Salut, piedra en el zapato

4109 Words
Mi mañana empieza de la peor manera posible: con un par de redondos ojos amarillentos viéndome haraganear a plenas diez y pico de un viernes sin la más mínima intención de poner un pie fuera de la cama. Me mira como si regañara el fondo de mi alma directamente, como si el hecho de que es un gato y yo su dueño fuera insignificante. Gruño con molestia y tomándolo desde bajo sus patas delanteras lo echo a un lado. — Aparta, ya no pesas una libra como en tus dorados tiempos. Estás obeso. Dicho esto, un par de afilados dientes se ciñen directo en mi pantorrilla haciendo que me gire molesto solo para ver cómo baja de la cama de un salto y emprende una magistral huida hasta la ventana como todo un Tom Cruise en misión imposible. Aprieto mis labios manteniendo dentro el sin fin de maldiciones que pude arrojar sobre él, pero recordé que tenía asuntos más importantes que tratar con un gato. Soy un típico universitario común y corriente, nada en mi vida es algo de lo que pueda sentirme realmente orgulloso, excepto por mi actual pareja. Amber ha sido mi novia por ya dos años, hemos tenido una relación estable con sus normales altos y bajos, pero una buena vida al fin. Lo único que podría considerarse como un obstáculo entre nosotros es que su familia es extranjera y, por ende, pasa mucho tiempo fuera del país. Un conjunto de lo más sencillo después y ya estoy listo para ir al aeropuerto. Hoy volvía de Francia, su tierra natal, y había prometido ir por ella. Me aseguro de tenerlo todo y salgo del apartamento con tal apuro que casi choco en mi trayectoria con mi vecina, la señora Moore, una pequeña viejecilla regordeta que vivía junto a sus gatos en el cuarto frente a mi puerta. La señora Moore sostenía en su mano su gata más joven, Panqueca, que parecía verme con el mismo recelo que su dueña. —Buenos días, señora Moore —Saludo, tratando de escabullirme lo más rápido posible. — Jerry, tenemos que hablar. — Andrew —corrijo. — Jerry —repite. Suspiro y chequeo la hora en mi reloj de muñeca—. Hay algo de lo que tenemos que hablar urgentemente —estaba a punto de cortarla amablemente hasta que alza su gata frente a mis ojos para mostrarme su enorme barriga abultada, la que veo con los ojos abiertos a exageración—, tu gato es el padre de los hijos de Panqueca. Una risa se me escapa sin querer de los labios. — ¿Cómo sabe usted que mi gato es el padre? Sir bigotes es tan virgen como yo, señora Moore; debería preguntarle al vecino de abajo. Nos vemos, tengo prisa. Bajo las escaleras con rapidez pero al estar ya abajo escucho la voz de la señora llamarme. — Jerry, ¿sabes qué les pasa a los gatos que no se hacen cargo de sus crías? — ¿No les rascan la pancita en la noche? —suelto con cierta burla. Se ríe mientras acaricia a su gata. — Decía mi prima lejana que acarreaba mala suerte a sus dueños —toma la pata de su mascota y se despide moviéndola de un lado a otro—. Buena suerte con tu novia, Jerry. Me detengo un momento con una sensación extraña recorriendo mi espalda, pero sacudo la cabeza para despejar mis descabelladas ideas y continúo mi recorrido, apresurándome a parar un taxi. *** Me abro paso entre la multitud con mucha dificultad, repartiendo empujones aquí y allá como un loco, pasando por las escaleras abarrotadas de recién llegados y sus ruidosas familias hasta llegar frente a donde tendría que bajar mi novia. Me acomodo la ropa y el cabello rápidamente para asegurarme que todo esté en orden y me pongo en puntillas para intentar localizarla. Pasaron unos eternos cinco minutos antes de que a lo lejos lograra divisar una hermosa cabellera rojiza. Planto una sonrisa en mis labios al verla bajar con sus maletas en un brazo y un