Aún puedo sentir el frío de esa noche y el roce de aquellas cuerdas ásperas que me sujetaban a la silla, desgarrándome la piel con cada forcejeo inútil.
Recuerdo a la perfección cómo me ardía la garganta de tanto gritar, el temblor de mi cuerpo y el rostro desfigurado de mi padre. El olor a sangre y sudor todavía impregna mi memoria. La desesperación de sus lamentos me resuena en los oídos; la forma en que suplicaba que no me hicieran daño, incluso mientras lo mutilaban vivo, es algo que me perseguirá toda la vida. Lo vi luchar por respirar, por vivir, hasta que su cuerpo no pudo más y su mirada se fue apagando.
Después, me obligaron a ver cómo arrojaban su cuerpo inerte al fuego, cómo las llamas consumían su piel y lo reducían a cenizas. Ni mis súplicas ni mis lágrimas pudieron salvarlo.
Lo que iba a ser una noche de campamento se convirtió en una pesadilla cuando Faruz apareció y trató a mi padre como si hubiera cometido el peor de los crímenes. Disfrutó cada instante de nuestro sufrimiento y no se apiadó de mí, de una inocente.
Después de acabar con mi padre, me dejó sola y destrozada en ese bosque, atada a esa silla vieja. Tal vez esperando que algún animal salvaje terminara conmigo.
No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que me encontraron, pero fue suficiente para que, siendo solo una niña, deseara acabar con él.
Una muerte lenta sería un regalo para un monstruo como Faruz. Merecía sufrir mil veces; ni sus próximas treinta vidas bastarían para liquidar todo el mal que había hecho. Pasé toda mi adolescencia sumida en ese dolor y esa rabia, convencida de que yo misma podría hacer justicia. Pero la realidad me golpeó con fuerza cuando lo intenté.
Sin experiencia, pero llena de una determinación feroz y sed de venganza, me enfrenté a Faruz con el rifle de cacería de mi abuelo. Le apunté directamente, pero, como era de esperar, el disparo se desvió. Y enfurecido por mi atrevimiento, se lanzó sobre mí con una ira ciega, sus manos me atraparon y me arrastraron hacia la piscina. Allí, sin piedad, me sumergió una y otra vez frente a los ojos de mi familia, que gritaban y suplicaban en vano.
Iba a matarme, a silenciarme para siempre. Pero fue mi abuelo quien intervino, el cual de rodillas y con lágrimas en los ojos logró detenerlo.
El precio de mi vida fue alto: un viñedo a las afueras de Ginebra, valorado en más de treinta millones, y otras propiedades. Faruz se fue, pero no sin dejar clara su promesa: mi muerte le pertenecía.
En ese momento, comprendí que mi venganza no sería tan fácil de conseguir, y que mi fracaso había sido solo el comienzo de un calvario aún peor. Mi abuelo intentó "hacerme olvidar" con terapias, queriendo borrar el dolor y la angustia que me consumían. Quiso que enterrara el recuerdo de mi padre y que jamás me cruzara en el camino de Faruz. Pero algunos fantasmas no se van con palabras. Y hoy... él mismo había roto su promesa. Me había sentado a la mesa con ese hombre. Me había ofrecido en bandeja de plata ante sus ojos, como si fuera un trasto que ya no quería seguir guardando en la alacena.
Era desgarrador que a ninguno le importara lo que nos hizo. Que todos lo hubieran olvidado, como si fuera un mal sueño pasajero.
—Mi sol. —La voz ronca de mi abuelo no hizo más que acelerar mis movimientos, avivando la necesidad de huir de su propiedad. Las lágrimas nublaron mi vista y la ironía me quemó por dentro. Era absurdo que me llamara así, como si fuera especial para él, cuando no lo era. Por ende, tomé con fuerza la maleta y seguí metiendo mis pertenencias en ella.
—Voy a irme —declaré, sin concederle una mirada.
—Entiendo que estés herida, especialmente por tu madre y por mí, Dian. Pero hay motivos detrás de todo esto.
—No intentes persuadirme, abuelo, por favor. —Mi tono era una súplica teñida de terquedad. Sabía que solo él podía alterar mis planes, y por cómo me observaba, venía dispuesto a hacerlo.
—Ojalá tuviera ese poder sobre ti, alma mía, pero la verdad es que nunca lo he tenido.
—¿Se ha ido ya? —pregunté con sarcasmo, y este asintió—. Entonces no sé qué haces aquí, cuando seguramente tienes una reunión con tus socios para celebrar tu éxito. No sé si llamarte "Don" o "Al Capone" ahora.
Soltó una risita seca, seguida de un suspiro que parecía lamentar mis palabras, o que yo lo viera de esa manera.
