La noche había caído paulatinamente sobre los tejados de Londres de forma apacible, las calles comenzaban a vaciarse y serenarse bajo el constante sonido de la lluvia que traía consigo la limpieza de las aceras, las farolas y las fachadas oscuras que adornaban los barrios. Algunos trabajadores agotados volvían precipitados a sus hogares tras una larga jornada de trabajo en fábricas, Chastity deseaba que a todos ellos les esperara un plato caliente sobre la mesa que les ayudara a recuperarse del frío que conseguía calar hasta en el último hueso del cuerpo. Apoyada en el alféizar de la ventana con su rostro iluminado por la tenue luz de la lámpara de aceite la joven contemplaba la ciudad que la había acogido con cierta reticencia. Iba a conseguir clientas, de eso estaba segura. Pasar el día en el parque la había ayudado, alejarse del bullicio urbano le había despejado la cabeza y había visto las cosas un poco más sencillas, que no fáciles.
Iba a ir de casa en casa si hacía falta ofreciendo su labor como costurera para todo tipo de arreglos y confecciones. Su fama volvería de nuevo y las damas de la alta sociedad volverían a confiar en ella para sus mejores galas.
Un poco más lejos, sentado en una de las confortables butacas del White's con su copa de brandy, Jordan intentaba ocultar ante sus amigos el aprecio que había comenzado a sentir por la señorita Aldrich.
—¿Ya tienes a tu candidata?
William y Anthony no eran capaces de creerse que había invitado a almorzar a aquella familia por gusto, porque así le apetecía y porque ante todo era un caballero con sentido del deber. No, ellos creían —y no errados— que tras la pátina de amabilidad se escondían oscuras intenciones. Tampoco les había instado a pensar lo contrario.
—Me resulta cuanto menos curioso que vayas a casarte con una mujer que te ha abofeteado —inquirió Anthony con una sonrisa de lado—. Pero claro, ¿qué mujer no lo ha hecho, Dunhaim? —le guiñó un ojo.
—Y con todo el derecho. —añadió Will.
—No pretendo casarme con ella. Disfruto de su compañía. No pierde el tiempo intentando impresionarme como toda la gente que se pasea con sus calesas por Hyde Park ¿entendéis?
Will y Anthony se miraron.
—Siempre has tenido predilección por la gente alejada de las altas esferas. ¿Cómo se llamaba esa muchacha de ese tugurio del East End?
Jordan ni siquiera la recordaba.
—Eres un iluso, Dunhaim. —dijo entonces Will, que se paseaba en círculos por la habitación. Se paró y apoyó en una de las paredes y miró a Jordan de forma inquisitiva—. Esa muchacha tiene cosas más importantes que hacer que agradar a un tipo como tú.
El vizconde no estaba prestando mucha atención, se había quedado ensimismado mirándose las puntas de las botas mientras pensaba alguna forma de ayudar a esa mujer y a sus tres hermanos sin que ella creyera que era tan solo una obra de caridad. Quería ayudarla, sentía la necesidad de hacerlo, aunque no conocía muy bien la razón de ello. ¿Seguía sintiéndose culpable por haberla confundido con una prostituta? No podía ser solo por eso. Sencillamente le inspiraba cierto instinto protector el solo hecho de pensar en ella y en los tres pequeños. No quería que tuvieran una vida desgraciada, eso era todo, no por ello se veía caminando al altar.
De todas formas, intuía que la imagen que él tenía de Chastity no se ajustaba a la realidad. No era ninguna damisela en apuros que clamara por un caballero a rescatarla, pero eso, más que desconcertarlo, le aliviaba. No tenía que temer por nada. Jordan podía prestarle la atención que quisiera sin preocuparse porque ella se enamorara de él en algún punto. La señorita Aldrich era una mujer independiente, se lo había demostrado desde el primero momento en que la vio. Tras el estropicio con el vestido de Lady Stafford —ella ya se había encargado de escupir bobadas en sus reuniones de té junto a otras damas igual o incluso más quisquillosas y cascarrabias—, Chastity tuvo el valor de enfundarse el vestido y recorrer las calles más peligrosas de Londres en busca de algo con lo que ganarse unas monedas. Sin duda, tenía un valor que Jordan sabía apreciar y respetar ante todo. Y porque la respetaba, no sería nunca su intención engañarla. Con ella era honesto, le había contado sus planes sin problema porque sabía que prefería que ella los desaprobara a que creyera una mentira. Y estaba seguro de que ella lo prefería así también.
Por otro lado, no podía olvidar su mayor objetivo: desposarse para librarse de los rumores. Que le agradase la señorita Aldrich no debía provocar que perdiera de vista su meta. Debía encargarse de asistir a eventos sociales más a menudo de lo que lo hacía, aunque le resultara horriblemente tedioso. Bailes, almuerzos, reuniones, ir a la ópera, el teatro, dejarse ver más en sociedad para atraer la mirada de alguna joven debutante o a cualquier madre casamentera. Sin embargo, cuanto más reflexionaba acerca de ese plan más grietas encontraba. Convenía que su esposa, a pesar de que iba a ser un título formal que en la realidad solo serviría para unas cuantas apariencias, fuera alguien a quien él le gustara su compañía, una amiga, al fin y al cabo. ¿Cómo iba a encontrar eso en una muchacha que apenas se había desprendido de las faldas de su madre?
En ningún momento se le había pasado que Chastity pudiera ser una candidata, pero ¿y si se equivocaba? Claro que tendrían que lidiar con ser la comidilla de las revistas de sociedad durante un buen tiempo pues la gente no desperdiciaría una bomba como esa: el mismísimo vizconde de Dunhaim esposado con una costurera del East End. Ahora bien, si ella estaba vinculada a él, con semejante título, tampoco se cebarían con ella, le importaba ante todo que Chastity no resultara herida.