abrigo en el otro. El corazón se me acelera. Estaba preciosa. Luciendo un semblante serio y su postura elegante, Amber deslumbraba todo a su paso sin duda alguna. Levanto mi mano para que pueda notarme pero mis dedos se encogen paulatinamente en el aire al ver que gira su rostro sonriente hacia una persona a su lado. Mi ceño se frunce levemente al notar que conversaban pero no lograba reconocer su rostro debido a una par de gafas oscuras, solo sabía que era un hombre. Entre su plática, mi novia parece vislumbrarme y sonríe mientras empieza a caminar a mi encuentro. — ¡Cariño! —exclama, rodeándome en un abrazo mientras yo no dejaba de ver de arriba a abajo a aquella persona que lentamente llegó hasta nosotros— ¡Te he extrañado tanto, como no tienes idea! Con mis comisuras alzadas con un poco de rigidez miro a mi novia y al tipo frente a nosotros, a uno después del otro y volviendo, buscando respuestas. — Oh, Andy, olvidé presentarte —suelta emocionada—. Él es mi hermano, Ian. ¿Recuerdas que te hablé de él? Hubo un apagón en mi cerebro. Se me escapa una leve sonrisa de incredulidad mientras repaso nuevamente su complexión de atleta y altura de basquetbolista. ¿Este es “ese” hermano? ¡Pero si son como el blanco y el n***o! ¿Dónde están las pecas, el cabello rojizo y la baja estatura que caracterizan tanto a Amber? ¡Lo único que comparten es que ambos respiran oxígeno! — ¿Tu lechero comparte rasgos con tu hermano, por casualidad? —inquiero. — Gusto conocerte —pronuncia una voz grave con un ligero acento marcando las palabras. Busco a su propietario y alzo mi mirada justo cuando se quita las gafas de sol, dándome el vistazo de un par de ojos coloreados con el tono de las saladas agua caribeñas dotadas de la capacidad de hacerme apartar la mirada ante la sensación de ser escudriñado— Eres... ¿Andy? — Andrew —corrijo. — Llámale Andy —interrumpe Amber, colgándose de mi hombro—. Espero que ustedes puedan llevarse muy bien, ¿de acuerdo? Fuerzo una sonrisa y asiento antes de mirar brevemente hacia mi cuñado, notando que sus ojos seguían puestos en mí y me analizaba descaradamente de pies a cabeza. — ¿Comeremos cerca? —pregunta, sacando su móvil entre aquel ambiente un poco tenso entre ambos. Amber chasquea los dedos en señal de una idea. — ¿Por qué no nos llevas a un buen restaurante, cariño? Elije uno que resuma la belleza de este país para Ian. La propuesta se le hizo una maravillosa idea a mi novia, pero a mí me cayó como el segundo balde de agua fría. En mi cabeza solo se repasaban pequeños locales de chatarra y bufets económicos, mi dieta podría fácilmente resumirse en comida grasosa y el puestecito de la señora María donde vendía empanadillas a dos por el dólar. Sonrío con nerviosismo. — ¡Por supuesto! ¿Por qué no avanzamos? El tiempo apremia. Se acomodan sus maletas y me siguen mientras mantienen una charla en francés a la que ni siquiera le presté atención, ni aunque pudiera. Necesitaba encontrar un buen restaurante y no quedar como tonto, el problema aquí es que yo no como en restaurantes caros. ¡Soy universitario becado, corazón! ¡Mi entrada, platillo fuerte y postre es un vaso de ramen instantáneo y una coca-cola! Paro un taxi y con disimulo le pido que nos lleve al mejor restaurante que conozca antes de girarme y sonreír mientras abro la puerta para mi novia. — Eres tan atento —suelta ella, entrando. — Eres tan atento —repite su hermano con cierta burla. Le veo con un poco de disgusto y cierro la puerta detrás de él, entrando yo al lado del conductor. En nuestro recorrido, mientras los hermanos en los asiento traseros seguían su charla, mis manos sudaban con nerviosismo al notar que los edificios a nuestro lado se volvían cada vez más