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1491 Words
El Legado de Una Abuela Capilla de Saint Audric - Londres - Mañana nublada La neblina se cernía sobre la entrada de piedra como un sudario, silenciando los pasos y velando los rostros. Los asistentes se movían con lentitud, vestidos de n***o impecable, con miradas que evitaban el contacto. No había cuerpo. No había ataúd. Solo un retrato de Honoria Ashcombe, alto, digno, inflexible incluso en el óleo, presidía el altar cubierto de lirios blancos. Viktor entró solo. Llevaba un abrigo n***o abotonado hasta el cuello y guantes de cuero, su rostro pálido más demacrado de lo habitual. No hizo reverencias ni buscó compañía. Se limitó a avanzar por la nave hasta quedar frente al retrato. Sus ojos lo sostuvieron sin vacilar. - Condolencias. - murmuró inclinando la cabeza ante el conde. No había afecto en su voz, pero sí respeto. Un duelo tácito entre dos viejos jugadores. - Gracias por venir, Excelencia. - le dijo el hombre con cortesía calculada. - Presentar mis respetos a una dama que ayudó a nuestra patria es lo menos que puedo hacer...Lord Ashcombe. Una figura se aproximó a su lado. La reconoció antes de verla: el perfume de violetas secas, el sonido firme del bastón golpeando el mármol. - Duque Vodrak. - saludó Honoria, envuelta en un manto oscuro y un velo ligero. Los asistentes mantuvieron silencio, como si su presencia fuese un eco que solo Viktor podía percibir. - Lady Ashcombe. Lamento… su pérdida. - dijo él en voz baja. La mujer esbozó una sonrisa quebrada, la primera que recordaba en años. - Acompáñeme, Excelencia. - ordenó sin afecto, pero sin hostilidad. Caminó sin esperar respuesta, guiándolo por un pasillo lateral, hasta una antesala del edificio. El salón estaba vacío. Una ventana alta dejaba entrar la luz opaca del día. Sobre una mesa había una caja de madera, cerrada, sin inscripciones. - Esto le pertenece a su dueña. - dijo Honoria, girando el rostro hacia él. Sus ojos estaban húmedos, pero firmes. Viktor no respondió de inmediato. Su mirada bajó al paquete. Reconocía el sello en una de las esquinas: El emblema personal de Lady Honoria. No preguntó qué contenía. - ¿Por qué? - preguntó con voz baja, densa. - Porque yo también he amado. - respondió ella con una calma que desgarraba - Y porque mi nieto… no merece lo que ella es. Lo que ha sido y lo que será. Él la habría destruido. Viktor bajó la cabeza levemente en señal de respeto. No era una victoria. Era una tregua. - ¿La seguirá buscando? - Oficialmente, murió en los jardines, víctima de una fiera. Sin cuerpo. Sin nombre. Lady Isabella, condesa de Ashcombe ha muerto. Nadie la recordará… salvo quienes aún tienen poder para olvidar. Viktor tomó la caja y la sostuvo entre las manos con cuidado. - Gracias. Honoria ya se marchaba cuando se detuvo un instante, sin girarse. - Protégela, Viktor Vodrak. O te arrepentirás de haberla salvado. Y entonces se fue, dejando tras de sí un silencio más denso que el incienso. Viktor se quedó un momento más. Sostuvo el paquete con firmeza y bajó la mirada. No había juicio en sus ojos. Solo determinación. Isabella estaba a salvo. Y eso significaba que él no podía fallar. Capilla de Saint Audric - Claustro lateral, minutos después La ceremonia seguía su curso entre murmullos apagados y plegarias sin alma. El silencio era espeso, casi físico, como si la piedra misma guardara la respiración. Rowan Ashcombe permanecía de pie junto a una columna, la mirada clavada en el altar a la distancia. El luto le sentaba bien. Su rostro, bello y marmóreo, conservaba la dignidad de su linaje, pero sus ojos… sus ojos estaban huecos. Fue entonces cuando oyó los pasos. Tranquilos. Elegantes. Una cadencia que conocía demasiado bien. - Querido Rowan. - susurró una voz a su derecha - Lamento que esta sea la ocasión de nuestro reencuentro. Lord Henry Ashcombe, hijo del hermano menor del difunto conde, apareció a su lado como una sombra cultivada. Impecable en su atuendo, su porte emanaba una seguridad peligrosa, como la de un hombre que nunca había perdido nada que no hubiese querido sacrificar. Rowan apretó la mandíbula. - Henry. - Isabella fue una mujer formidable. - continuó el primo, mirando al frente, con la voz baja y perfectamente medida - Aunque me temo que aún viva, o muerta, tiene