Sonríe, Liv. Sonríe.
Estirando mis labios con urgencia, sintiendo la ligera voz resonando en el interior de mi cabeza, bloqueé la pantalla de mi iPhone y miré alrededor. Solté un suspiro que solo yo pude percibir.
Todo era un caos. Un caos en el sentido glamuroso de la palabra. Celebridades me rodeaban, a la derecha y la izquierda, atrás y adelante, a donde fuera que mirara. No me quejaba, tampoco me sorprendía. Pero dos años atrás solo había visto estas escenas a través del televisor.
Una entrega de premios era tan extraordinaria como aterrorizante. Sobre todo cuando se trataba de los Premios a las Nuevas Generaciones de Zendar, una de las premiaciones más importantes de las últimas décadas.
―Cariño, ¿estás bien?
La voz de mi padre, representante y director de mi próxima película, me sacó de mis pensamientos.
―Sí, bien ―apenas respondí sin ser demasiado honesta.
La presentadora de los premios, Nora Stevenson, elevó su timbre de voz y nombró a la ganadora de las nominadas a Revelación femenina. Una horda de flashes salió disparada en dirección a Meredith Cooper por su papel secundario en el elenco de Guerra en el cielo, película que protagonicé. Obviamente, los murmullos y el ambiente tenso recorrieron cada centímetro del espacioso y despampanante lugar.
Quizá por nervios, o porque sabía que en la próxima nominación era nombrada yo, dejé de oír las voces célebres a mi alrededor. Y tan solo me centré en mirar, con mi piel crispada, las imágenes frente a mí. ¿Por qué sentía que me estaba ahogando si ni siquiera me faltaba el aire?
Mis ojos quedaron fijos en el vestido rojo fuego de Lea Henderson. Ella era mi ídolo, sin embargo, aquí nadie parecía sentirse un fan. Todos lucían cómo ídolos. Así que, ¿por qué tendría que admitir mi fanatismo por ella y el elenco de la serie que protagonizaba?
Me hundí en mi asiento.
No era que no me sintiese orgullosa del lugar en el que estaba. Ciertamente había luchado día y noche, junto a mi papá y mamá, para llegar a donde había llegado. Sí, a ser nominada a un PNGZ. Solo que no era tan simple y maravilloso como lo había imaginado de pequeña en sueños. Todos y cada uno allí querían sobreponerse a otros, resaltar ya fuese a través de sus exuberantes trajes o vestidos, ganarse la mirada del resto, imponer moda, originar envidia e incluso jactarse de sus logros. Y me sentía sola y diminuta, no solo físicamente.
―Sonríe, Liv ―escuché mascullar a papá por lo bajo.
Ya no era una voz interna, era él haciéndolo real.
Sin pensarlo, como respuesta automática, mis labios se volvieron a estirar en una sonrisa de foto. Estaba acostumbrada a las constantes órdenes de Patrick, mi padre. Sobre todo a su susurrante «sonríe, Liv» que dejaba salir entre dientes cada vez que nos encontrábamos con algún paparazzi.
Vislumbré la gigantesca pantalla donde estaba la presentadora, con mi nombre y el de tres nominadas más. Sentí miradas puestas en mí; el siseo y la tensión me consumieron por un instante. Pero entonces se hizo un silencio y luego oí la fuerza determinante conque Nora dijo mi nombre.
―¡Olive Cameron!
Sí, yo era la ganadora del premio a «Artista del año».
Lo siguiente que supe fue que mi padre se había puesto de pie a mi lado, ofreciéndome la mano para erguirme, y miles de voces me felicitaban desde todas las direcciones. Flashes entorpecieron mi camino hacia el palco mientras mis piernas temblaban como gelatina bajo el largo y azul vestido que llevaba conmigo. Fue cuando pisé un escalón hacia el escenario con el podio, que el tacón de mi zapato se torció y debido a ello pisé la parte delantera de mi vestido. Tan rápido como me percaté, estaba en el piso y con una mano tendida hacia mí para ayudarme a levantar. Cogí la mano ofrecida sin mirar hacia arriba y entonces mi rostro ardió ante la vergüenza del hecho.
Ganar había sido mi sueño; caer me lo había arruinado.
En un abrir y cerrar de ojos, tenía el premio en mis manos, había hablado por micrófono a todo el público presente y televidentes de todas partes del mundo, y había vuelto a mi lugar.
―Felicidades, cariño. Estuviste fabulosa, desde que... ―comenzó mi papá.
Mis oídos se negaron a escuchar su discurso post-premio, en los cuales siempre soltaba la diatriba de «tu mamá y yo estamos orgullosos de ti» y más.
Tragué con fuerza, sin saber cómo mi sueño había pasado tan deprisa, de forma tan fugaz y bochornosa a comparación de mis ensoñaciones, y me puse de pie.
―... y te amamos. Cariño, espera. ¿A dónde vas? ―se interrumpió cogiéndome del brazo con un suave apretón.