ostentosos, haciendo que mirara al chófer de vez en cuando con el fin de que entendiera que solo soy un joven con treinta dólares en el bolsillo. — Llegamos —anuncia, haciendo culminar la conversación de aquellos dos—. Son diecinueve dólares. Tenía treinta dólares. Amber sale del taxi con los ojos emocionados ante aquel restaurante que, podría jurar, solo había visto en la televisión. Le tiendo el billete al conductor de mala gana. — Le dije que nos trajera a un restaurante, ¡no específicamente a donde come la reina Isabel! —mascullo, entrando en pánico. — Dijiste "el mejor" —responde altanero—. Aquí está tu dólar. Le veo mal. Tomo mi miserable capital y fuerzo una sonrisa mientras entramos. Todo dentro de aquel lugar era maravilloso, algo casi de ensueño con una recepción de categoría donde se nos ubicó en las mesas perfectas para ver desde arriba toda la cuidad. Era algo majestuoso pero, sinceramente, prefería verlo desde una revista. — ¿Te encuentras bien? —inquiere Amber, un poco preocupada ante la segura palidez de mi rostro. Me obligo a mantener la sonrisa mientras asiento, tratando de no darle más motivos a aquella otra mirada de ojos verdes para divertirse en silencio de mis desgracias, cosa que ya venía haciendo desde que pisé la alfombra de la entrada. — ¿Qué pediremos? —pregunta animada la pelirroja, abriendo el menú— Nada de comida francesa, Ian, hoy somos turistas. Aquel chico toma el menú y de repente arquea una de sus oscuras cejas al abrirlo, acto que me pone en alerta. Abro el mío y al verlo me llevo la mano a la frente, acción que disimulo con una inexistente comezón. — Y-yo pediré pan con ajo y a-agua —suelto, tratando de parecer sereno—, tiene un muy buen aspecto. Una sonrisa amplia y llena de diversión se marcó en un par de, hasta el momento, inmutables labios, pero poco me importó. No tenía tiempo para odiarle, este era el momento de odiarme a mí mismo por ser pobre. — Esas son las entradas, Andy —corrige mi novia, como si hubiese sido una confusión mía—, y el agua es cortesía de la casa. ¿Quieres un vaso? Llama al mesero quien con mucho profesionalismo sirve el cristalino líquido que no tardé en beber con rapidez para que volviera a llenarlo al menos tres veces y así armar mi excusa de oro. — Uff, estoy repleto, creo que ya no tengo hambre —miento. Amber me da un juguetón golpe con el menú y llama a la persona que tomará nuestra orden. — Yo pediré por tí —avisa. El hermano de mi novia barre una última vez el menú con sus ojos y lo cierra, tendiéndoselo a la mesera. — Sin entrada. Atún en emulsión de vino tinto y helado de vainilla y menta como postre. Por primera vez desde que le conocí, amé a este tipo. Mentalmente agradecí al cielo de que su pedido haya figurado como lo más barato del menú. — ¿Alguna bebida, caballero? Su mirada se clava en la mía como una flecha y sonríe, desnudando un par de hoyuelos en sus mejillas. — Agua. Ahí está, ya lo odio de nuevo. Amber devuelve nuestros menús y se prepara emocionada para pedir. —Ambas entradas serán una degustación de quesos y jamón ibérico. Para el caballero, Avestruz marinada y trigo mote al mascarpone; para mí, lomo de ciervo con spatzle de verduras. Para el postre, una ópera de chocolate con helado de frutos de bosque y Sopa de late Harvest —me quería morir—. ¡Ah! Y un vino de su mejor cosecha. Aquella mujer anota la enorme lista en su libreta luciendo muy satisfecha al recordar que el quince por ciento del consumo se cobraba como propina. Mi vista se hundió trágicamente en el vaso medio vacío que sostenía en mis manos. — ¿Te gustó lo que pedí? —inquiere, entusiasmada. — De maravilla, preciosa —respondo, sin apartar la mirada del vaso. Nuestro pedido llegó luciendo espectacular, motivando