—Faruz ha llegado.
Tres palabras que, cada verano, dan inicio a una cacería inhumana en Champel y sus alrededores. Su sola presencia es una sentencia de muerte que sumerge a la ciudad en un estado de emergencia opresivo, donde la libertad deja de ser un derecho fundamental.
Las calles se convierten en fríos campos de batalla donde la sangre de cientos de inocentes es derramada. No es ningún secreto que durante la estancia de ese hombre, las leyes desaparecen al igual que las autoridades. Al fin y al cabo, es comprensible que ninguno desee enfrentarse a él, ni siquiera cruzarse en su camino, pues es bien sabido que su ira es un huracán devastador que destruye todo a su paso.
Si de Faruz se trata, hablamos de muerte y dolor, de temor y destrucción, de un adversario tan ventajoso como silencioso, imposible de vencer. En sus manos, numerosas familias lamentan pérdidas, sin más remedio que rezar por el eterno descanso de sus seres queridos, otros imploran con desesperación que aquella bestia jamás cruce el umbral de sus hogares, que no mire a sus mujeres, ni tiende a sus varones.
Para cualquiera, Faruz es la personificación del mal humano, el peor delincuente nacido en la Confederación Suiza.
Y mientras el resto de los residentes lo evitan con un temor casi instintivo, como si portara una enfermedad contagiosa o algo parecido, mi parentela lo sigue con devoción, lo venera como a un líder mesiánico. Sin reservas, no dudan en otorgarle la potestad de nuestras posesiones, rindiéndose así a su oscuro poder.
Para ellos, Faruz es como un veneno embriagador que ansían preservar ciegamente. Ignoran por completo el peligro inminente que ese desgraciado significa para nuestra familia, no comprenden que tratar con él es como vivir cerca de un volcán activo, capaz de incinerarnos en un abrir y cerrar de ojos.
—Está aquí. —La insistencia de Donna me devolvió a la realidad. Parecía ser la única en casa que comprendía la repulsión que ese psicópata me provocaba—. Todo va a estar bien. —Mintió con valentía, buscando mi tranquilidad. Negué, sabiendo que en presencia de Faruz, la tragedia es inevitable.—. ¿Tienes que bajar? —terminó cuestionándome Donna, quien, en mi vida, ha trascendido el rol de una simple empleada doméstica para convertirse en una segunda madre en la que puedo confiar plenamente.
—Debo hacerlo.
—No te aflijas tanto... Dudo mucho que se quede por más de una hora; seguramente cenará y se irá. —Anhelaba que su predicción fuera cierta, que la presencia de ese hombre durara lo mismo que una tormenta de verano: fugaces minutos—. Lo harás bien. —Un suspiro lento se escapó de mis labios.
Asistir a esa cena, sabiendo que él estaría allí después de todo, requería un autocontrol absoluto que no poseía. ¿Por que cómo demonios se suponía que debía actuar tranquilamente frente al hombre a quien mi alma clamaba por ver muerto? —Cariño, puedes contarme lo que sea. ¿Qué te preocupa? Él no puede tocarte.
¿Qué no podía tocarme? Claro que sí, tenía el poder de acabar con quien se le antojara. Pero eso no era lo que me carcomía, sino el porqué, después de años, tenía que cenar con ellos, por qué el abuelo me incluía en ese banquete de bienvenida a Faruz y sus hombres. ¿Por qué ahora? —No lo entiendo, Donna. —Dejé escapar, agotada, cansada de buscar lógica a la situación, pues solo podía pensar que las cosas iban mal, al grado de tener que humillarnos todos frente a Faruz por un poco de... ¿Capital, protección, o algún tipo de apoyo ilícito?
Joder.
—Has crecido, Dian. Ya no eres una niña; los errores que cometiste ahora son parte de tu pasado. No es extraño que tu abuelo piense que es el momento adecuado para que vuelvas a ocupar tu lugar en la mesa. —Negué, no era eso; podía sentir que había algo más, una urgencia oculta que me oprimía el pecho—. Tu abuelo no va a dejar que él te haga daño, preciosura. —Por supuesto que no, y aquello me angustiaba aún más.
—¿Por qué debemos soportar lo insoportable, Donna?
—¿Qué sentido tendría nuestra existencia si evadiéramos lo detestable?
—No lo sé, Donna, —Por mucho que el tiempo avanzara, el incidente con Faruz seguía siendo un recuerdo nítido, una herida abierta que se negaba a cicatrizar en mi interior. Verle el rostro me consumía, y el mísero destino, año tras año, me forzaba de cierta manera a ello, a fingir calma, a que nada había sucedido y que no me había arrebatado a quien más amaba.