―Necesito agua ―dije entrecortadamente.
―Pueden traerte ―acotó.
―Y aire ―agregué con suplicio.
Mucho aire, pensé inhalando con fuerza para que el oxígeno llegase a mis pulmones.
―De acuerdo, ve. No tardes, aún queda mucho por hacer ―me recordó con un guiño paternal.
―Lo sé, papá ―siseé alejándome por el pasillo hacia la recepción.
El distanciarme del glamur hizo que mis sentidos volvieran a funcionar normalmente; mientras más lejos estaba de la muchedumbre, más relajados sonaban los latidos en mi pecho. Pero entonces, como cada momento de mi vida que parecía querer volverse normal, tuvo que salirse del rango.
Mi camino había sido momentáneamente obstaculizado por un cuerpo; un cuerpo que se negaba a alejarse. Intenté esquivarlo moviéndome hacia la derecha, pero hicimos el movimiento sincronizado. Lo mismo cuando lo intenté hacia la izquierda. Y por varios segundos, la secuencia se repitió. En mi cabeza, el mini vals con un extraño parecía divertido, pero no lo fue cuando alcé la mirada y me encontré con un rostro totalmente inesperado.
No era un adulto, no llevaba atuendo de técnico y evidentemente no tenía el aura de un famoso.
Él alzó su mirada, encontrándose con la mía, e instantáneamente sus verdes ojos se ampliaron hasta cobrar el tamaño de dos pelotas de pingpong. La expresión asustadiza que pasó por su rostro fue reemplazada por una sonrisa engreída casi de inmediato.
Intenté esquivarlo pero volvimos al tonto movimiento de vals.
―¿Me harías el favor de quitarte de mi camino? ―urgí, no sé por qué razón, sintiéndome incómoda.
―Eres tú, estrellita, quien se cruzó en mi camino ―arguyó apretando los labios.
―¿Perdón? ―dije perpleja. ¿Él me había dicho estrellita? ¿Acababa de rebajarme fonética y literalmente? Mis pulmones se inflaron. ¿Cómo se atrevía a hablarme en ese tono?―. ¿Acaso no sabes quién soy? ―pregunté.
Sus ojos se estrecharon en mí, me recorrieron de arriba abajo fijándose de nuevo en mi rostro, y batió la cabeza. Cada molécula de mi cuerpo gritó con frustración y realmente quise estrangular al chico altanero frente a mí.
―Soy Olive ―siseé en un intento de contenerme y no golpear su anguloso y perfecto rostro.
Él siguió negando con la cabeza.
―Olive Cameron ―completé alzando una ceja.
Casi al instante, su mirada brilló y una sonrisa ingeniosa se formó en la comisura de sus labios.
―La hija de Patrick Cameron, ¿cierto? j***r, él es fenomenal. Sus películas son épicas ―soltó con exagerado énfasis, alargando la «e» en la última palabra.
Mi boca cayó abierta.
¿Él no me reconocía pero conocía a mi padre... y a sus viejas y épicas películas? Ja, claro.
Simplemente estaba despreciándome. Sí, eso intentaba. ¡Gran idiota!
―¿Y tú quién eres? ―inquirí alzando una ceja, canalizando mi mirada en él para hacerlo sentir inferior.
Lo barrí con la mirada buscando alguna señal de debilidad. Quizá es un técnico, pensé. Sin embargo, no encontré una etiqueta con el nombre en su ropa. Tampoco el pase de acompañante. Ni siquiera una cámara colgando de su cuello. En cambio, llevaba unos pantalones negros, una camiseta ajustada del mismo tono y una gorra estilo skate con la letra «E» en la visera que combinaba con sus grandes y multicolores zapatillas.
La sonrisa divertida de su rostro desapareció y sus mejillas perdieron color.
―Eso creí ―mascullé con desprecio―: un Don Nadie.
Tan pronto como lo vi recuperar la compostura, me adelanté a él.
―No creo que tu nombre haya aparecido siquiera en el anuario de una escuela, así que mejor quédate callado, ¿de acuerdo? ―Me acerqué más a su cuerpo y con mi mano apuntando directo a su pecho, agregué―: seguramente entraste aquí por arreglo, ¿no?
Su boca se abrió.
―No, no ―rechisté poniendo mi dedo sobre sus labios para negarle el habla―. No pedí tu opinión, ni siquiera quiero saber cómo entraste o qué hacías aquí. Simplemente esfúmate de mi vista.
―Yo... ―balbuceó.
―O te esfumas de aquí o llamo a seguridad ―sentencié.
Él retrocedió un paso, luciendo acobardado por primera vez, y entonces tuve el coraje suficiente para adelantarme un paso hacia él y palmear «cariñosamente» su mejilla.
―Buena decisión, Don Nadie ―dije con una sonrisa satisfecha, y haciéndole un guiño seguí mi camino hacia la sala principal para llegar allí y darme cuenta de que ya no me hacía falta ni agua ni aire; me encontraba perfectamente bien.