Capítulo 1

3203 Words
1 Cassie, 1885, Selby, territorio de Montana Estaba en completa desventaja. Nunca me habían besado así. No sabía si lo estaba haciendo correcto en lo más mínimo. Pero él sí. Ah, él sabía exactamente cómo besar. Nunca imaginé que sería así, tan… ardiente. Húmedo. Exquisito. La habilidad y ansia de sus atenciones era completamente increíble. Él sabía a canela y whisky y… a hombre. No había otra palabra para describir esa oscura esencia que era puramente masculina. Había extrañado esto, extrañaba la intimidad, la… ansiedad. Deseaba más: su boca, sus manos, su aliento en mi piel. Todo. Su mano se deslizaba por un lado de mi sencillo camisón de algodón hasta llegar al borde, el cual subió por encima de mi rodilla. Duros dedos con callos deslizaban la tela hasta mi muslo muy lentamente, dejando un rastro ardiente a su paso. Su mano se movía más y más arriba hasta que el camisón quedó arrugado sobre mi cintura y yo me desnudé ante él, descubierta y expuesta y muy, muy vacía. Su mano rodeó el interior de mi muslo, abriéndolo más y más. Mucho más. Su rodilla, aún cubierta por los pantalones, se atravesó entre la mía y me encontré atrapada, abierta para él. Para lo que sea que quisiera. Su peso me empujaba exquisitamente en la cama. Me gustaba, me gustaba su sensación, su solidez. Me sentía pequeña y femenina. El mundo, y todo, estaba bloqueado por su cuerpo; estaba apartado de mí y de lo que él le hacía a mi piel. Estaba cubierta, resguardada y segura. Protegida. Mis senos rozaron su pecho y mis pezones se endurecieron. El calor se colaba a través de su ropa y mi camisón, calentando mi piel y haciéndome temblar. ¡El beso, ay, Señor, el beso! Firme pero insistente, él pasó de un lado de mi boca al otro antes de que mi lengua se asomara por la esquina. Jadeé y él se aprovechó de eso para zambullirse en mi boca. Su mano izquierda se enredó en mi cabello, inclinando y girando mi cabeza como deseara. Con el primer roce de sus dedos en mi v****a, gemí y tiré de las correas que sostenían mis manos sobre mi cabeza. No podía moverme; no podía tocarle o escapar de sus caricias. Aquel pensamiento me hizo gimotear y mi sexo latió con deseo. Él calló el sonido con besos más profundos. El calor brotaba de mi piel por la caricia. Mis pezones sufrían y mi sexo se suavizaba como si me preparase para él, para la rígida embestida de su m*****o al llenarme. Una explosión brillante de placer estalló cuando él rodeó mi clítoris con los dedos y yo doblé una rodilla, arqueé la espalda y me aferré a la cabecera de hierro forjado. Una de sus manos se alzó para envolver mi cintura y se deslizó hacia arriba para que nuestros dedos se encontraran. Entrelazados. Sentí que mi palma palpitaba y ardía, como si él me estuviese seleccionando, marcándome solo con su tacto. El placer me devoraba. Estaba perdida, superada por él. Más abajo, sentí su m*****o rozando primero mi muslo interno, y luego mis pliegues hinchados. Se deslizaba a través de mi húmedo abrazo, cubriéndose en mi esencia. Al mover mis caderas, la cabeza se inclinó dentro de mí, abriéndome. Me abrió tanto que sentí un ligero ardor incómodo, y el límite entre el placer y el dolor me elevaba más, desesperándome por tenerle por completo. Tomé su mano y arqueé las caderas, tomando lo que quería, obligándolo a penetrarme por completo. Su gruñido se mezclaba con mis jadeos al sentirle en lo más profundo de mí. Como una mano y un guante. Así de perfecto. Entonces él comenzó a moverse, dentro y fuera; sus propias caderas inmovilizaban a las mías en la cama. No podía moverme, solo podía deleitarme en la forma en que inclinaba su m*****o para rozar deliciosos lugares muy dentro de mí que hacían que mi piel se ruborizase y mis piernas se apretaran a sus lados. Todo mientras él me besaba y