Orgullo herido
La puerta se cerró tras él con un seco clic. La habitación privada que la reina le había asignado durante las semanas de negociación era amplia, con techos altos y ventanales que daban al jardín de rosas del ala este. Pero ahora se sentía como una celda.
Rowan lanzó el bastón con violencia. El golpe resonó al chocar contra el aparador de madera noble y el bastón cayó al suelo con un crujido que lo hizo temblar de rabia.
¿Cómo se atrevía?
¿La reina? ¿A dejarlo fuera de la delegación diplomática más importante del año? ¿Él, el conde de Ashcombe, estratega de tratados, administrador de cinco haciendas y figura influyente de la Cámara de los Lores?
Su puño se cerró sobre la repisa de mármol con tanta fuerza que los nudillos palidecieron. Un leve temblor recorrió su mandíbula. No era miedo. Era humillación.
- “Comprendemos su dolor”, - había dicho Su Majestad, con voz dulce y protocolaria - “Y creemos que su presencia debería concentrarse en asuntos personales, no en el viaje.”
Traducción de Rowan: “Ya no confiamos en usted para representarnos.”
El conde, incapaz de ver que, lo lógico de un marido enamorado como el que había representado por meses, era dejar todo por encontrar a su esposa desaparecida estaba furioso por no brillar junto a la delegación.
En su soberbia creía que el haberse librado de Isabella y su sombra le permitiría seguir con su vida sin las ataduras del matrimonio y su esposa que se había convertido en una luz brillante por si misma.
Su conducta incoherente, sin mostrar la preocupación que se esperaba y la indiferencia ante la investigación de la policía solo hacía aumentar las sospechas de la corona y los nobles, quienes habían comenzado a murmurar y mantenerse alejados de él.
Pero Rowan no lo veía y sólo culpaba a su esposa...
Todo por esa maldita mujer.
Isabella.
La joven era la causa de esto. Su desaparición había manchado su nombre, puesto en duda su estabilidad y proyectado una sombra incómoda sobre su vida privada que no había anticipado.
Y lo peor… lo que realmente lo carcomía por dentro… era que no sabía dónde estaba.
La había dejado allí. En el foso. Humillada, rota, vencida. Era una lección. Una advertencia. Una demostración de que él tenía el control. Que podía decidir su destino y también su final.
Pero cuando fue a revisar, el cuerpo ya no estaba. Sólo rastros de la sangre y, por las manchas, la joven se había desangrado.
¿Alguien la encontró? ¿Quién? ¿Se la llevó un animal? Debería haber rastros de ropa o partes de carne o cabello, pero nada... Y eso era lo que carcomía sus noches.
La policía no había hallado rastro. Las doncellas estaban histéricas. Y su abuela… esa anciana bruja… no dejaba de mirarlo con desconfianza.
Se sentó lentamente, apoyando los codos en las rodillas, la cabeza entre las manos.
Lo peor era la sensación. Como si alguien se le hubiera adelantado. Como si un rival invisible le hubiese arrebatado la presa.
¿Viktor Vodrak?
El nombre cruzó su mente como una víbora en la hierba. No tenía pruebas. Solo una sospecha que ardía como veneno en su garganta.
Recordó su mirada cuando lo vio en el pasillo. Su contención perfecta. Su calma gélida.
Demasiado perfecta.
Demasiado calculada.
- Maldito seas… - susurró, cerrando los ojos - Si la tocaste, te juro por Dios que...
Pero la amenaza se deshizo en el aire.
Porque en el fondo, por primera vez, Rowan sentía algo que jamás había sentido antes.
Pérdida.
No de amor. No. Eso nunca lo sintió por Isabella.
Era la pérdida de control. De propiedad. De poder.
La joven se le había escapado.
Y alguien más estaba pagando el precio.
Él y eso no debería estar pasando.
No lo había planeado así.
Bueno, no lo había planeado. Estaba furioso y actuó por impulso.
Pero pronto podría volver a la normalidad. Un noble viudo, joven que a perdido a su joven esposo. Podría volver a casarse, mantener los negocios que había comenzado gracias a la mejora en su prestigio y comportamiento.
Todo eso volvería a sus manos... pronto... Cuando todos olvidarán a Isabella...
Nada Que Esconder
El mármol del pasillo brillaba bajo la luz tenue de los candelabros. El eco de sus pasos resonaba con la solemnidad de quien está acostumbrado a caminar entre sombras y secretos.
Viktor Vodrak se detuvo frente a la gran puerta de roble que conducía al salón privado del ala este del palacio. Dos guardias imperiales custodiaban la entrada con rígida cortesía. A su izquierda, de pie junto a una columna ornamentada, el inspector de policía inclinado sobre una carpeta con papeles levantó la vista al notar su llegada.
Sus miradas se cruzaron.
Viktor lo saludó con una breve y seca inclinación de cabeza, apenas una formalidad, cargada de ese aire marcial que siempre imponía respeto. El inspector respondió del mismo modo, midiendo al duque como si tratara de descifrar un acertijo de múltiples capas.
Las puertas se abrieron.
Dentro del salón, iluminado por las altas ventanas enteladas y el fuego del brasero central, el embajador de Austria-Hungría lo esperaba. Un hombre de rostro envejecido pero aún firme, con el uniforme bordado de condecoraciones, sostenía una copa de cristal con vino dulce sin probar.
- Al fin, Su Excelencia. - dijo, acercándose - Disculpe la urgencia. Sé que su agenda ha estado sobrecargada esta semana.
- Estoy a su disposición, señor embajador. - respondió Viktor con una leve reverencia.
- La policía inglesa ha solicitado conversar con usted en relación con la condesa de Ashcombe. Dicen que usted y ella eran… cercanos.
Viktor mantuvo el rostro sereno, aunque cada fibra de su ser se tensó como un arco a punto de disparar. Su sombra no se movió ni un milímetro. Ni su respiración.
- Entiendo. - dijo al cabo de un segundo, su tono controlado y sin una sola fisura emocional - Es natural que, dada la gravedad de su desaparición, se interroguen a quienes tuvieron algún tipo de vínculo con la dama. Me pondré a disposición del inspector. Es lo correcto.
El embajador asintió con aprobación, aunque su mirada era más aguda de lo habitual.
- Eso habla bien de usted, duque. Ser abierto en estos asuntos evita... malentendidos.
El silencio se volvió momentáneamente pesado, hasta que el embajador dejó la copa intacta sobre la repisa y se giró para marcharse. Pero antes de que alcanzara la puerta, la voz profunda de Viktor lo detuvo.
- Señor embajador.
El hombre se volvió.
Viktor dio un paso al frente, la espalda recta, la mirada impenetrable.
- No tengo nada que esconder.
El embajador lo miró un instante, calibrando cada palabra, cada matiz, como si intentara leer más allá de lo que se decía.
Finalmente, asintió.
- Eso espero, Su Excelencia. Por el bien de todos.
Cuando la puerta se cerró, Viktor se permitió respirar más hondo. Pero su rostro no cambió. Su postura tampoco. Era un general en medio del campo enemigo. Un cazador oculto en la piel de un noble.
Y nadie debía saber aún que la presa no había muerto.