—He cometido errores, lo sé —admitió, y lo miré fijamente, buscando en sus ojos una señal de arrepentimiento genuino, pero no la había—. Y aliarme con Faruz, sin duda, fue el peor de todos.
—No me interesa.
—Escúchame —me pidió. Pero no tenía intención de hacerlo; estaba empeñada en llenar la maleta e irme—. Dian, tendrás que hacerlo, quieras o no —ordenó. Su tono firme, cargado de una autoridad que no podía desobedecer, me hizo detenerme por un instante.
—¿Qué puedes decirme que no sepa ya?
—He cometido grandes estupideces, y no voy a justificarlas. No hay vuelta atrás; ningún camino puede blindarme del destino que he elegido —dijo—. Me veo obligado a jugar mis cartas para protegerlos. Dian, al menos déjame intentar corregir mis errores en cuanto a...
—¿Corregir tus errores aliándote con un traficante? ¡Porque eso es lo que estás haciendo! ¡En vez de poner fin a los negocios con él, los estás agrandando!
—No me queda otra opción, Mi sol —reconoció, con la mirada fijada en la mía mientras se sentaba lentamente en el borde de mi cama, dispuesto a librar una última batalla verbal—. Es parte de un plan.
—¿Convertirnos en criminales? ¿Ese es tu plan?
—No es así como lo veo. Es una forma de ganar tiempo, créeme. Tiempo para limpiar a Avie de toda esta inmundicia. Debo rescatar el sueño que tu abuela protegió con su alma antes de que sea demasiado tarde. Ella fundó Avie con la misión sagrada de crear medicinas para los más necesitados y yo... yo lo he arruinado. Pero ahora Avie puede renacer de sus cenizas, digna de su legado.
—Abuelo, basta... no quiero escuchar más —crucé los brazos, abrumada por el peso de sus palabras. Avie no era una empresa cualquiera, sino la industria farmacéutica más grande de toda la Confederación Suiza, un imperio forjado por el corazón altruista de mi abuela. Había trabajado por beneficiar a la clase más desfavorecida, desarrollando medicamentos de calidad a precios accesibles. Pero con el tiempo, y bajo la administración del abuelo, todo había cambiado, llegando incluso a involucrar a Faruz en el corazón mismo de la compañía.
—Todo esto lo hago por la empresa, por la memoria de tu abuela, y por ti —sentenció, dejándome más confundida que nunca.
—¿Por mí? —mi voz se quebró—. Estoy lejos de ser una prioridad para ti, abuelo. Hoy lo dejaste claro.
—Dian, quiero que Avie esté bajo tu cuidado. Te la entregaré a ti. —Fruncí el ceño. Avie nunca había sido un simple objeto para él; era el santuario de su legado, el corazón mismo de su existencia. Oírle ofrecérmela con tal desesperación me desmoronó por completo—. Los demás pueden encargarse de Faruz y sus opiáceos. Tú estarás por encima de todo eso.
—¿Qué estás diciendo? —La idea de dirigir la compañía era una cima que ni en sueños me atrevía a ambicionar, especialmente por la audacia en los negocios de Zafiro o la experiencia de Thomas.
—Dian, las malas decisiones que he tomado me perseguirán hasta el último día. Pero esto... es mi única oportunidad de redimirme ante tu abuela, y de salvar las dos únicas cosas que amo en este mundo: tú y nuestra empresa.
—No quiero ser salvada a costa de la sangre de otros —dije, con deliberada lentitud, y me acerqué a sentarme a su lado—. Es suficiente. Esta vez me mantendré al margen.
—No puedes irte —Su voz se endureció de repente—. Te necesito, Dian. Avie te necesita ahora más que nunca.
—No, abuelo —Negué con la cabeza—. Tú necesitas a alguien que justifique tus acciones. Pero yo no seré esa persona. Busca a otro.
—Solo te pido unos meses. Permíteme demostrarte que esto no es un juego, que aún puedes confiar en mí.
—Ya es demasiado tarde, abuelo. No quiero hacerlo —Mi voz se quebró en un gemido de frustración. No estaba dispuesta a seguirle el juego, ni era la persona indicada para el puesto.
—Mi sol —Susurró con esa ternura que siempre lograba resquebrajar mi resistencia.
—Lo mejor es que me vaya de aquí. Es lo que debí hacer hace mucho tiempo, mi madre me abrió los ojos... Soy tan estúpida e hipócrita, detestando a Faruz cuando vivo de su dinero sucio, debo irme.
—No lo permitiré —advirtió, y su tono adquirió una firmeza inquebrantable—. Mi niña no saldrá de esta casa sin un plan definido, sin un futuro seguro, y menos sin la mano de un hombre digno de protegerla.
