El reloj de la entrada marcaba las 00:11 cuando Harper bajó las escaleras en bata de satén, descalza, con el ceño fruncido y el corazón inquieto.
Llevaba horas sin oír un solo sonido del despacho. Desde que Eleanor leyó la cláusula, Liam se encerró allí. No había respondido a los mensajes. No salió a cenar. Ni siquiera encendió las luces del pasillo.
Harper empujó suavemente la puerta. Un leve rechinido la delató.
El interior olía a madera, silencio… y alcohol.
—Liam… —susurró, dando un paso.
Él estaba de espaldas, junto a la estantería. Sostenía una copa vacía en una mano y una botella en la otra. Se tambaleaba apenas, pero lo suficiente para hacerla fruncir el ceño.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó ella, acercándose.
—Celebrando mi vida —dijo con voz pastosa—. O su ruina. Ya no sé cuál.
—Estás borracho.
—Solo parcialmente —se giró hacia ella—. Pero qué bien te ves cuando vienes a rescatarme, Harper. ¿Es parte del contrato también?
Ella lo alcanzó justo cuando él perdió un poco el equilibrio. Lo sujetó por el brazo.
—Vas a hacerte daño.
—Ya me lo hice hace años —susurró, mirando el vacío.
Harper tragó saliva. No podía dejarlo así.
—Vamos. Ven conmigo. Necesitas dormir.
—¿Dormir? ¿Con mi esposa? —rió amargamente—. ¡Qué romántico! Una boda sin amor, un contrato con cláusulas… y ahora, una luna de miel entre dos desconocidos.
—Basta.
Lo empujó suavemente hacia la salida. Él la siguió, torpe, pero sin resistirse. Cuando llegaron a las escaleras, Liam la miró desde un ángulo distinto. Como si la viera de verdad.
—Eres mejor de lo que merezco —murmuró.
Harper no respondió.
Solo lo llevó hasta el dormitorio, con cuidado.
Dormitorio principal – minutos después
Liam se dejó caer sobre la cama, agotado. Harper se sentó al borde, observándolo. No sabía si sentir compasión, rabia o miedo. Todo a la vez, probablemente.
—Esto… no tiene que ser así —dijo ella, en voz baja.
—Claro que tiene que serlo. ¿Qué otra cosa esperabas? ¿Felicidad? ¿Un bebé?
Ella se levantó. Dio dos pasos. Luego se giró.
—Esperaba un poco de honestidad. Una conversación. No esta versión patética de ti.
—¿Y tú qué sabrías de mí?
—Lo suficiente para ver que te estás rompiendo. Que por más que grites que esto es un trato, algo en ti… no quiere que lo sea.
Liam cerró los ojos. Se quedó en silencio.
—Duerme —dijo ella, apagando la lámpara de la mesilla.
Cuando se giró para ir al sofá, él murmuró su nombre.
—Harper…
Ella se detuvo.
—¿Sí?
Él se incorporó levemente. La tomó de la mano con suavidad. Tiró de ella.
Y la besó.
No fue un beso ebrio. Fue lento. Doloroso. Como si contuviera todo lo que no podía decir. Harper, por un instante, le correspondió. Con los ojos cerrados. Con el corazón temblando.
Hasta que él se soltó. Cayó de nuevo sobre la almohada, vencido por el sueño.
—Becky… —susurró entre dientes.
Harper se quedó paralizada. El nombre se clavó como un cuchillo en la garganta.
Becky. No Harper. Becky.
Ella se incorporó lentamente. Se alejó de la cama. Y esa noche, durmió en el sofá.
No por las cláusulas. No por el contrato. Sino porque, por primera vez, deseaba algo que no estaba incluida en ninguna condición: ser elegida.
La puerta del dormitorio se abrió despacio, dejando pasar a Harper como si fuera un espectro, el único rastro que pudo dejar fue aquel perfume que era una especie de dulce con ácido.
No había dormido allí. No quería. No podía. Después de ese beso... y de ese nombre, Becky, no le quedaban muchas ganas de compartir espacio.
Apenas la luz del amanecer se colaba por la ventana. Liam seguía dormido, con la sábana enredada a la altura de la cintura y una mano sobre el rostro, como si hasta el sueño lo castigará.
Harper cruzó el cuarto en silencio. Sabía exactamente dónde estaban sus cosas. No necesitaba luces. No necesitaba verlo.
Entró al vestidor, se duchó rápido, y al salir, ya estaba casi lista: pantalón n***o, blusa blanca, cabello recogido en una trenza baja. Práctica. Elegante. Lejana.
—¿Ya es de día? —murmuró Liam, desde la cama, con voz rasposa.
Ella no respondió de inmediato. Se sentó en el borde de la otomana, abrochándose los zapatos.
—Sí.
Liam se incorporó lentamente, frotándose la cara con ambas manos.
—Me duele la cabeza como si me hubiera tomado una botella entera.
—Porque lo hiciste —dijo Harper, sin ironía.
Él la miró por encima del hombro, los ojos entornados.
—¿Dormiste aquí?
—No.
—Ah…
El silencio se instaló entre ellos. No era para nada cómodo, la tensión era tan fuerte que se podía cortar con un cuchillo y de cierta manera Liam sentía un muro levantarse en el medio de ellos.
—¿Te vas a la oficina? —preguntó él, con una lentitud más emocional que física.
—Sí.
—No hace falta, Harper. De verdad. No tienes que seguir trabajando. Ya no.
Ella se detuvo, aún agachada. Luego se irguió y lo miró.
—¿Por qué?
—Porque eres mi esposa. La esposa del jefe. Puedes tomarte el día, la semana… lo que quieras.
Harper sonrió. No una sonrisa amable, sino más bien irónica y triste.
—No, Liam. No puedo.
—¿Por qué no?
Ella tomó su bolso, lo colgó del hombro. Miró la puerta, luego a él.
—Porque si dejo de trabajar, dejaré de ser yo. Y no pienso perderme. Ni a mí, ni a lo poco que me queda mío.
—No lo vas a perder todo solo por...
—No quiero vivir encerrada en una jaula de oro, Liam —lo interrumpió suavemente—. Aunque tenga vista a Manhattan y un piano de cola en el salón.
Liam no dijo nada. Solo la miró. Casi como si quisiera decir algo, pero no encontrará ni una palabra que valiera la pena usar.
Ella abrió la puerta.
—Nos vemos más tarde —dijo, y se fue.
Él se quedó sentado en la cama, con la resaca clavada no en la cabeza, sino un poco más abajo. Exactamente en el punto en el que se forzaba a querer recordar lo que había hecho…