su lengua imitaba los movimientos de su m*****o, embistiéndome hasta lo más profundo antes de retirarse. Era agresivo. Fuerte. Tan abrumador que no podía pensar o desear; solo podía sentir. Y ansiar. Su ansiedad era tan grande como la mía, pues pasó de un ritmo constante a uno desenfrenado y desesperado. Y entonces estallé; una brillante luz blanca se encendió tras mis párpados cerrados. Él ahogó mis gritos de exquisito placer incluso mientras seguía empujando, embistiendo muy profundamente y tocando mi vientre. No solo estábamos haciendo el amor; esto se sentía más primitivo que eso. Como una marca, como si él fuese una bestia primitiva estableciendo su reclamo en mi cuerpo y alma. Oscuro, frenético e irreversible. Me sentí reclamada. Como si nunca volviese a ser la misma. —Te encontraré —susurró su áspera voz en mi oído mientras me besaba hasta la mandíbula, y sus embestidas movían mi cuerpo en la cama con cada movimiento salvaje de sus caderas contra las mías. Te encontraré. Desperté sobresaltada. Me senté y miré a mi alrededor, confundida. La habitación estaba oscura y, para mi decepción, estaba sola. Ningún hombre había tocado mi cuerpo o acariciado mi piel. Recobré el aliento rápidamente. Mi piel estaba húmeda, como si hubiese corrido a casa desde el pueblo. Mi camisón estaba por mi cintura. Todavía podía sentir las manos del hombre en mí y su m*****o enterrado dentro de mí. Me contraía, y el rastro de mi orgasmo perduraba. Mis pezones estaban duros, y mi feminidad estaba hinchada y adolorida. Moviendo las caderas, acomodé mi camisón y me dejé caer en el suave colchón, pero dejé los pies extendidos sobre la cama y hacia arriba, con las rodillas dobladas. Apartando las rodillas, las separé bien para hundir los dedos entre mis piernas. Estaba mojada. Tan mojada que bajaba por mis piernas. Gemí mientras la ansiedad de venirme corría furiosamente por mis venas una vez más. Mientras mis dedos realizaban el familiar movimiento circular sobre mi clítoris, pensé en el sueño. Era el mismo sueño de la noche anterior, pero esta vez él había ido más allá. Antes solo me había besado y tocado, pero ahora… me había follado. Santo Dios, me había follado. Había estado casada con mi último esposo por casi dos años antes de que muriera, y estaba muy familiarizada con la actividad, pero lo que había hecho con Charles no era nada como lo de este sueño; nada como el hombre que me seguía acechando… y provocando. No tenía idea de que la cama matrimonial pudiera ser más que ligeramente placentera. Había sido joven cuando nos casamos; tan solo teníamos dieciocho años y ninguno de los dos éramos hábiles en las artes de la cama. Charles, aunque amable, no era demasiado atento, especialmente cuando se trataba de relaciones maritales. Habían sido veloces toqueteos en la oscuridad, más embestidas y gruñidos con un final pegajoso que un deseo y placer duraderos. Este hombre en mis sueños definitivamente no era Charles. La sensación de su cuerpo era diferente. Su aroma. Incluso su m*****o. Este era un hombre, no un muchacho como lo había sido Charles. Dejando que mis piernas se abrieran, seguí tocándome, forzándome a sentir lo mismo de nuevo; pero suspiré, resignada a sufrir el dolor. Descansé la palma sobre la piel cálida, pero entendí que el roce de mi propia mano no era el mismo. Mis dedos no podían ofrecer la satisfacción que el hombre de mis sueños podía lograr. Estaba… insatisfecha, de alguna manera. Desesperada y ansiosa. Necesitaba que ese hombre me tocara, me besara, me amara. «Despierta, Cassie. Solo fue un sueño» me murmuré a mí misma. Sacudiendo la cabeza, intenté en vano eliminar las visiones sensuales de mis pensamientos, pero descubrí que no podía. Quería a ese hombre; le necesitaba. No, necesitaba su m*****o. No era más que una ridícula