Eleanor la miró como solo las abuelas sabias saben mirar: con compasión, sin juicio, pero con toda la claridad del mundo.
—Entonces hazlo a tu modo, Harper. Pero no dejes que el orgullo decida por ti.
Harper asintió. Y, por primera vez en días, se permitió sentir un poquito menos sola.
La mansión estaba en completo silencio cuando regresaron. El único sonido era el eco suave de sus pasos sobre el mármol. Harper caminó delante de Liam sin decir palabra. Él no la detuvo. No esta vez.
Cada uno se quitó el abrigo y lo colgó en su respectivo perchero. Cada gesto era medido, casi automático. Casi… defensivo.
Harper se dirigió a las escaleras. Subió los primeros escalones, pero se detuvo a mitad del camino cuando escuchó la voz de Liam detrás de ella.
—¿Te divertiste?
Ella giró lentamente el rostro. Lo miró desde la altura con una expresión neutra.
—¿Perdón?
—En la cena. En el almuerzo. No sé, tú eliges —dijo él, apoyándose en el borde del pasamanos con los brazos cruzados—. Supongo que debe haber sido divertido… ver cómo reaccionaba.
—No lo hice, por eso —respondió Harper, cruzando los brazos también—. Fui porque quise. Porque podía. Y al fin admites que me has seguido, ¿No dijiste que no te afectaban las decisiones que involucran a Nicholas?
—Con Nicholas —replicó él, como si el nombre le dejara mal sabor en la boca e ignorará el resto de lo que Harper le había dicho.
—Sí, con Nicholas. Un hombre que, a diferencia de otros, sabe exactamente lo que quiere y no teme decirlo.
—Ah, claro. Supongo que eso te resulta irresistible —espetó, su voz gélida.
—¿Y tú qué quieres, Liam? —preguntó, bajando un escalón—. ¿Tú sabes lo que quieres? Porque te pasas la vida huyendo de lo que sientes, pretendiendo que nada te afecta, que nada te toca… Pero se nota. Se te nota todo.
Él se acercó un poco, la miró con intensidad. Esa clase de mirada que quemaba aunque no tocara.
—No necesito andar gritando lo que quiero para probar que lo siento —dijo con voz baja, pero firme—. No soy como Nicholas. No te voy a regalar sonrisas fingidas ni frases bien ensayadas.
—No —dijo ella—. Lo tuyo son las miradas desde lejos y los reproches disfrazados. Lo tuyo es besarme una noche y llamarme Becky en sueños.
Liam apretó la mandíbula, y esta vez el golpe fue claro. Directo al pecho.
—Eso fue un error —murmuró, la voz áspera.
—¿El beso o el nombre? —preguntó Harper, sin bajar la mirada.
Un silencio pesado se instaló entre ellos. Ninguno se movió. Ninguno pestañeó. Solo respiraban, como si cada palabra dicha hubiera agotado el oxígeno del lugar.
Finalmente, Harper dio un paso hacia atrás.
—No necesito que me des explicaciones, Liam. Solo te pido que no me mires como si yo fuera la culpable de algo que tú no puedes manejar.
Y se dio la vuelta, subiendo las escaleras sin apuro.
Liam se quedó abajo, inmóvil, con los puños cerrados y la garganta seca.
Había tantas cosas que quería decirle. Tantas que no sabía por dónde empezar. Así que, como siempre, no dijo nada.
Al día siguiente.
La oficina de Ashford Enterprises nunca había estado tan fría. Harper entró puntual, como siempre. Cabello recogido, traje perfectamente planchado, pasos firmes. Saludó a los demás con cortesía, se sentó en su escritorio y se sumergió en la pantalla. No porque tuviera tanto que hacer, sino porque era más fácil mirar cifras que enfrentar la mirada de Liam.
Él llegó media hora después, igual de impecable, con el rostro tallado en mármol y los ojos ocultos tras una capa de profesionalismo que solo engañaba a los demás.
A Harper, no. Se acercó a su escritorio sin perder la rigidez.
—Buenos días —dijo, como si fueran dos extraños educados.
—Buenos días, señor Ashford —respondió ella sin levantar la vista.
—Hoy a las siete, gala en el Saint Regis. Representación institucional. La invitación es doble.
—Entendido. ¿Debo ir con usted?
—Eres mi esposa. Se espera que lo hagas.
Harper asintió, anotando en la tablet.
—¿Hay código de vestimenta?
—Elegante. n***o, preferiblemente. Que combine —dijo él, y luego se alejó con la misma frialdad con la que había llegado.
Ella esperó a que él cerrara la puerta antes de exhalar. No sabía si lo odiaba o si empezaba a odiarse a sí misma por seguir deseando que le hablara con sinceridad.
Misma noche- Gala en el Saint Regis.
El salón estaba decorado con luces tenues, mesas de cristal, vino costoso y sonrisas falsas. La crema empresarial de la ciudad se reunía allí como si fuera un desfile silencioso de egos y trajes de diseñador.
Harper bajó del auto con un vestido n***o elegante que se ceñía a su figura sin ser provocativo. Su maquillaje era impecable, pero sus ojos… sus ojos no mentían. Brillaban, sí, pero con esa rabia elegante que solo las mujeres heridas saben llevar con dignidad.
Liam le ofreció el brazo. Ella lo tomó. Todo debía parecer perfecto.
—¿Lista para fingir que todo está bien? —susurró él mientras caminaban hacia la entrada.
—Lo llevo ensayando desde el día de la boda —respondió Harper sin mirarlo.
Adentro, las cámaras captaron su entrada. Flash. Sonrisas. Gestos suaves. Harper sabía cómo posar. Liam también. Por fuera, eran la pareja perfecta. Por dentro… no podían estar más lejos.
Durante la cena, Harper notó que Nicholas ya estaba allí, sentado en una mesa cercana, acompañado por un par de inversionistas. Cuando sus ojos se cruzaron con los de ella, le guiñó un ojo de forma discreta, como si compartieran un secreto.
Liam lo notó. Por supuesto que lo notó.
—No lo mires —dijo él en voz baja, mientras le acercaba la copa de vino.
—¿Quién dijo que lo estaba mirando? —respondió Harper, bebiendo con tranquilidad.
—Conozco esa mirada, Harper. La conozco demasiado bien.
—¿Y qué mirada es esa? —preguntó ella, girando el rostro hacia él.
Liam la observó, inclinándose apenas hacia ella. Su voz fue baja, directa, sin rodeos.
—La de una mujer que sabe que tiene el poder de herir… y está decidiendo si quiere usarlo.
Harper sonrió, pero no dijo nada. La música empezó a sonar, y una pareja fue la primera en salir a la pista.
Liam se levantó y extendió una mano.
—Bailas conmigo.
No era una pregunta.
Ella lo miró un instante. Dudó. Luego se puso de pie y aceptó la mano.
Mientras danzaban bajo las luces tenues, rodeados de otros cuerpos que se movían al ritmo de una melodía elegante y vacía, parecían dos amantes perdidos en un cuento perfecto.
Pero sus cuerpos hablaban otro idioma. Uno que solo ellos entendían.
—Podrías hacer que me duela de muchas formas, Harper —susurró él, muy cerca de su oído—. Pero te juro que no voy a perderte por Nicholas Crane.
Ella se tensó, pero no se detuvo. Bailó con él. Le sostuvo la mirada.
—Entonces empieza a luchar como un hombre que tiene algo que perder… y no como uno que se esconde tras un contrato.
La canción terminó, pero la tensión no e incluso ellos sabían que esto iba para lejos…