—¡Dian! —La voz de mi madre, acompañada del eco de sus tacones acercándose, interrumpió mis pensamientos. Suspiré antes de despedir a Donna y me preparé para recibir a la mujer que me trajo al mundo—. ¿No estás lista aún? —Fue su primer reproche. Mi madre; perfeccionista por naturaleza, padecía migrañas ante cualquier cambio de planes, y el tener que organizar una cena imprevista la había llevado al límite—. ¡Dios mío, Dian! —Me miró con decepción e indiferencia, aquella que me hacía sentir inútil.
—Ya terminé —intenté responder al deslizar la plancha por una sección de mi cabello; era el único paso que me impedía unirme a lo que fuera que estuviera sucediendo en el comedor—. Estoy saliendo —mentí.
—Con ese vestido, claro que no, es demasiado vulgar. Tu abuelo no permitirá que esos hombres te vean vestida de esta manera; cámbiate ahora.
—¿Qué? No tiene nada de malo —era un corte sencillo, largo, sin nada exótico.
—¡Por supuesto que sí! —Sin darme opción, se adentró en la habitación, sus pasos fueron directos al armario, y entonces sus manos revolvieron mis vestidos—. ¡Sabía que debía venir aquí cuanto antes! —Se quejó con tal intensidad que me vi obligada a acercarme—. ¡Lo sabía! —siguió, sumergida en desesperación, arrojando prendas por todo el sitio. Sin importar mi edad y autonomía, me seguía considerando una niña; demasiado torpe, a pesar de mis veintitrés años.
—Mamá, por favor, para ya. Me pongo un chal si es necesario, pero no desordenes más. Donna acaba de organizar ese armario.
—¿Qué es esta basura? —exclamó, ignorándome descaradamente—. ¡¿Qué es esto, Dian?! —Señaló mis vestidos largos, los mismos que resaltaban mi figura que tanto me exigía mantener, bajo las dietas y rutinas de ejercicio que ella misma me había impuesto desde mi adolescencia—. ¿Llamas a esto ropa? ¡Son simples trapos sin forma! ¡Mírate! Luces como una maldita mujerzuela. Abraham me asesinará si te ve así. ¿Acaso quieres eso? —Negué con un gesto simple; era mi madre y como toda hija, lo último que quería es que la pasara mal por mí.
—Por supuesto que no —susurré al recostarme en el clóset y apreciar cómo ella destruía todo a su paso—. Si no encuentras algo apropiado, creo que lo mejor será que no baje. No quisiera causarte problemas con el abuelo —terminé diciéndole, sin titubear.
—Como m*****o de esta familia, tu presencia en esta ocasión es obligatoria, querida. Solo ponte esto —Un vestido de seda, el mismo que me había puesto para un cóctel de hace tres años, aterrizó en mis manos. Era elegante, sí, delicado también, pero la duda me recorrió: ¿seguiría siendo mi talla? El entrenamiento del último año había modelado mis músculos y ya no era relativamente delgada.
—No me queda.
—Por una vez en tu vida, haz lo que te pido y vístete —exigió, con una mirada suplicante, esperando una respuesta que nunca le di. Movida por la lástima, sabía que no tenía caso discutir. Así que, con resignación, cedí y me dispuse a probarme el vestido que pronto pensaba obsequiar.
—Está bien.
—Esa es mi hija... no tardes demasiado, han llegado casi todos; no quiero que seas la última, ¿de acuerdo? —Me dedicó una sonrisa tensa y se retiró, otorgándome cierta intimidad en el vestidor. Lo cual fue un alivio momentáneo, ya que ella desconocía el pequeño tatuaje que decoraba mi espalda, un símbolo de mi padre que estaba destinado a desatar un infierno familiar, pero que para mí era la declaración silenciosa de mi amor eterno por él. "FAVRE", su nombre marcado en mi piel, era lo único que el tiempo no me había arrebatado de él.
Me deslicé fuera de mi ropa para colocarme en el vestido de seda, que ciñó mis curvas de forma favorecedora. Sin embargo, pronto la felicidad se desvaneció al notar cómo aprisionaba mi pecho y cómo mis cadenas resonaban torpemente contra la delicada tela. —Mierda —No tenía otra opción más que resignarme a un ligero sacrificio. Después de todo, solo era por un momento, algo breve.
—¿Qué tanto te tardas? —la voz de Ayse irrumpió la habitación, sobresaltándome con su repentina presencia.
—¡Casi me matas del susto! —exclamé, llevándome las manos al pecho—. ¡¿Qué carajos haces aquí?! —logré articular, exaltada. Sin entender por qué estaba allí, perfectamente arreglada para la cena, en vez de estar disfrutando Europa.
—Fallas técnicas —Asentí. Su idea de escapar de la ciudad antes de que Faruz aparecía siempre me pareció complicada, aunque por un breve instante llegué a convencerme de que podría tener éxito; no lo tuvo... como era de esperar.
