1 – La víspera de las traiciones
Capítulo 1 – La víspera de las traiciones
La víspera de Navidad olía a mentiras y a engaño.
Elena Duarte lo sabía antes de verlo. Su corazón palpitaba como un tambor inquieto mientras seguía, a escondidas, a Diego Ferreyra, su novio desde hacía tres años.
La intención inicial había sido sorprenderlo, jugar a la novia romántica, aparecer con una sonrisa y un abrazo en aquella suite donde, según sus sospechas, la esperaba “una reunión de trabajo” en plena noche festiva.
Pero mientras caminaba por el pasillo alfombrado del hotel, con las luces doradas titilando como burlas, la esperanza se le resbalaba de los dedos como arena. Elena lo sabía, lo intuía, pero tenía una leve esperanza de que su miedo fuera solo eso y no una certeza.
Un camarero pasó con una bandeja de copas de tequila. Elena, nerviosa, dio un paso en falso con sus sandalias y trastabilló, chocando contra él. El cristal vibró, una de las copas se derramó y el licor se esparció como una trampa brillante en la alfombra.
En ese instante, la puerta de la habitación 314 se abrió.
Elena dio un paso atrás, intentando huir, pero su sandalia resbaló en el charco de tequila. Cayó de espaldas, golpeándose con torpeza. La vergüenza le ardió en las mejillas justo cuando apareció Diego, su novio, acomodándose la camisa desabrochada y con el cabello revuelto de quien no estaba trabajando, sino disfrutando.
La miró con esa calma arrogante que siempre le había parecido segura… hasta ahora.
—¿Qué haces aquí, Elena? —dijo, en un tono seco.
Ella se incorporó como pudo, con la dignidad hecha pedazos.
—Eso iba a preguntarte yo, Diego.
Él no se inmutó. Solo suspiró.
—Hablemos abajo. Ahora.
La tomó del brazo con más dureza de la necesaria y la condujo hasta el vestíbulo del hotel, que estaba adornado con guirnaldas y un árbol de Navidad que parecía burlarse de la desgracia ajena.
Allí, en medio del lujo, Diego se cruzó de brazos y la miró con condescendencia.
—¿Me seguiste?
Elena sintió que algo dentro de ella se rompía en mil pedazos.
—¡Te descubrí, Diego! —exclamó con la voz rota—. ¡Te descubrí con otra mujer en la noche de Navidad!
Él se encogió de hombros.
—Mira, no dramatices. Lo nuestro ya no funciona hace tiempo. Sí te amé, pero ese amor ya se acabó.
Las lágrimas le quemaron los ojos, pero fue lo siguiente lo que terminó de hundirla.
—Además… mírate, Elena. —Sus ojos descendieron por su cuerpo con un gesto cruel—. Estás más gorda, te has descuidado. Ya no eres la mujer que conocí.
Las palabras le atravesaron la piel como puñales invisibles. El ruido de la recepción se volvió un murmullo lejano, como si todos alrededor la observaran. El árbol resplandeciente parecía burlarse de ella, iluminando su caída en el peor escenario posible. Recordó, como un golpe seco, las madrugadas en que horneaba pasteles para sostener el negocio familiar, las horas perdidas frente al horno en vez de frente al espejo, los sacrificios que Diego nunca valoró. Cada instante que él le dedicó un “estás cansada, no importa” o un “ya habrá tiempo para ti”, ahora se revelaba como una mentira cruel.
Elena lo miró temblando, la voz quebrada:
—¿Entonces todo este tiempo… solo me aguantaste? ¿Por qué? ¡Contéstame, Diego!
Diego ni siquiera respondió. Simplemente giró sobre sus talones y se alejó con la seguridad de quien cree que la culpa nunca es suya.
Ella quedó de pie, inmóvil, como una estatua a punto de quebrarse. No sabía si llorar, gritar o correr. El murmullo de las familias entrando al hotel para la cena de Nochebuena se mezclaba con villancicos que parecían una burla cruel a su desgracia. Se abrazó a sí misma, temblando, sintiendo que hasta el aire se le había vuelto enemigo.