fantasía, pues él solo existía en mis sueños y mi mente subconsciente no se había molestado en darle nombre. Y peor, no conocía su rostro; solo su roce. Su sabor. Su aroma. Respirando profundo, intenté buscar su olor en el aire frío. Reconocería su aroma; conocía ese aroma silvestre suyo, pero se había ido. Se perdió junto al sueño y las secuelas del orgasmo. Era una locura. No, quizá yo estaba loca. Soñar, no una ni dos, sino cuatro veces con lo mismo. El mismo hombre. La primera vez, solo era su sensación, pesada y reconfortante sobre mí. La siguiente me había besado. Después, me había tocado. Y esta vez, me había hecho suya. El sueño se estaba volviendo más largo, más detallado, más… carnal. Aun así, cada vez antes de levantarme, escuchaba su voz. Oscura y estruendosa, como dos piedras que se frotaban. Nunca olvidaría esa voz o la promesa que contenía. «Te encontraré», había dicho mientras me venía; el éxtasis había sido mucho mejor en el sueño que en la vida real. Me quedé ahí, mirando por la ventana mientras el cielo lentamente se volvía gris en el este, y pensé en lo que esa promesa significaba. El amanecer se acercaba y la respuesta no vendría. Ni tampoco el sueño, sin importar cuánto ansiara el regreso de mis sueños y sus brazos. Con un suspiro, bajé de la comodidad de mi cama y me vestí rápidamente, arreglando mi cabello con un simple moño. Había mucho que hacer antes del amanecer, cuando el señor Anderson se levantara. Tendría algo de tiempo extra esta mañana para completar mis quehaceres; tiempo para mí mientras pensaba en el sueño, preguntándome cómo los deseos por un desconocido invisible habían invadido mi mente y cuerpo más de una vez. Al bajar del ático de puntitas por las escaleras de atrás, encendí la linterna en la cocina y prendí la estufa. Llené la cafetera con granos y agua y la puse a calentar. En el fregadero, tomé el agua fría en mis manos y me la eché a la cara, esperando enfriar mis mejillas. Me lavé las manos y las sequé con una toalla. A la luz del amanecer, me miré la palma y la froté con la prenda. La marca de nacimiento que estaba allí, la figura oscura, me picaba. Frotarla no aliviaba la sensación. Recordaba el sueño y cómo el hombre había sostenido mi mano. Al juntar las palmas, la marca había cobrado vida y casi me había venido solo por eso. Ahora no sentía nada de eso, pero por primera vez estaba muy consciente de ella. La había ignorado toda mi vida. Pero ahora, la sentía; estaba consciente de ella, cálida e insistente. Se estaba volviendo una distracción que no necesitaba, al igual que los sueños. Ya no había ningún hombre en mi vida. Ningún novio o pretendiente. Yo solo era la joven viuda que había trabajado y vivido en el hostal. Los Anderson habían tenido la amabilidad de recibirme cuando tenía cuatro años, cuando me habían puesto en un tren y enviado al oeste para que me adoptasen. Había crecido con su hijo, Charles, quien era unos años mayor. Simplemente fue natural casarme con él cuando cumplí los dieciocho. En retrospectiva, pensaba que la señora Anderson se había motivado a mantenerme como mano de obra gratuita en lugar de ver cómo me casaba con otro hombre del pueblo. Había pocas alternativas, así que acepté rápidamente. Quizá era joven; quizá había estado preocupada por lo que sería de mí si Charles se hubiese casado con alguien más. Seguramente hubiera acabado sin ningún lugar a donde ir. Selby estaba en la línea del tren y crecía, pero no había muchas opciones laborales para una mujer soltera. Cuando Charles y su madre murieron, decidí quedarme con el señor Anderson, quien había estado completamente perdido y lo sigue estando. Éramos dos almas perdidas. En mi caso seguía sin opciones, así que me quedé. No estaba satisfecha, pero sí segura. Sin embargo, los sueños me hacían