—Te imaginaba bebiendo vino entre ratas y buenos quesos. —Jugué con sus anhelos, lo cual la hizo gemir de frustración.
—No pude hacerlo, papá aseguró que no era el momento adecuado para cruzar la frontera, mucho menos para abandonarlo por un simple francés —Ayse, dejó escapar un suspiro agotado.
—Entiendo. —Su persistente ilusión de viajar a Francia no era más que el deseo oculto de disfrutar de una celebración de cumpleaños libre de la influencia opresiva de Faruz, algo que año tras año se veía frustrado.
—Pero bueno, al menos tengo tu compañía.
—Haré que sea diferente, te lo prometo. —Le dije, haciendo referencia a su fiesta de cumpleaños, la que sin duda celebraríamos.
—Con que lo intentes me es suficiente. No sé por qué no termino de acostumbrarme a esta mierda; es jodido que él nos arrebate el verano de esta forma —Replicó al peinar sus cabellos desesperadamente. No pude oponerme a sus palabras, ya que estas solo exponían la verdad—. Años atrás daba igual pasarlo en casa, pero ahora que nuestra juventud está en su máximo esplendor, es horrible tener que mantenerse en casa mientras los demás disfrutan hasta el cansancio de fiestas y amaneceres —Siguió desahogándose, ajena a la cena y a cualquier suceso que pudiera poner nuestra vida en riesgo. Es más, parecía bastante acostumbrada a recibir a Faruz, lo cual fue extraño para mí, quien no se presentaba frente a él, cara a cara, en más de siete años—. ¿Estás bien? —Su pregunta me hizo aterrizar y, sin embargo, no pude evitar ser honesta con ella.
—No me agrada para nada ese hombre. —Le respondí, esforzándome por no soltar los insultos que tanto merecía, pues no era prudente decirlos con él a tan pocos metros.
—Te entiendo, después de todo es normal.
—Da igual, ¿no? —Alcé los hombros, soltando el asunto. Necesitaba relajarme, así que planché el último mechón de mi cabello, concentrándome en ese gesto para distraerme.
—Estoy contigo, lo sabes. Bajaremos, será una noche tranquila, algo de tensión y después no volveremos a saber de ese imbécil por un tiempo. —Dijo, Ayse ademas de ser mi prima favorita, era a persona a la que le podía confiar cualquier cosa, incluida mi vida.
—Dios te escuché.
—Bien, si ya estás lista, vamos. El abuelo ha hecho su entrada triunfal con su última "adquisición". —Viré los ojos al salir de la habitación junto a ella. Era habitual que el abuelo fuese un casanova y que sus parejas desfilasen continuamente por la propiedad—. Esta vez, digamos que la juventud no es su fuerte, pero la distracción sí. Prepárate para el bochorno. Es todo un espectáculo.
—¿Cómo tuvo el valor? —Cuestioné, ¿por qué había invitado a una extraña a la cena, cuando esta podía resultar en desgracia? ¿Por qué exponer a su amada a Faruz?
—Quién sabe. Supongo que busca demostrarle a Faruz que sigue siendo el "macho alfa" de la casa. Es un machista patético.
—Si alguien te escucha, sabes lo que va a suceder. —Empujé su cuerpo mientras avanzábamos. La propiedad no era segura: las paredes tenían oídos y los cuartos, ojos, haciendo que cualquier insulto al propietario fuera un riesgo inminente.
—No diré ni una palabra más. —Prometió—. Esa propiedad junto al lago será mía, cueste lo que cueste. —Asentí, al tomar las escaleras y descender. La tensión era palpable; podía presentir que no sería un banquete pacífico, sino todo lo contrario. Al bajar el último escalón de la escalera principal, Ayse se adelantó, abriéndose paso hacia el salón donde un murmullo denso de voces ya llenaba el ambiente. —¡Dian! —me llamó, volviéndose, con la expectativa de que la siguiera. Y así lo hice, despejando mi mente con un esfuerzo consciente para mostrarme serena al cruzar el umbral del comedor.
Y al atravesarlo, mis ojos lo localizaron al instante: Faruz. Se erguía, imponente, con una presencia que se volvía más intimidante con cada verano que pasaba; Casi dos metros de estatura, con un cuerpo trabajado por la brutalidad y adornado con tatuajes que, a mis ojos, eran vulgares pinceladas de su oscuridad. La visible cicatriz que marcaba su mejilla y se extendía por el medio de sus cejas le otorgaba un aire aún más aterrador. Sus imponentes ojos oscuros, vacíos de emoción, en conjunto con su cabello impecable, su mirada altanera y su habitual atuendo formal, lo hacían sobresalir de manera rotunda. Era el epicentro del comedor y, con sus hombres, cuya presencia desentonaba abiertamente, el contraste perfecto con nuestra familia.