a Amber a sacar muchas fotos de él, ignorando por completo que ese plato que sostenía lo que fotografiaba sería el que luego tendría que lavar para que no nos arrestaran. — Vamos a probar esta maravilla —suelta emocionada. Comí como loco, sabía que la leche estaba derramada por lo que incluso llegue a plantearme seriamente el darle un mordisco a las flores del centro de mesa. Acabé con el pan y la mantequilla de la cesta e incluso escondí un tenedor en mi bolsillo, me habría llevado la vajilla de ser posible; después de todo, de acuerdo al precio, seguro incluía hasta la mesa. — Iré al baño, regreso pronto —se disculpa Amber, retirándose. Aprovecho su ausencia para guardar sus pequeñas sobras en una bolsa con el fin de convertirlas en la cena para mi gato al volver. — ¿Quieres también las mías? —se burla Ian, señalando su plato. — Por supuesto que las quiero —suelto, metiéndolas en la bolsa. Suelta una risa y le da un sorbo a su vaso de agua. — Tengo curiosidad, ¿cómo se conocieron? Guardo la bolsa en mi mochila y bebo de un trago toda mi copa de vino para poder volver a llenarla al ras. Sabía asqueroso; el vino para la misa, no para mi cena. — En la escuela media —respondo—, la agregué a f******k. — Es curioso que se haya interesado en ti. Supongo que le gusta ese tipo de chicos. Frunzo el ceño y vuelvo a llenar mi copa. — ¿Y qué tipo es ese? Da un sorbo a su agua, viéndome sobre el borde de su vaso con la mirada similar a la de un depredador, llena de algo parecido a la superioridad. — Pobres. Mi garganta dejó de tragar. En ese momento recordé frente a qué tipo de persona estaba sentado. No conocía mucho de este hombre, mi novia no solía hablar tanto de él pero yo sabía que era nada más y nada menos que el heredero de la familia Gauthier, un tipo adinerado y seguramente malcriado hasta los huesos. Su rostro era guapo, tanto que era imposible no sentir un poco de envidia, pero no podía engañarme, no era más que otro millonario egocéntrico. Me encogí de hombros. — ¿Quién dice que soy pobre? —defiendo lo indefendible— Tengo mucho dinero. — Oh, entonces la cuenta no será un problema, ¿verdad? Casi me atraganto. Este tipo tenía una habilidad innata para hacerme odiarlo a niveles abismales cada vez que abría la boca. — Por supuesto que no —mascullo, viéndole fijamente—, incluso pediré un trozo de pan para que te lo lleves a casa. Suelta una risa ante mi respuesta y alza su mano para llamar a la mesera, solicitando la cuenta. Muy bien, Andy, esto es ahora cuestión de orgullo. En mi mente ebria hice un rápido cálculo de lo que poseía de mi beca en la tarjeta, dispuesto a quedarme sin estudios hasta el siguiente año con el fin de pagar. Aquella mujer llegó abriendo su libreta de cuero n***o, me mostró el ticket, vi los números totalmente exorbitantes al final del ticket e inevitablemente me serví otra copa. Ni siquiera mi beca iba a cubrirlo. Cambio de plan, Andy, ahora vamos a desmayamos por un coma etílico. Ian sonríe mientras saca de su billetera una tarjeta negra y la coloca sobre la cuenta. — Y por favor —indica, mirándome fijamente—, traiga un trozo de pan para llevar. Me deslizo suavemente en mi silla con mi copa de vino en la mano para cuando Amber llega. — Deja de beber, sabes que no eres bueno con el alcohol —regaña juguetonamente, ignorante de la bochornosa situación que había vivido antes de que llegara. — Voy a comerme la botella —pronuncio, antes de dar otro trago. El tiempo vuela hasta que la mesera se acerca con la tarjeta y empiezo a hiperventilar. Traía consigo la mayor de mis humillaciones. Dejé la copa de lado y me senté derecho, rogando por que Amber se distrajera con algo en el paisaje y así no se enterara que había sido su