Decidió, copa de brandy en mano, que le apetecía alejarse del bullicio de la ciudad, quizá podría invitar a William y a Anthony junto a sus esposas a pasar unas semanas en la finca que poseía en la campiña. Cabalgar por el campo sin ver nada más que cielo y hierba le apetecía sobremanera. Enseguida le pareció una buena idea. Dentro de unas semanas el famoso tiempo húmedo de Inglaterra les iba a dar cierta tregua con la llegada de la primavera, sería entonces una época perfecta para ir al campo y ver los árboles florecer.
¿Sería muy atrevido ofrecerle la invitación a la señorita Aldrich?
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Unos días más tarde Chastity recibió a las puertas de su propia casa el encargo de arreglar unos cuantos vestidos de fiesta a cargo de la duquesa de Wiltishire. Un lacayo le dio por lo menos unos diez vestidos que debía tener listos para las próximas tres semanas y la joven se puso manos a la obra nada más regresar a su habitación. Para su sorpresa, el pago había sido por adelantado y calculó que lo que había en aquella bolsa negra de terciopelo alcanzaba para no tener que preocuparse por comer —sus hermanos y ella— durante el próximo mes. Una parte la guardó para la señora Wilgrow como muestra del agradecimiento por haber sido tan atenta con su familia, a pesar de mostrarse reticente en aceptarlo de buenas a primeras.
Mientras se entretenía con el hilo y la aguja, sin querer, no paraba de darle vueltas a la tarde campestre que había pasado junto al vizconde Dunhaim. Intuía que tras la frialdad que mostraba —al menos con ella, pues con sus hermanos parecía sacar la sensibilidad de algún sitio— era un hombre encantador y sentía que la trataba como se merecía, no despreciándola o rebajándola como solían hacer los hombres del pueblo, simplemente porque era mujer. No era condescendiente con ella, no adoptaba una actitud paternal como si fuera una ilusa o una cría, y eso a Chastity le gustaba. Y, para qué engañarse, era muy apuesto, y más se lo había parecido con el pelo a merced del viento y los modales de dandi refinado echados por la borda cuando se puso a jugar con sus hermanos. Llegaba a parecer despreocupado.
Chastity se sorprendió a sí misma pensando en el vizconde de una forma mucho más sugerente. Se había fijado en una parte del pecho que se le había visto cuando se le deshizo el nudo del lazo en el cuello y ahora ella no podía evitar imaginar el resto del torso. Notó como las mejillas comenzaban a arderle y se detuvo un momento, para después echarse a reír.
La cabecita de Joseph apareció por el pasillo y mediante pasos diminutos alcanzó la cama y se subió a ella, mirando a su hermana.
—¿Vas a casarte algún día?
Chastity lo miró con los ojos como platos. Nunca le había hecho una pregunta así. Aunque Joseph era un niño muy espabilado para su edad, los asuntos de los adultos eran eso, de adultos.
—¿A qué viene esa pregunta, jovencito?
Al pequeño se le enrojecieron las orejas.
—¿No vas a casarte con el señor que nos llevó a almorzar?
A Chastity se le escapó una pequeña risita. Se levantó de la silla y abandonó el escritorio para sentarse en la cama junto a él.
—¿Qué sabes tú del matrimonio, Joseph?
Él se enderezó, como si fuera a demostrarle que en realidad sabía mucho más de lo que ella creía.
—Un hombre y una mujer se casan para vivir juntos para siempre, como padre y madre.
Chastity asintió con una sonrisa.
—Padre y madre se casaron cuando ya se conocían lo suficiente el uno al otro.
Sabía que, en la mayoría de las ocasiones, las cosas funcionaban de forma distinta, las mujeres no tenían gran libertad de elección, pero ella quería enseñarles a sus hermanos los valores que ella misma pretendía seguir.
Joseph la miró asintiendo con la cabeza, pero sin terminar de comprender. Ella le dio un beso en la frente.
—¿No vas a casarte pues?
—¿Por qué tanta insistencia, cariño?
—El señor Dunhaim habló del hombre afortunado con el que te ibas a casar ¿sabes? Freddie es pequeño, pero Charles y yo nos confundimos mucho cuando dijo eso porque no nos habías dicho nada.
¿Hombre afortunado con el que se iba a casar? ¿Qué clase de suposiciones había hecho el vizconde? ¿Acaso había insinuado que el hombre que se casara con ella iba a ser afortunado? ¿Y por qué habría dicho algo así? Apenas la conocía, apenas se conocían, por el amor de Dios. Pero entonces ¿por qué le agradaba en cierta manera pensar que él había podido decir algo semejante? Y ¿por qué iba a hablarles Jordan de algo así a sus hermanos?
—No conocemos al señor Dunhaim, Joseph, y ya sabes qué os digo siempre sobre los desconocidos.
—Pero no es un desconocido, Chastity, hemos almorzado con él.
Joseph era demasiado avispado para que Chastity fuera tan condescendiente con él.
—Es cierto, le conocemos, pero no es un amigo de confianza como los que padre y madre traían a casa, ¿entendido?
El pequeño asintió.
—Además —añadió Chastity—. Ni siquiera sabes cual es su color favorito. —dijo para quitarle seriedad a la conversación.
Su hermano la miró como si ella hubiera hecho un gran descubrimiento y enseguida entendió lo que la joven pretendía decirle. Sí, ellos conocían al vizconde, pero no sabían absolutamente nada de él.
—Y no, —dijo ella cuando el pequeño parecía haber olvidado el tema de discusión— no voy a casarme, por el momento.