preguntarme si estar segura no se sentiría tan bien como ser libre. El familiar sonido de las pisadas en el techo indicaba que el señor Anderson se estaba moviendo. Él era un hombre rutinario, así que estaría abajo en cinco minutos para lavarse las manos y tomar algo de café. Me libré de mis tontos pensamientos y dejé que el sueño se esfumara mientras comenzaba otra larga jornada. Salí a buscar huevos para el desayuno tomando la canasta en la puerta trasera. Maddox, alguna parte del territorio de Montana, la Tierra Me desperté sobresaltado. Mi corazón saltaba y mi m*****o palpitaba en los estrechos confines de los duros e incómodos pantalones. Frotando la mano sobre el largo m*****o, bufé ante el dolor. El sueño. Por todos los dioses. El sueño me había hecho esto. No, ella me había hecho esto. Mi compañera. Ella estaba aquí, en este atrasado planeta. —¿Cómo es esto posible? —susurré la pregunta a las estrellas, aún visibles sobre la luz del amanecer. El pecho me pesaba, mi corazón se aceleraba, y yacía sobre mi espalda en el duro suelo mirando al cielo nocturno, intentando recordar la imagen de su rostro, descubriendo que era imposible. Desabrochando mis pantalones, metí la mano y saqué mi m*****o, tomando la base firmemente y deslizando la palma hacia arriba. Despertar con un pene endurecido no era inusual; en realidad era un hecho cotidiano, pero esto era distinto. La anhelaba. Necesitaba follar, meterme dentro de una mujer… de ella. No necesitaba este deseo, esta distracción. Había estado rastreando a Nerón desde su huida de Incar, la colonia penitenciaria de nuestra luna más cercana. Nerón escapó con otros dos criminales, pero los otros no me preocupaban. No había viajado por la maldita galaxia para cazarles. Quería la cabeza de Nerón en una estaca. Había robado un caballo y lo había estado siguiendo desde que aterrizamos; y casi le atrapé también. Pero había empezado a sospechar que Nerón sabía que estaba aquí; sabía que había venido para reclamar la venganza que mi familia demandaba. No podía entender por qué eligió la Tierra, un mundo tan primitivo que todavía no era elegible para unirse a la Coalición Interestelar. ¿Acaso este planeta era un paraíso secreto para actividad criminal en esta región de la galaxia? ¿Había establecido contacto con otros criminales conocidos o perseguidos que estaban escondidos entre la gente de la Tierra? ¿O este planeta le ofrecía otra cosa? ¿Una carta blanca de terror y poder con su fuerza intensificada, velocidad y tecnología superior? Por primera vez en mi vida, no sabía lo que mi viejo amigo de la infancia buscaba. Y eso le volvía más peligroso. La cadena perpetua de Nerón en la prisión lunar había sido suficiente, en el momento, para calmar mi deseo de venganza. Ahora, él había escapado y huido a este simple planeta, así que mi familia me había enviado tras de él. Debía cazarle y llevarle ante la justicia. Mi hermana muerta sería vengada. Pero ahora un simple sueño lo cambiaba todo. Mi venganza se veía obligada a esperar. Encontrar a mi compañera aquí no era parte del plan, pero ahora era mi prioridad. Tomé mi m*****o, tiré de él una, dos veces, y gruñí mientras la lujuria se extendía como un incendio por mi sangre. —Maldición. Esto no puede estar pasando. Estaba aquí para cazar a un asesino, no para perseguir a una mujer, pero el sueño no podía negarse. Ni tampoco podía serlo la marca de unión que ardía y quemaba mi mano. Ella estaba aquí. Y el sueño. Maldición, el sueño había venido una y otra vez. Recordaba esta aparición; la recordaba a ella. Recordaba su sensación: sedosa, suave y cálida. El sabor de su piel: a flores y rayos de sol. Su sonido: dulce sorpresa y deseo encontrado. La marca de unión en mi mano palpitaba y quemaba en el sitio donde hacía contacto con mi