—¿Por qué no me lo dijiste antes? —Reclamé, dejando a un lado tanto su propuesta como sus palabras sobreprotectoras para volver al verdadero meollo: su traición—. ¿Confiaste en todos... excepto en mí, tu sol?
—Temía tu reacción —admitió, con el rostro contraído por un remordimiento que por primera vez parecía auténtico—. Sabía que te opondrías y eso habría saboteado cualquier negociación. Tu presencia era fundamental, cielo. Era la jugada maestra.
—Entonces me usaste —espeté, sintiendo cómo el rencor afilaba cada palabra—. Permitiste que ese monstruo me mirara como si fuera su próxima víctima, y lo ignoraste. Él no solo quiere matarme, abuelo. Le divierte la idea, se atreve a burlarse de mí.
—Jamás permitiría que te tocara un solo cabello. No puede hacerlo.
—Claro —murmuré, con una incredulidad que vació la palabra de todo significado. ¿Cómo podía ser tan ciego ante la amenaza que Faruz representaba? Aquella mirada que me lanzó era una sentencia de muerte, una verdad que él se negaba a reconocer.
—A partir de este momento, te juro que no habrá más secretos entre nosotros. Si aceptas quedarte, si tomas las riendas de Avie, te prometo que no volveré a fallarte. Nunca más. En cuanto a Faruz... no tienes nada que temer.
—¿Lo prometes? —insistí, sintiendo cómo mi corazón se aferraba al último y frágil hilo de esperanza. Sabía que no era la candidata idónea ni la más preparada para dirigir un imperio como Avie. Sin embargo, un susurro en lo más profundo de mi ser me decía que era el camino que mi padre habría querido para mí. La realidad era que no tenía a dónde ir: no era más que una recién graduada en finanzas, sin empleo, con trámites pendientes y poca experiencia, la cual se limitaba a los pasillos de la empresa familiar.
—Lo prometo, mi sol —Su voz se suavizó hasta convertirse en un murmullo cargado de ese cariño que me tenía solo a mí, la más pequeña de sus nietas—. Ven aquí, Dian. —Me atrajo hacia su pecho en un abrazo que fue un refugio en medio de la tormenta. —Siempre he querido lo mejor para ti. Eres mi tesoro, la luz de mis ojos, mi bello sol.
—Abuelo...
—Quédate —insistió—. No te vas a arrepentir, y no tienes que preocuparte por nadie más; ninguno se interpondrá en lo que he decidido.
—No juegues conmigo de esta manera, abuelo. No lo soportaría.
—Nunca lo haría. He preparado todos los documentos necesarios; los tengo en mi despacho, puedes revisarlos cuando quieras. ¿Qué me dices? —Mis ojos se abrieron con incredulidad, y el peso de su seriedad me golpeó con fuerza. Si los papeles estaban listos, era verdad: todo formaba parte de un plan minuciosamente trazado.
—Está bien —cedí al fin, con una serena y firme convicción—. Hagámoslo. —dije, y una sonrisa se dibujó en su rostro, desbordando una satisfacción que iluminó la habitación.
—Sabía que no me defraudarías —su voz se quebró ligeramente, cargada de orgullo—. Quiero que vayas a la sede principal de inmediato. Necesitas empaparte de cada detalle del negocio, comprender cada fibra de su funcionamiento.
—¿Tan pronto? —logré articular, sintiendo cómo el nerviosismo se enredaba en mi pecho.
—Benet te acompañará en cada paso —continuó, ignorando mi inseguridad—. Es el más indicado para guiarte. Lo harás bien, estoy convencido de ello.
—Dios mío —murmuré entre sus brazos, aferrándome a su abrazo. Sentir el peso de Avie sobre mis hombros, saber que confiaba en mí con algo tan grande... Era suficiente para calmar el torbellino en mi alma y hacerme sentir, por un instante, profundamente valiosa para él.
—Necesitas prepararte para lo que se avecina, ¿comprendes? —su tono se volvió más serio—. No será un camino sencillo, Dian.
—¿Por qué no lo sería? —ironicé, provocando que este riera.
—No creas que lo he olvidado.
—¿Eh? —Lo miré, confundida, sin comprender a qué se refería.
—Ese hombre... me arrebató a mi primogénito. A tu padre, Dian. Y esa deuda me consume cada día, cada hora. No imaginas lo que siento cuando lo miro. He maquinado cientos de formas de acabar con él en mi mente. —Dijo, causando que mi cuerpo se tensara al instante, sus palabras fueron un golpe seco, que me paralizó. —No pisaré el infierno sin antes vengar a mi hijo, Dian. Eso lo tengo más claro que nada.
Lo que él no sabía es que ya estábamos en el infierno, esperando nuestro juicio final a manos de Faruz...