Prólogo
Tres años atrás….
La lluvia caía sin cesar, repiqueteando contra las viejas tejas de la parroquia, como si el cielo llorara por los pecados de quienes intentaban hallar consuelo entre sus muros.
Allí, entre las sombras del confesionario, donde el perdón solía ser la promesa de la divinidad, susurros cargados de culpa y gemidos ahogados en placer se entrelazaban con un deseo prohibido.
Ella, con un velo que ocultaba su rostro, apenas podía contener el temblor de sus piernas. Él, vestido con la sotana que simbolizaba su voto de castidad, estaba atrapado entre su fe y el fuego que ella había encendido en su interior.
—Mateo… no debí venir —murmuró, la voz quebrada por el peso de su secreto.
—Carolle… —La voz de Mateo, cálida pero llena de tormento, acarició su nombre como si fuera una oración.
Ella apartó el velo, dejando al descubierto unos ojos cargados de lágrimas. En ese momento, los recuerdos de noches silenciosas y miradas furtivas llenaron el espacio entre ambos.
No eran solo los ecos de su piel contra la suya lo que los perseguía, sino la certeza de que este encuentro era una herida que jamás sanaría.
Carolle era la esposa de su padre, el hombre que había moldeado la vida de Mateo con mano férrea y orgullo implacable.
Pero entre ellos, en las horas más oscuras de la noche, el pecado había encontrado su refugio.
—Esto no es amor, Mateo… es condena.
—Lo sé —respondió él, con la voz rota—. Pero aún así, prefiero el infierno contigo que el cielo sin ti.
La puerta de la iglesia crujió a lo lejos, la culpa se desvaneció por un instante y solo existían ellos dos, desafiando todo lo sagrado y abrazando lo que los consumía.
En esa iglesia, donde la santidad debía ser inviolable, se forjaba una historia de amor prohibido. Una historia que no buscaba redención, sino la verdad desnuda de dos almas incapaces de resistirse al pecado.