioso, comenzaban un camino en el que ni la luz ni la sombra podrían separarlos.
Viktor mantuvo los brazos rodeándola, su cuerpo sirviendo de escudo entre ella y los primeros indicios del amanecer que asomaban en la lejanía. Su pulso seguía acelerado, no por el esfuerzo, sino por lo que acababa de ocurrir. El vínculo. La marca. La edelweiss en su cuello había brillado como una estrella helada… y ahora lo hacía también en el de Isabella. Una flor blanca sobre su piel nueva. Suya.
Pero cuando la miró de nuevo, el peso de esa revelación se deshizo en su interior.
La joven seguía temblando en sus brazos. Su cuerpo había dejado atrás la muerte, pero su alma… no. Sus ojos, antes llenos de fuego, ahora eran un mar de niebla. Había reconocido su nombre, sí… pero no a sí misma. Su respiración era errática, sus dedos le temblaban como si todavía sintiera el filo de la daga. El dolor aún la habitaba.
Viktor levantó una mano con cuidado y, con el dorso de los dedos, acarició su mejilla helada. No dijo nada. Solo ese gesto, lento, tierno, como si al tocarla buscara sostener las partes rotas de ella sin hacerlas trizas otra vez.
La edelweiss de su cuello seguía brillando tenuemente.
Podría decírselo. Podría explicarle todo: el vínculo, la flor, el linaje, lo que ahora eran el uno para el otro.
Pero al ver su rostro, comprendió que no era el momento.
No ahora.
Así que simplemente se inclinó, apoyó su frente contra la de ella con un suspiro silencioso y dejó que el escudo de sus habilidades la envolviera por completo, ocultándolos del mundo, protegiéndola de todo… incluso de la verdad que aún no estaba lista para escuchar.
- Solo duerme, pequeña Edelweiss. – murmuró - Cuando estés lista… yo estaré aquí.
Y se quedó así, sosteniéndola, como si pudiera mantener la noche entera quieta con el solo deseo que ella sanara.
El destino se reescribía en aquel bosque y con él, el vínculo que ninguno de los dos podría romper.