más sentido común que tú. Rowan no respondió. Sus manos, ocultas bajo los pliegues de su abrigo, se cerraron lentamente. - Te lo advertí. - prosiguió Henry, con una sonrisa indolente - La pequeña charada de marido enamorado. El desliz en tus viajes a Francia. Pero jamás imaginé que fueras tan estúpidamente romántico como para enamorarte de tu distracción y arriesgar el condado en casa. - No sabes de lo que hablas. - respondió Rowan en voz tensa, sin mirarlo. - ¿No? - El tono se volvió un poco más cortante, aunque aún envuelto en cortesía - Fingiste que era tuya, cuando ni siquiera la comprendías. Permitiste que te debilitara. Y ahora has perdido a la única que pudo haber sido un escudo para ti. Rowan giró apenas el rostro, los ojos oscuros encendidos por una rabia que no lograba controlar. - Tú no sabes nada de ella. Henry sonrió con una delicadeza cruel. - Al contrario, sé lo suficiente. Lo suficiente para no haber intentado poseerla mientras aún te amaba. Lo suficiente para saber que ella era peligrosa… por eso, cuando desapareció, supe que no volverías a tener paz. Y acerté. Le palmeó el hombro con una lentitud burlona. - Has cavado tu propia tumba, Rowan. Y ni siquiera lo hiciste con estilo. Con eso, se alejó como si hubiese acabado un brindis, dejándolo solo entre columnas frías y memorias podridas. Rowan no lo siguió. No podía. Porque sabía que, esta vez, Henry tenía razón. Y su abuela… lo había dejado solo. Carruaje rumbo a la villa - Atardecer entre sombras y memoria El traqueteo del carruaje era constante, monótono. Las cortinas cerradas, el cielo teñido de gris. Viktor se recostó contra la tapicería de cuero, las manos enguantadas aferrando la caja que Honoria le había entregado sin una sola explicación. Sabía, incluso antes de abrirlo, que aquello no era una amenaza. Era una despedida. O quizás una advertencia. Un acto de lealtad envuelto en terciopelo. Respiró hondo. Abrió la caja. En el interior, todo estaba dispuesto con una ternura dolorosa: - Una pluma estilográfica de cuerpo de plata, la que él le había regalado. - Un collar antiguo, una pieza de familia, seguramente: diamantes pequeños como lágrimas y zafiros oscuros, tan parecidos a los ojos de Isabella cuando aún eran más inocentes que tristes. - Una tarjeta pequeña, escrita con la letra firme y elegante de Honoria: Vive. Debajo, un cuaderno de tapas de cuero gastado. Un diario. Viktor lo tomó entre sus dedos largos, lo abrió con delicadeza, como si contuviera algo vivo. Las primeras páginas estaban llenas de reflexiones torpes y sinceras. Notas sobre el jardín de Ashcombe Hall, sobre el clima húmedo de las tierras del norte… pero pronto, las palabras cambiaban de tono. “Al principio creí que todo era miedo. Que lo que sentía no era más que la ilusión de una juventud, de un matrimonio apresurado. Quería entenderlo. Lo intenté. Lo amaba. Con cada cena. Con cada silencio. Quería ser la esposa que él necesitaba, que estuviera orgulloso de mi.” “Pero las ausencias no eran amor. El silencio no era respeto. La frialdad no era amor. Y sus manos… sus manos dejaron de ser refugio cuando empezó a alejarse.” “No sé cuándo empezó a apagarse. Tal vez nunca hubo fuego y solo flores que cree." “El día que Viktor me miró como si pudiera ver lo que yo aún no conocía de mí misma. Que aun era valiosa, supe que era libre. Por fin.” Viktor cerró el diario con un suspiro áspero, los ojos fijos en el cielo que se oscurecía más allá del horizonte. El carruaje avanzó con lentitud. Él dejó caer la cabeza hacia atrás y murmuró, con voz baja y seca, cargada de una furia resignada: - Ashcombe es un imbécil. Una joya entre sus manos. Un diario que no merecía haber sido leído por otro. Un alma rota que había encontrado su reflejo en medio de la oscuridad. Y un mensaje final, simple y devastador, que vibraba en su pecho como una orden y una súplica: vive. Tomó la joya en su estuche y guardó la nota en el interior. La pluma... pero el diario lo alejó y lo guardó en el bolsillo como si tenerlo cerca de las otras cosas las contaminara. Decidió guardar la joya y la pluma para cuando Isabella estuviese más firme... Y el diario... Lo quemaría en casa. Esa mujer que escribió con tanto dolor no necesitaba revivirlo después de su forma de morir.
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