hermano quien había pagado. — Mira qué mariposa más bonita —suelto, señalando afuera. Amber frunce el ceño. — Estamos a más de veinte metros sobre el suelo, Andy. — Las mariposas vuelan —respondo. — Aquí está su tarjeta —informa aquella mujer, viendo, obviamente, a Ian. — No sabía que ya habías pagado —suelta Amber, viéndome embelesada. La mesera esboza una sonrisa llena de confusión e Ian me señala con un breve movimiento de su cabeza la cuenta. — Tu tarjeta. Me quedé en blanco un momento, completamente anonadado antes de tomar con torpeza aquel trozo de plástico n***o sin siquiera saber qué hacer con él. — Y aquí está su pan —me ofrece antes de marcharse. — ¿Para qué quieres pan? —pregunta Amber. — A esta hora no hay pan en la tienda —respondo, aún afectado. Salimos del restaurante sin más obstáculos, lo que por fin me dio un respiro de alivio al ver terminada una prueba de la que no creí salir ileso. A esa hora, por la asfaltada carretera custodiada por farolas, los coches manejaban con sus luces ya prendidas bajo el velo nocturno pintando un cotidiano paisaje en donde Amber intentaba conseguir un taxi con una mano sin dejar caer mi ebria existencia que se sujetaba para evitar tropezar y romper la botella -sola- de vino que me negué a dejar atrás. La escucho resoplar y me aferro más a ella. — ¿No podías dejar eso? —reprocha, un poco fastidiada. — Shhh —siseo—. La llenaré de refresco en polvo al llegar a casa. Un taxi al fin atiende nuestro llamado y nos metemos incómodamente los tres en el estrecho asiento trasero, pidiendo como destino primeramente mi apartamento. Me habían metido deliberadamente entre ambos así que me removía tratando de buscar un lugar para dormir, ignorando sus propias necesidades. A mi cerebro le daba igual la situación, necesitaba desconectarse. — No vayas a vomitar sobre mí —advierte Ian cuando caigo sobre él luego del rechazo de mi novia. Suelto una risa burlona y finjo tener arcadas hasta que Amber me golpea con molestia y le lanzo una mirada de resentimiento. El trayecto gracias a mi embriaguez fue mucho más corto de lo que pensé, pero esto se volvió irrelevante ya que a pesar de que habíamos llegado no podía bajar, mis piernas estaban inútiles como fideos. Mi novia se lleva una mano a la frente y yo vuelvo a acomodarme dispuesto a quedarme en el auto, ignorando por completo una cálida mano que en algún momento del camino me había sostenido de la cintura y ahora acariciaba suavemente dicha curvatura. — Por Dios, Andy —se queja—. ¡Eres un niño! ¿Nunca habías bebido vino? ¡¿Hacía falta acabar con toda la botella?! — Tú la pediste —respondo—. Ve a dejarme a la habitación o tendrás que llevarme a tu casa —luego de lo último le lanzó un guiño y vuelve a darme otro golpe—. Ni siquiera quería ir. — Lo llevaré yo —se ofrece Ian. — Me llevará él —suelto, mostrándole la lengua a mi novia, quien me muestra su dedo medio. Abre la puerta y me saca del auto a como pudo, manteniendo abierta la puerta con una mano y sujetándome con la otra. — ¡La llave de repuesto está bajo el tapete! —grita Amber. La volteo a ver con molestia. — ¡¿Quieres que los asesinos te oigan, mujer?! Subimos las escaleras metálicas del edificio promedio entre mis tambaleos y la fuerza de Ian tratando de evitar una caída que podía arrastrarnos a ambos. No pude evitar reir al pensar que nos habíamos conocido hace solo unas horas y ahora tenía que cargar conmigo. — Es la última puerta —indico, señalándola con la mano en que llevo la botella. — ¿No podías vivir más arriba? —pregunta con sarcasmo. — El cielo dice que en un mes estará lista mi habitación angelical —suelto. Ian me voltea a ver con una sonrisa y niega, continuando nuestro camino hasta mi puerta. — Quédate