m*****o, arriba y abajo, y absorbió el líquido seminal que salía de la punta. Durante toda mi vida esa maldita marca había permanecido dormida, totalmente inerte, al igual que mi esperanza de algún día encontrar a mi compañera marcada. ¿Y ahora que habíamos aterrizado en este primitivo planeta? La marca había cobrado vida, haciendo que mi m*****o pesara y mi piel se hiciese ultrasensible al tacto. Soñaba con ella. Que la besaba. Que la tocaba. Quería reclamarla, llenarla con mi m*****o y marcarla como mía. Había ansiado venirme profundamente dentro de ella, llenar su vientre con mi semilla; pero su mente se había resistido y se apartó del sueño, levantándose antes de que pudiera encontrar alivio. Pensaba en su sabor, en sus caderas alzándose para conectar con las mías, y me acaricié con más fuerza, ansioso por correrme. «Eres mía». El pensamiento de que la había encontrado, de que sería el único hombre que la tocara, de tenerla y poseerla, hacía que mi m*****o cobrase vida en mano, incluso cuando mi mente se resistía a la idea de retrasar la cacería de Nerón. Solo las divinidades serían tan atrevidas para tentarme con una compañera aquí; tan lejos de mi hogar que nunca podría haberla encontrado. Los sueños eran más que una señal; eran un llamado, un instinto que no tenía esperanza ni deseo de ignorar. ¡Una compañera marcada! Era un honor encontrar a tu alma gemela. Los sueños eran un regalo y yo los recibía cada noche, observando los destellos de su piel, la sensación de sus suaves piernas, el calor de su sexo, el pegajoso aroma de su excitación. La dura sensación de sus pezones contra mi pecho. Su sabor. Todo. Acaricié mi pene con más fuerza, recordando el beso. El recuerdo de sus suaves labios hizo que me arqueara sobre el suelo, levantando las caderas mientras mis pelotas se levantaban hacia mi cuerpo. Los sonidos que hacía, la inocente sorpresa y el descubrimiento de un nuevo placer, hacían que mi orgasmo cobrase vida en la base de mi columna, logrando que mi semen hirviese. Lo disparé, ráfaga tras ráfaga, mientras revivía la sensación de su cuerpo viniéndose por el más leve tacto en su clítoris. —Compañera —gruñí hacia la noche mientras mi semen me cubría la mano, deslizándose sobre la marca que finalmente había revivido. No conocía su nombre, pero la iba a encontrar y a reclamar. —Mía —juré, susurrante. Alcé la mirada hacia las estrellas mientras me recuperaba; mi cuerpo estaba saciado por ahora sabiendo que Everis estaba allá arriba, en alguna parte; que las estrellas gemelas que orbitaban mi hogar eran dos insignificantes chispas entre miles de millones por el cielo nocturno. En los primeros años de mi educación había oído, al igual que el resto de mi clase, la historia de los planetas de la Coalición y de nuestro planeta, Everis. Pero ahora esas lecciones me reconfortaban, pues sabía que, hace añares, las personas de Everis se habían esparcido por las galaxias, conquistando nuevos mundos. Algunos debieron encontrar el camino hasta aquí, a la Tierra. La presencia de mi compañera era prueba indiscutible de ello. Pero algo debió haberles ocurrido a mis ancestros, pues no había tecnología aquí, ni conocimiento de alguna forma de vida más allá de su pequeño mundo azul. Las personas de la Tierra no viajaban por el espacio. Maldición, ni siquiera tenían transporte aéreo dentro de la atmósfera terrestre. Todavía usaban simples bestias de carga para su transporte. La vida era simple, primitiva; y sin embargo la marcada estaba aquí. Descendientes. Compañeras. Debíamos notificar de inmediato a los Siete. La Tierra debería ser incluida en nuestra siguiente ceremonia de cosecha. Por ahora, cazaría a la mujer que había encantado mis sueños. La cazaría. La encontraría. La reclamaría.
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