Prólogo
Años atrás — Londres, invierno
El silencio en la sala era tan espeso que parecía tener peso propio. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales con furia, como si quisiera irrumpir en ese pequeño escenario de ruina emocional, arrastrando consigo las mentiras, las promesas rotas y los últimos vestigios de un amor que ya no era.
Liam estaba de pie, con el ramo de flores aún temblando en su mano. El vaho de su aliento salía irregular, mezcla de frío y adrenalina. Había corrido, literalmente, desde el aeropuerto, con el corazón acelerado por la esperanza y el deseo de redención. Todo para sorprenderla. Todo para reconstruir lo que empezaba a desmoronarse en la distancia.
Pero ella ya no estaba sola.
Un hombre —desnudo hasta la cintura, aún desorientado por la interrupción— se alejó en silencio hacia el pasillo. Becky, envuelta en una camisa que claramente no era suya, lo miró como si también quisiera esconderse.
—No es lo que parece —susurró, con la voz rasgada por la culpa.
Liam no respondió. La mandíbula le tembló antes de endurecerse como piedra. La rabia, que había estado latente, se activó como una tormenta interna. Sintió cómo se le entumecía el pecho, no de tristeza, sino de una furia amarga, incandescente.
El ramo crujió en su puño cerrado.
"No es lo que parece", pensó. La frase hizo eco en su cabeza, absurda y vacía, como una excusa reciclada de una película mala. No necesitaba más explicaciones. El hedor de la traición ya había impregnado la habitación.
Entonces lo entendió.
El amor —ese maldito experimento emocional— era una apuesta ciega, una promesa escrita con tinta invisible, sin garantías ni advertencias. Era un salto al vacío en el que uno de los dos siempre caía primero. Y esta vez, había sido él.
Becky no era solo su novia. Había sido su refugio, su complicidad más pura, la única persona a la que alguna vez le había mostrado el alma sin filtros. Le había dado la llave de su apartamento, sí. Pero también le había entregado algo mucho más valioso: la llave de su confianza. De su vulnerabilidad.
Y ella la había usado para entrar… y destrozarlo todo desde adentro.
La escena era grotesca, casi irónica, digna de una novela barata. Liam respiró hondo, no para calmarse, sino para no gritar. Para no lanzar el ramo contra la pared. Para no preguntar por qué. Porque ya no importaba.
Sin una palabra, dejó caer las flores al suelo. El golpe fue suave pero el simbolismo era brutal.
Giró sobre sus talones y salió, dejando tras de sí un silencio aún más espeso que antes.
No volvió a Londres en años. Y desde ese día, grabó en piedra tres reglas: Nunca mostrar demasiado. Nunca necesitar a nadie y nunca volver a enamorarse…