aquí —indica, buscando la llave bajo el tapete y abriendo la puerta—. Entra. Le veo desde la pared con cierta incomodidad. El chico me desagradaba, no había duda de ello, quizá nuestros signos zodiacales no eran compatibles, pero había pagado la cuenta sin echarme de cabeza... — Oye —empiezo, carraspeando para no denigrarme demasiado—, por lo de hoy, grac-- Levanta su mano para interrumpirme. — No lo digas. No lo he hecho por el inocente motivo que te estás imaginando. Frunzo el ceño, sujetándome del marco de la puerta e ignorando que mi gato había salido a recibirme. — ¿Entonces con qué motivo? Ante mis palabras, su rostro se gira hacia mí y deja el pomo para acortar lentamente la distancia entre los dos, haciendo notable la diferencia entre nuestra altura. — ¿Qué crees que podría querer? Su cercanía era tal que mi mirada inevitable se vió involucrada en un sutil recorrido que abordó desde cada rasgo de su apuesto rostro ensombrecido por la tenue luz del pasillo, hasta la notable fuerza de su cuerpo poseedor de una silueta elegante a la que se ajustaban prendas que hasta un borracho como yo podría imaginar el precio. Una persona como él, ¿qué podría querer de alguien como yo? — ¿Quieres al gato? —Suelto, señalando la bola de pelos negros que había empezado a gruñir por lo bajo. Su mirada se transforma en una de incredulidad— De acuerdo, de acuerdo, voy a pagarte pero no hoy. Un silencio un poco incómodo toma lugar entre ambos, en el que yo tomé el papel de jugar con los hilos de mi pulsera y él el de mirarme fijamente como si el tiempo fuera un factor irrelevante y no tuviese planeado el dejar de hacerlo, incluso cuando mis ojos se le unieron desafiantes. Sonrió. — Después de todo, yo creo que sí voy a cobrarlo hoy. Sujeta mi chaqueta con su mano y cerré los ojos fuertemente solo para abrirlos al notar que habían unos labios pegados a los míos inundando mi olfato de una fragancia a perfume caro y el alcohol de mi vino. Su mano sujeta mi mandíbula y me pega contra el marco de la puerta, burlando la defensa de mis dientes para adentrar su húmeda y hábil lengua a mi boca sin previo aviso, obligándome a cerrar los ojos nuevamente. Ante esto, su otra mano estaba fuertemente abrazada a mi cintura evitando que mis manos pudieran lograr alejarlo a pesar de mis intentos que se veían reducidos a nada ante la intensidad de aquel beso que drenaba mis sentidos. Estaba perdiendo voluntad, rozando el borde de darme por vencido hasta que oí un quejido de su parte y repentinamente me soltó, haciéndome caer de trasero dentro de mi apartamento. — Tu gato tiene complejo de perro —señala, inclinándose para tomar con precaución al molesto Sir bigotes que aún tenía sus colmillos clavados en su pantorrilla, luego me lo lanza. Ni siquiera podía quejarme, tal humillación me había dejado enmudecido. Nunca había sentido tantas ganas de estrangular a una persona en mi vida y el pensar en nuestra relación solo aumentaba mis ganas de hacerle daño, lamentablemente, no podía ponerme en pie. — Ahora que lo recuerdo, Amber dijo que eras un príncipe al describirte —empieza, viéndome desde arriba con una burlona ternura—, pero ahí sentado con las mejillas rojas como una doncella al perder su primer beso, creo que eso no te encaja. Ian aprovecha mi inutilidad para esbozar una amplia sonrisa e inclinarse elegantemente. — Ou revoir, ma princesse Andy. Dicho eso, se marcha con las manos en sus bolsillos dejándome ahí tirado con un hambriento gato encima. En ese justo y preciso momento tuve una epifanía, este hombre y yo íbamos a morir en situaciones enlazadas: él por asfixia, yo en la cárcel por asesinato. ~~~~~•~~~~~•~~~~~~•~~~~~
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