Fue entonces que lo sintió: la mirada de alguien más.
A unos metros, en un sillón de cuero, un hombre de traje oscuro la observaba con un vaso de whisky en la mano. Sus ojos eran de un marrón dorado, intensos y fríos.
Alejandro Varela había presenciado toda la escena.
Elena quiso desaparecer, pero él no apartó la vista.
—Vaya cuadro —dijo con voz grave, impregnada de sarcasmo—. No es elegante hacer un drama de pareja en un hotel de cinco estrellas.
Ella lo miró, incrédula.
—¿Perdón?
Él se inclinó hacia adelante, imponente.
—Solo digo que perseguir a un hombre, llorar en público, montar una escena… resulta vulgar.
La humillación se transformó en rabia. Toda la furia que no había podido descargar en Diego, toda la indignación de tres años de mentiras, se encendió como fuego en su pecho.
—¿Y usted quién se cree? —espetó, con las manos temblando—. ¿Un juez? ¿Un crítico? ¿Un miserable que se sienta a beber mientras los demás sangran?
Alejandro arqueó una ceja, sin alterarse.
—Alguien que aprecia la dignidad. Algo que, por lo que veo, usted acaba de perder.
Esa fue la gota que colmó el vaso.
Elena sintió que no podía soportar más el desprecio. Miró alrededor y vio un carrito de postres preparado para la cena de Nochebuena. Con una rapidez desesperada, tomó el pastel de chocolate más grande, cargado de crema y fruta confitada.
—¿Dignidad? —susurró con la voz en llamas—. Pues aquí tiene la mía.
Y con un movimiento seco, estrelló el pastel contra el rostro impecable de aquel hombre arrogante.
El vestíbulo quedó en silencio. Alejandro no se movió. La crema resbaló por su barba corta, manchando su traje de diseñador. Algunos huéspedes ahogaron risas; otros, boquiabiertos, apenas podían creer lo que veían.
Elena, jadeando, sintió que por fin algo dentro de ella se liberaba. No podía cambiar lo que Diego le había dicho, no podía borrar la traición, pero sí podía no quedarse callada, no aceptar la burla de un desconocido que la trataba como basura.
El aire olía a chocolate y a furia. Ella respiraba con dificultad, pero con una fuerza nueva latiendo en el pecho. Era la primera vez en mucho tiempo que no se sentía víctima, sino dueña de un acto propio, aunque fuera tan irracional como aquel. Y aun así, mientras caminaba hacia la puerta de salida, un vacío oscuro se abría dentro de ella: la certeza de que, al volver a casa, no habría nadie esperándola. La Navidad que había soñado compartir se había convertido en un desierto, y esa soledad pesaba más que cualquier traición.
Se colgó el bolso del hombro, con los ojos enrojecidos pero la frente erguida.
—Feliz Navidad —escupió con ironía, antes de darse la vuelta.
Elena Duarte salió con pasos firmes, con la respiración entrecortada, con la sensación de que su mundo se había derrumbado… pero que al menos había recuperado una pizca de sí misma.
Detrás de ella, Alejandro se pasó la mano por la cara manchada de chocolate. Su expresión, lejos de ser de furia, se tornó en algo distinto. Una sonrisa ladeada, peligrosa.
En sus ojos brillaba una chispa oscura, como si acabara de encontrar un reto inesperado. No era un hombre que aceptara afrentas sin respuesta. Pero tampoco era alguien que se limitara a vengarse con rapidez. Para Alejandro Varela, todo debía tener un sentido… y un precio. Y esa mujer, que había osado humillarlo delante de todos, acababa de convertirse en un enigma que quería descifrar.
—Interesante —murmuró para sí, mientras el murmullo de los presentes llenaba el vestíbulo.
Lo que Elena no sabía era que aquel hombre arrogante no sería un extraño pasajero en su historia… sino el principio de un contrato que cambiaría para siempre el rumbo de su vida.